Matar un ruiseñor es un grave pecado, porque los ruiseñores no hacen otra cosa que cantar para regalarnos el oído
Gregory Peck protagonizó en 1962 Matar un ruiseñor, representando a Attichus Finch, un abogado sureño que defiende a un hombre negro acusado de violación en esta adaptación al cine de una novela galardonada con el premio Pulitzer. En una ciudad del sur de los Estados Unidos, en la época de la Gran Depresión, una mujer blanca acusa de violación a un hombre negro. Aunque la inocencia del hombre resulta evidente, el resultado del juicio es tan previsible que ningún abogado haría nada para evitarla… excepto Atticus, uno de los ciudadanos más respetables de la ciudad. Su compasiva defensa le cuesta muchas amistades, pero le otorga el respeto y la admiración de sus dos hijos, huérfanos de madre.
En épocas de intolerancia, siempre pagan los mismos: los más pobres. En esta sociedad, los más pobres de los pobres son los negros, despreciados por todos, incluso por los que menos tienen. En esta situación, sólo unos pocos demuestran su respeto por la persona como tal, independientemente de su raza o condición: sin despreciarlos por su color y sin ensalzarlos por su condición de penuria.
Matar un ruiseñor es un grave pecado, porque los ruiseñores no hacen otra cosa que cantar para regalarnos el oído. No picotean los sembrados, no entran en los graneros a comerse el trigo… no hacen más que cantar con todas sus fuerzas para alegrarnos.
Tenemos la responsabilidad de no dejarnos arrastrar por lo que no se corresponda con la moral: no es ni puede ser la ley la que dicte la verdad, sino que debe ser la verdad la que oriente la ley.