Matar de hambre a la población es otro crimen de guerra

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El Papa León XIV, en su mensaje a los participantes en el 44º período de sesiones de la FAO celebrado en Roma, del 28 de junio al 4 de julio de 2025, denunciaba que “mientras los civiles se debilitan por la pobreza, los dirigentes políticos prosperan gracias a la corrupción”. Y añadía que los recursos financieros y las tecnologías innovadoras “desviados del objetivo de erradicar la pobreza y el hambre en el mundo” son utilizados en cambio “para la producción y comercio de armas”. Advertía, finalmente, que la clave para derrotar el hambre estriba más en compartir que en acumular codiciosamente.

Por Juan José Marín, Doctor en Biología

Hambre, hambre, hambre… ni un solo día de nuestra vida esta lacra ha dejado de estar presente en el mundo. Para millones de personas es la situación cotidiana que los acompaña cada día. Desde la creación de la FAO, en 1945, nunca hemos estado cerca del objetivo que dio origen a esta agencia de la ONU: erradicar el hambre. Según Intermón Oxfam, hasta 21.000 personas mueren cada día de hambre en países afectados por conflictos. Se trata de crisis alimentarias provocadas que suponen un fracaso colectivo de toda la sociedad.

PUBLICADO EN LA REVISTA SOLIDARIA AUTOGESTIÓN

La historia de la humanidad, en cualquier época, ha estado marcada por el pánico al hambre. Hasta el desarrollo de la agricultura intensiva en el siglo pasado, todos los pueblos vivieron con el temor a las plagas, las sequías, el pedrisco o las cosechas insuficientes.
Pero no solo los fenómenos naturales son responsables de crisis alimentarias. Los conflictos armados, la guerra, son uno de los principales motivos de esas crisis a través del envenenamiento de pozos, el incendio y la destrucción de los cultivos o el robo del ganado. Provocan el mismo terror y obligan a la población a abandonar sus hogares, sus tierras y sus fuentes de agua para vivir hacinados en campos de refugiados. En muchas ocasiones, además, se limita o bloquea la llegada de cualquier tipo de ayuda a la población.
Como ejemplos que ilustren esa realidad podríamos citar, por ejemplo, el ‘holodomor’ (muerte por hambruna) que tuvo lugar entre 1932 y 1933 en la República Soviética de Ucrania, y que causó al menos cuatro millones de muertos en dos años; la gran hambruna de Grecia (megálos limós) durante la ocupación de las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial y que provocó la muerte de unas 300.000 personas; o la hambruna holandesa en el invierno de 1944 a 1945 provocada por los nazis por el apoyo del gobierno holandés a los Aliados, y que provocó la muerte de unas 20.000 personas.

Pero seguramente, para la mayoría de los lectores, nos resultarán más familiares las imágenes de niños famélicos a punto de morir, con la mirada perdida y apenas sin poder moverse, en brazos de sus madres, en las hambrunas provocadas por los conflictos y los desplazamientos masivos en Eritrea, Sudán, Siria, Yemen, República Democrática del Congo… y más recientemente, en el genocidio de Gaza.

Da igual cuales sean las causas de las guerras, de cualquier guerra, o las fuerzas implicadas, los resultados siempre son los mismos: pérdidas atroces de vidas civiles, desplazamientos masivos de población, violaciones del derecho internacional humanitario y de los derechos humanos, sufrimiento y dolor inimaginables, desesperación, hambre, sed y muerte.

El hambre siempre es provocada

Según Amartya Sen, premio Nobel de Economía en 1998, todas las hambrunas contemporáneas han sido todas provocadas. Reforzando esta tesis, el Informe Mundial sobre Crisis Alimentarias de 2023 sostiene que los conflictos armados han sumido a más de 117 millones de personas en una situación de inseguridad alimentaria aguda, un eufemismo para decir que han sido condenadas al hambre. El informe cita a continuación otras causas menos importantes, las crisis económicas y los fenómenos climáticos extremos.

