En una ocasión visité el perímetro de doble vallado de Melilla. Me embargó la sensación de estar ante un campo de concentración y una lágrima de impotencia nubló mi vista. Allí se materializaba en toda su crudeza eso de la ´Europa Fortaleza´ y que quienes vivimos en la abundancia somos una isla en medio de un inmenso océano de necesidades…
ESTEBAN TABARES, CCP-Sevilla, comunidad cristiana de «Palmete», asociación «Sevilla Acoge» .
Nos enseñaron un conocido refrán: «¿Quién le pone puertas al campo?» para expresar que hay situaciones que no se pueden controlar o limitar. Pero ese viejo refrán ya no vale, porque al campo le ponen todas las puertas que se quieran. Recordemos a los palestinos ante el inmenso muro de nueve metros de altura que divide el territorio en varios trozos e incomunica a poblaciones enteras. ¿Qué sentirán? A casi todos nos parece una injusta barbaridad. Sin embargo, llama menos la atención el doble muro –esta vez de alambradas de púas cortantes y tres metros de altura, que ahora están alzando hasta seis- que separa a Ceuta y Melilla de Marruecos. Un muro costeado en gran parte con dinero de la UE y legitimado políticamente porque frena la entrada clandestina de inmigrantes africanos. Y éstos, ¿qué sentirán?
En una ocasión visité el perímetro de doble vallado de Melilla. Me embargó la sensación de estar ante un campo de concentración y una lágrima de impotencia nubló mi vista. Allí se materializaba en toda su crudeza eso de la «Europa Fortaleza» y que quienes vivimos en la abundancia somos una isla en medio de un inmenso océano de necesidades. Esa valla y muchas otras nos ponen a salvo del asalto de los empobrecidos, que ahora se les denomina «menos favorecidos», pues la palabra «pobre» hoy día suena mal y parece demagógica.
Al otro lado de la valla-frontera de Melilla y Ceuta acechan a la suerte varios cientos de africanos procedentes del Congo, Mali, Níger, Burkina… donde la guerra, la sequía, la inseguridad, la necesidad hacen insufrible la vida de las mayorías. Han viajado miles de kilómetros, atravesado el desierto, pagado sobornos y padecido mil abusos –especialmente las mujeres- para entrar finalmente en vía muerta: no pueden volver ni avanzar. Semiescondidos y refugiados en las colinas cercanas de la zona marroquí, malviven en condiciones indescriptibles. «Tengo envidia de los perros porque ellos tienen comida y nosotros no», decía un inmigrante. Se están alzando y reforzando las vallas y la vigilancia. Además, con el frío del invierno vendrá lo peor: cómo cobijarse y abrigarse en medio del monte, sin nada de nada. De ahí los repetidos intentos que han protagonizado en las últimas semanas para saltar la dos vallas. No pueden esperar mucho más.
Ya han perdido la vida varias personas en el arriesgado salto, que realizan con la ayuda de precarias y frágiles escaleras hechas con ramas de pino o eucalipto y recios guantes en las manos para protegerse de la afilada alambrada que corona la valla metálica. Muertos, heridos, apaleados, hospitalizados, detenidos. Y seguirán más y más.
Al margen de los detalles y culpabilidades a esclarecer, las muertes están ahí. La cuestión de fondo es qué hacer para que no sucedan nunca más. Carlos Cano cantaba: «Si estuvieran abiertas todas las puertas / nadie las abriría con violencia / y habría paz / y habría amor / y el mundo estaría mejor». Pero no, la orden es cerrarlas más aún. Nuestro Ministerio del Interior ha decidido acelerar los trámites para completar la elevación de la altura de la valla que marca la frontera y controlarla más fuertemente con la intervención ahora de nuestro ejército, como si de una invasión o una guerra se tratase. Por eso interviene el Ministerio de Defensa: los empobrecidos son «peligrosos».
La inmigración actual en todo el mundo es un fenómeno muy complejo y no puede abordarse con un simple control de fronteras, ni sólo con admitir cupos de «mano de obra» que aquí necesitemos según cada campaña o momento económico. No hay soluciones simplistas ni a corto plazo. Abordar la inmigración como un problema de orden público es un camino sin salida. Dejarla en manos únicamente de la solidaridad de la buena gente es eludir la responsabilidad política de quienes fueron elegidos para hacer una sociedad más justa.
La inmigración plantea un hondo desafío a nuestro discurso sobe los derechos humanos y a nuestra ensalzada globalización económica. No hay verdadera universalidad de los derechos si éstos son únicamente para nosotros, los privilegiados. El discurso universalista es mera retórica si siguen fuera del mismo los empobrecidos y excluidos sociales por miles de millones. Lo acabamos de constatar en la última asamblea general de la ONU: pocos acuerdos se han anudado para combatir la pobreza en el mundo.
Es injusta y falsa la llamada globalización cuando ésta sólo a nosotros beneficia, mientras que el 85% de la Humanidad queda al margen y es excluida como «no solvente», como población «excedente». La inmigración viene a sacar a la luz las propias contradicciones internas de nuestro ensalzado modelo económico y social. Si no sabemos o no queremos resolverlas, la cuestión de la inmigración seguirá agudizándose como asignatura pendiente. Mientras tanto, nos quedamos tranquilos haciendo a las víctimas culpables de su situación insostenible; o protegiéndonos ilusamente contra sus intentos de llegar a este lado. ¿Hasta cuándo?