Melchor Rodríguez. El Ángel rojo

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Su valentía y humanidad van a ser decisivas para atajar los crímenes masivos que en nombre de las organizaciones obreras y de la llamada Revolución se estaban cometiendo en el bando republicano. En especial se muestra dispuesto a acabar con los asesinatos masivos que los comunistas, con el joven Santiago Carrillo a la cabeza, estaban llevando a cabo en las cárceles de Madrid.

Melchor Rodriguez nació en el sevillano barrio de Triana en 1893. Tempranamente se quedó huérfano de padre al fallecer éste en un accidente en los muelles del Guadalquivir. El hogar, quedaba reducido a la miseria y al trabajo de su madre, cigarrera y costurera en diversas casas sevillanas. Había de educar a tres hijos.

Melchor cursó estudios primarios en la escuela del asilo. A los trece años trabaja como calderero. Envuelto en la pobreza, ve en los ruedos un camino para sacudirse la miseria, y movido por ese afán abandona su casa y empieza una gira de capea en capea. En la enciclopedia taurina Cossio, se cita a Melchor como el único que alternó la lidia de reses bravas con las actividades políticas.

Pronto abandonará esta experiencia y roto por una cornada, acabará en Madrid trabajando como chapista. Allí entra en contacto con los círculos libertarios, teniendo el carné nº 3 de la Agrupación Anarquista de la Región Centro, y llegando a ser el presidente del sindicato de carroceros. En las filas de la CNT comienza una lucha en favor de los derechos de los presos, incluso de los presos de ideologías contrarias, lo cual le hace acabar tras las rejas en multitud de ocasiones a lo largo de la monarquía y la República.

Comenzada la Guerra Civil española, es nombrado director general de prisiones, pues conocía a los funcionarios de prisiones y las cárceles como su propia casa. Tomó posesión el 17 de noviembre de 1936.

Su valentía y humanidad van a ser decisivas para atajar los crímenes masivos que en nombre de las organizaciones obreras y de la llamada Revolución se estaban cometiendo en el bando republicano. En especial se muestra dispuesto a acabar con los asesinatos masivos que los comunistas, con el joven Santiago Carrillo a la cabeza, estaban llevando a cabo en las cárceles de Madrid. Ante los horrorosos acontecimientos que descubre, se ve obligado a dimitir de su cargo. Pero el Gobierno que ya había huido a Valencia, no sólo no admite su renuncia, sino que le dan plenos poderes. Gracias a esto paraliza las masacres, y las cárceles dejarán de ser una pesadilla, para convertirse en un lugar seguro, hasta el 1 de marzo de 1937, en el que el nuevo gobierno del socialista títere de los comunistas, Negrin, lo destituye.

Apenas había durado tres meses en el cargo, pero ese tiempo había bastado para salvar miles de vidas, que desde entonces lo conocerían con el apelativo cariñoso del «ángel rojo». Muchos de sus correligionarios, sin embargo, le acusaban de ser el ángel traidor, pues incluso en esos terribles años de ceguera sectaria, para Melchor toda vida humana era sagrada. No le perdonaron que salvara a Raimundo Fernández Cuesta (Número dos de Falange), a Muñoz Grandes (el general de la División Azul), a Javier Marín Artajo (diputado de la CEDA), a los hermanos Quintero (famosos comediógrafos)… En 1938 se jugó el cuello por permitir que en el funeral de Serafín Álvarez Quintero se exhibiera un crucifijo, cumpliendo la última voluntad del finado. Fue el único crucifijo que se exhibió en público en el Madrid rojo.

Pero el episodio, por el cual la Asamblea de las Naciones Unidas le ha distinguido, sucedió el 8 de diciembre de 1936 en la cárcel de Alcalá de Henares: dos días antes se habían asesinado a los 319 presos de la cárcel de Guadalajara. Tras un bombardeo del ejército nacional en Alcalá, de nuevo la consigna se apoderó de las masas enfervorecidas: A la prisión, a no dejar un preso con vida. El alcalde y el director de la prisión se consideraron impotentes para frenar a la milicia de obreros. Cuando ya estaban a punto de abrir las celdas, se presentó Melchor dispuesto a parar esa locura. Se interpuso con su cuerpo, y gritando que si alguien quisiera matar a un solo preso, primero tenía que acabar con él. Tras horas de discusión, amenazas de muerte contra él, y apuntándole todos los fusiles consiguió disolver a los violentos. Ese día salvó la vida de 1.532 personas. Recibió el reconocimiento de multitud de embajadas de países europeos e iberoamericanos, incluso de D. Juan de Borbón.

Tras su destitución por los comunistas fue nombrado Delegado de cementerios, trabajo que como todos los suyos, se tomó muy en serio. Él mismo revisaba los nichos y sepulturas. Con la entrada de las tropas de Franco, y a pesar de disponer de coche por su cargo oficial, se quedó en Madrid. En noviembre de 1939 fue juzgado por un Consejo de guerra. Incluso el fiscal resaltó sus grandes virtudes cristianas. Pero la injusticia franquista fue implacable. Seis años de cárcel. Después vivió modestamente como empleado de seguros, rechazando toda ayuda económica. En una ocasión quisieron remunerarle por el acierto de Melchor en un slogan que anunciaba anís. No aceptó ningún cheque. Acogió en su modesto piso a un banderillero y su mujer, amigos de juventud que se habían quedado en la ruina.

Un día, al volver a casa, encontraron a Melchor desmayado y caído en el suelo, con una herida en la cabeza. Lo trasladaron al Hospital Francisco Franco, y allí fue a verle su íntimo amigo Martín Artajo (Ministro de Asuntos Exteriores). Cuando Melchor recobró la lucidez charlaron largo rato. Martín Artajo llevaba una corbata con los colores anarquistas, y también un crucifijo. Al final de la conversación, Melchor Rodriguez besó la imagen. Descansó en paz en 1973. Su entierro, sencillo, tuvo rango de funeral de Estado, con presencia de ministros, anarquistas, jerarcas del régimen, ex-presos de varias ideologías y supervivientes de las cárceles del 36. Sobre su ataúd cubierto con la bandera anarquista y con un Crucifijo, se rezó un Padrenuestro multitudinario y se cantó el himno anarquista, con la hermosa música de la Varsoviana: Negras tormentas agitan los aires…

(Publicado en la Revista Autogestión num.61)