Sin embargo, lo que convierte el drama del hambre y la malnutrición generalizada en muchos países, como venimos denunciando desde hace años, es la constatación de que la tierra produce alimentos suficientes para todos los seres humanos. Y, sin embargo, a pesar de Conferencias, Acuerdos, Objetivos… es vergonzoso que los más pobres del mundo, los desahuciados de la sociedad, los olvidados, los descartados, las víctimas de las políticas de ajuste, de los países empobrecidos, sigan careciendo de su pan de cada día.
También el Consejo de Seguridad de la ONU reconoció en 2018 (Resolución 2417) el vínculo entre los conflictos armados, la inseguridad alimentaria y el riesgo de hambruna, condenando el uso del hambre como arma de guerra. Se reconocía así la necesidad de romper el círculo vicioso entre conflictos armados y hambre, y enfatizaba en la rendición de cuentas de aquellos que explotan el hambre para sus propios fines, así como la necesidad de cumplir con el derecho internacional humanitario y la protección de los civiles y sus bienes, asegurando el acceso de la ayuda humanitaria. Sin embargo, como tantas y tantas resoluciones de la ONU, esas buenas intenciones quedaron en papel mojado y solo han servido para tranquilizar conciencias. De nada sirve el clamor de los pobres, el rito desesperado de padres que ven morir a sus hijos, la mirada desgarradora de las madres que no tienen con qué alimentarlos, las imágenes dramáticas de personas que son despojadas de sus derechos fundamentales.

El hambre utilizada como otra arma de guerra es, quizás, la forma más “barata” de hacer la guerra. Una guerra que nos muestra a diario la tragedia de las personas que mueren haciendo cola para conseguir comida, la desnutrición de los niños, de los recién nacidos y de sus madres, la corrupción institucional que se aprovecha de la debilidad de los pueblos, la política que no trabaja para el bien común, el tráfico de armas que desvía recursos financieros y tecnológicos del objetivo de erradicar la pobreza, el negocio de los distintos grupos armados… Y como en todas las guerras, la población civil resulta la peor parada.

Leyes de la guerra

El derecho internacional humanitario establece lo que pueden y no pueden hacer las partes intervinientes en un conflicto armado. Esas leyes tratan de minimizar el sufrimiento humano y proteger a la población civil y a los combatientes que han dejado de participar en las hostilidades (prisioneros de guerra, heridos, enfermos). Los principales tratados de derecho internacional humanitario son los Convenios de Ginebra de 1949, adoptados tras la Segunda Guerra Mundial.

En la Carta de la ONU de 1945 se reconoce el jus ad bellum (derecho sobre el empleo de la fuerza), aunque lo hace de forma restrictiva. En uno de sus artículos se aclara que el uso de la fuerza armada está prohibido en las relaciones internacionales, pero puntualiza dos excepciones. Por un lado, la legítima defensa, que puede ejercer cualquier Estado por sí mismo o con la asistencia de un tercero contra un agresor y, por otro, las operaciones de mantenimiento de la paz y la seguridad, que deben ser autorizadas por el Consejo de Seguridad.

