MEDITACIONES en la ZANJA. Por Victor Frankl

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´El hombre en busca de sentido´. 1946. Escrito desde el campo de concentración de Auschwitz.


Por Victor Frankl

Mientras marchábamos a trompicones durante kilómetros, resbalándonos en el hielo y apoyándonos continuamente el uno en el otro, no dijimos una palabra, pero ambos lo sabíamos: cada uno pensaba en su mujer. De vez en cuando yo levantaba la vista al cielo y veía diluirse las estrellas al primer albor rosáceo de la mañana que comenzaba a mostrarse tras una oscura franja de nubes. Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi mujer, a quien vislumbraba con extraña precisión. La oía contestarme, la veía sonriéndome con su mirada franca y cordial. Real o no, su mirada era más luminosa que el sol del amanecer. Un pensamiento me petrificó: por primera vez en mi vida comprendí la verdad vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad de que el amor es la meta última y la más alta a que puede aspirar el hombre. (…) Cuando el hombre se encuentra en una situación de total desolación, sin poder expresarse por medio de una acción positiva, cuando su único objetivo es limitarse a soportar los sufrimientos con dignidad ese hombre puede, en fin, realizarse en la amorosa contemplación del la imagen del ser querido.

Esta intensificación de la vida interior ayudaba al prisionero a refugiarse contra el vacío, la desolación y la pobreza espiritual de su existencia, devolviéndole a su existencia anterior. Al dar rienda suelta a su imaginación, ésta se recreaba en los hechos pasados, a menudo no los más importantes sino los pequeños sucesos y las cosas insignificantes. La nostalgia los glorificaba. (…) Muchas veces nuestros pensamientos se centraban en esos detalles nimios que nos hacían llorar.

A medida que la vida interior de los prisioneros se hacía más intensa, sentíamos también la belleza del arte y la naturaleza como nunca hasta entonces. Bajo su influencia llegábamos a olvidarnos de nuestras terribles circunstancias. Si alguien hubiera visto nuestros rostros cuando, en el viaje de Auschwitz a un campo de Baviera, contemplamos las montañas de Salzburgo con sus cimas refulgentes al atardecer, asomados por las ventanucas enrejadas del vagón celular, nunca hubiera creído que se trataba de rostros de hombres sin esperanza de vivir ni de ser libres. A pesar de este hecho -o tal vez en razón del mismo- nos sentíamos transportados por la belleza de la naturaleza, de la que durante tanto tiempo nos habíamos visto privados. Incluso en el campo, cualquiera de los prisioneros podía atraer la atención del camarada que trabajaba a su lado señalándole una bella puesta de sol resplandeciendo por entre las altas copas de los bosques bávaros, esos mismos bosques donde construíamos un almacén de municiones oculto a la vista. Una tarde en que nos hallábamos descansando sobre el piso de nuestra barraca, muertos de cansancio, los cuencos de sopas en las manos, uno de los prisioneros entró corriendo para que saliéramos al patio a contemplar la maravillosa puesta de sol (…) Y entonces, después de dar unos pasos en silencio, un prisionero le dijo a otro: «¡Qué bello podría ser el mundo!»

Publicado en la Revista Autogestión 02/05/2003