Un libro denuncia que los utilizaron en experimentos sobre la sífilis y la malaria. También les inyectaron un producto letal para estudiar si eran más violentos«Estimado señor: Hace cierto tiempo, usted recibió una cuidadosa exploración médica que esperamos que le haya servido para obtener un buen tratamiento para la sangre mala. Ahora, usted va a recibir una última oportunidad para recibir una nueva revisión. Esta revisión va a ser muy importante y, tras ella, usted recibirá un tratamiento especial si se considera que está en condiciones de resistirlo».
Hace tres décadas, los habitantes de Tuskegee, en Alabama, recibían periódicamente cartas como esta, con el sello del Servicio Público de Salud del Gobierno federal, el equivalente de la Administración central en Estados Unidos. Y ése era un ofrecimiento que nadie en su sano juicio podía rechazar. En Tuskegee -un pueblo formado casi exclusivamente por negros- no había apenas asistencia médica. El analfabetismo estaba generalizado. La única actividad económica era el trabajo en la agricultura en calidad de jornaleros. Las enfermedades asolaban la región. En especial, la sangre mala, el nombre local de la sífilis. ¿Quién podía negarse a un tratamiento gratis? Nadie.
Claro que aquellas cartas no ofrecían un tratamiento gratis. En realidad, formaban parte de un plan para convertir a los voluntarios en animales de laboratorio. Entre 1932 y 1972, un total de 399 afroamericanos con sífilis de Tuskegee se apuntaron para esos tratamientos. Pero nunca recibieron terapia alguna, porque el objetivo del cruel experimento era estudiar el desarrollo de la enfermedad en su organismo.
Dinero por salud
A veces, los médicos y enfermeras -varios de ellos también negros- sólo les dieron aspirinas. Y también una comida al día, transporte hasta la clínica y 1.000 dólares de la época (entre 4.500 y 10.000 euros) para el funeral. Una cifra exorbitante, que permitía suntuosos sepelios. Muchos los necesitaron.
De las 399 cobayas humanas, 128 murieron directamente de sífilis o de enfermedades asociadas a ella. Además, 40 mujeres fueron infectadas, y 19 niños nacieron con sífilis. El experimento sólo terminó cuando en 1972 el diario The Washington Star destapó el escándalo. Aunque el Servicio de Salud Pública llegó a decir que los sujetos de los experimentos «parecían contentos de ver a sus doctores».
El experimento de Tuskegee ocupa un lugar destacado en la cultura de EEUU. El músico Frank Zappa se basó en él para su musical Thing-Fish. El éxito teatral Miss Ever’s Boys, luego llevado a la televisión, dramatiza esos acontecimientos. Y en 1997 Bill Clinton invitó a la Casa Blanca a varios de los supervivientes y se disculpó públicamente ante ellos en nombre del Gobierno.
Pero no fue un caso aislado. La periodista Harriet A. Washington acaba de sistematizar esas violaciones de la ética médica y los derechos humanos en un monumental libro, titulado Medical Apartheid, en el que explora las relaciones entre los médicos blancos y sus pacientes -transformadas en cobayas- de color. Un problema que no ha desaparecido porque, como sostiene la autora, ahora esos experimentos también se llevan a cabo en países del Tercer Mundo.
En su análisis de la crueldad disfrazada de ciencia con los afroamericanos, Washington no deja títere con cabeza. Se atreve a atacar a uno de los padres fundadores de la democracia estadounidense, Thomas Jefferson, que goza de un estatus de mito nacional, que, como parte de su espíritu ilustrado, ensayó vacunas contra la viruela en cientos de sus esclavos.
Eso pasó en el siglo XVIII. Pero Washington desentierra casos mucho más recientes. Como el de los jóvenes de Nueva York a los que, hace una década, la prestigiosa Universidad de Columbia les dio Fenfluramina -un producto que puede ser mortal- en un experimento para detectar si los negros tienen una propensión genética a la violencia. O el de los trabajadores agrícolas de Florida, que en los años 60 fueron regados con enjambres de mosquitos portadores del parásito de la malaria. O el de los niños a quienes un médico de Mississippi dejó paralíticos en los años 70 después de operar su cerebro para que dejaran de ser hiperactivos. O el de los presos de la cárcel de Holmesburg, en quienes un dermatólogo de la Universidad de Pensilvania probó medicamentos que dañaron de forma irreversible su piel. Todos eran negros. Todos ellos, al igual que los habitantes de Tuskegee, forman parte de la historia secreta de los negros como cobayas humanas.
El problema de salud del afroamericano
Probablemente ningún país haya ido tan lejos como EEUU en su autoexamen -casi, obsesión nacional- de las relaciones raciales. Porque ningún país tiene un credo nacional en el que se basa su propia existencia fundamentado casi en exclusiva en la igualdad de todas las personas con independencia de su origen, algo que no casa con las tensiones raciales que siguen plagando la sociedad estadounidense. Y ése es el análisis de Washington, para quien la ciencia corre el peligro de convertirse en ocasiones en una excelente coartada intelectual con la que ocultar comportamientos racistas o xenófobos.
Otros van más lejos. El controvertido economista de la Universidad de Nueva York William Easterly sostiene que incluso gran parte de la ayuda al desarrollo de Occidente refleja este punto de vista racista basado en que, en el fondo, los pobres no pueden ayudarse a sí mismos.
Tal vez el mejor ejemplo sea la famosa ponencia ‘El problema sanitario del negro en las ciudades del sur’, presentada por el médico William F. Brunner en la asamblea de la Asociación Nacional de Salud Americana en 1912. En ella, Brunner partía del hecho de que la tasa de mortalidad de los negros era más del doble que la de los blancos, y que las condiciones de vida en las áreas pobladas mayoritariamente por esta raza eran muy inferiores a las de población mixta. Por tanto, y dado que «el negro depende del blanco en todo lo relativo a la civilización», Brunner defendía un masivo programa de ayudas sociales para que los afroamericanos mejoraran sus condiciones de vida. Una tesis que incluía un notable paternalismo racista, y que fue utilizada por otros para prácticas como la llamada ‘operación de apendicitis’ de Misisipí, que consistió en ligar las trompas de Falopio de las negras cuando daban a luz para evitar «su multiplicación excesiva».
Pablo Pardo – El Mundo, España
30 de enero de 2007