Teniendo en cuenta estos principios, no cabe duda de que las guerras asimétricas obligan (o al menos así debería ser) a calibrar las condiciones en las que un Estado puede contraatacar para ejercer su obligación de proteger a su población (proporcionalidad). Pero, además, el Derecho Internacional también se rige, o debería hacerlo, por otro marco normativo que actúa como contrapeso: el que establece qué comportamientos son ilegales en el uso de la fuerza armada, por ser contrarios a principios de humanidad (jus in bello).
Es más, la mayoría de los países cuentan con unas ordenanzas militares para las fuerzas armadas. En ellas se establecen normas claras de conducta, disciplina y deber para sus miembros, así como para regular su organización, entrenamiento y funcionamiento. En el caso de España, por ejemplo, las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas de 2009 constituyen el código de conducta de los militares, y definen los principios éticos y las reglas de comportamiento de acuerdo con la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico. Concretamente, en el Capítulo I sobre Principios básicos, se recoge el artículo 14: Espíritu militar: «El militar cuyo propio honor y espíritu no le estimulen a obrar siempre bien, vale muy poco para el servicio; … el contentarse regularmente con hacer lo preciso de su deber, sin que su propia voluntad adelante cosa alguna, … son pruebas de gran desidia e ineptitud para la carrera de las armas». Es decir, el espíritu militar de todos los componentes de las fuerzas armadas está estrechamente relacionado con otros principios como el honor, la ejemplaridad, la integridad y el espíritu de sacrificio. Por tanto, no cabe, no cabría justificación alguna por parte de un soldado de que las acciones llevadas a cabo fueran fruto del obedecimiento de órdenes de un superior. Sería una justificación inmoral y reprochable.

Sirvan de ejemplo los Juicios de Nuremberg llevados a cabo por los Aliados después de la Segunda Guerra Mundial, en los que se juzgaron a líderes nazis por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. En esos juicios la defensa de «obedecer órdenes» fue rechazada. Los acusados argumentaron que solo seguían órdenes de sus superiores jerárquicos, pero el tribunal determinó que las personas son responsables de sus acciones, incluso si cumplen órdenes ilegales, a menos que se encuentren en circunstancias excepcionales donde no tengan la oportunidad de negarse. Es decir, en cualquier conflicto es lícito, moralmente plausible y humanamente elogiable, desobedecer una orden que suponga un atentado a la dignidad de la persona humana. Se reconoce la libertad de conciencia como un derecho fundamental que juega un papel crítico en el mantenimiento de la paz, del orden social, la dignidad del ser humano y la seguridad. Y ello, evidentemente, asumiendo las consecuencias de cualquier tipo que pudieran derivarse.

Basta ya de genocidios

En los últimos meses Gaza se ha convertido en una radiografía de la locura del ser humano, derrotado por sus propias miserias. Los que han provocado esta catástrofe humana, los soldados directamente y los dirigentes políticos desde sus despachos, son los mismos que denunciaron el exterminio que sufrió su pueblo durante el nazismo. ¡No aprendieron la lección!

Podemos decir sin temor que la respuesta militar justificada al ataque del grupo terrorista Hamás se ha convertido, por su desproporcionalidad, en un genocidio. Cada niño muerto de hambre, cada persona asesinada por hambre, serán un peso insoportable en la conciencia del gobierno de Israel y en la de toda la sociedad. Sus ojos hundidos y tristes, los ríos de lágrimas derramadas por la desesperación y el hambre, las secuelas físicas y psicológicas de la población son un grito silencioso que nos llega a cada uno de nosotros.
Esa situación, como tantas otras que son silenciadas sistemáticamente y que están ocurriendo en los casi 60 conflictos armados que hay hoy en el mundo, es la vergüenza de un mundo que ha puesto en su escala de valores, en primer lugar, los intereses económicos, la avaricia y el afán de poder y, en último lugar, el respeto por la vida y la negación de los derechos humanos»

Es posible que nos invada la sensación de impotencia, que podamos perder la esperanza y la confianza. Nuestra esperanza nos lleva a la lucha, al compromiso de trabajar escarnecidamente por la justicia y la solidaridad. Esa es nuestra razón de ser. Tenemos el imperativo moral de transformar el mundo.
Para finalizar, me viene a la memoria la letra del canto final de tantos actos en la calle denunciando las causas del hambre, del paro, de la esclavitud, que está compuesta por Carlos Mejía Godoy en 1970.

Yo no puedo callar,
No puedo pasar indiferente
Ante el dolor de tanta gente
Yo no puedo callar.
Yo no puedo callar,
Me van a perdonar amigos míos
Pero yo tengo un compromiso
Y tengo que cantar la realidad.