Millones de inmigrantes son víctimas de un sistema económico imperialista

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A mayor persecución, mayores cuotas de sufrimiento humano; a mayor sufrimiento, mejores oportunidades de negocio para traficantes de humanos y agentes migratorios. Pero eso es secundario, parte de los beneficios colaterales del fenómeno.

Sus cadáveres aparecen en las playas del Pacífico nicaragüense; se ahogan por docenas en el estrecho de Gibraltar; se asfixian en camiones de carga y furgones de ferrocarril en muelles de Europa; se calcinan en el desierto de Arizona; son atropellados en carreteras y vías férreas; son extorsionados, asaltados, violados y asesinados con impunidad casi total; representan la posibilidad de ascensos o de ingresos adicionales para miles de efectivos policiales de tres continentes; su patrimonio se reduce a lo que cabe en una mochila o una bolsa de plástico; carecen de identidad legal; constituyen el insumo principal para empresas honorables que apuestan por la rentabilidad, la competitividad y la excelencia; son millones.






En grandes zonas de Africa, Asia e Iberoamérica, la agricultura sólo ofrece dos horizontes: el autoconsumo o el ingreso a un mercado mundial despiadado en el que se requiere de capitales, ingeniería de punta y empresas de transporte.


Los humanos han sido nómadas desde siempre, pero la supresión en curso de fronteras comerciales y financieras ha tenido el efecto de una glaciación y ha acelerado y masificado las migraciones obligadas desde los países y continentes pobres hacia Europa y Estados Unidos o, cuando menos, hacia las «economías emergentes» más cercanas. En grandes zonas de Africa, Asia e Iberoamérica, la agricultura sólo ofrece dos horizontes: el autoconsumo o el ingreso a un mercado mundial despiadado en el que se requiere de capitales, ingeniería de punta y empresas de transporte.


El artesanado pierde su razón de ser ante la multiplicación de bienes de consumo desechables, fabricados por una industria igualmente nómada que basa la razón principal de su éxito en remuneraciones de estricta subsistencia a su mano de obra. Para emplearse en los servicios es necesaria una capacitación inalcanzable para la mayoría. En el mejor de los casos, los lugares de origen sólo ofrecen a sus ciudadanos escenarios de supervivencia. Para dejar de sobrevivir y empezar a vivir hay que tomar el tren, el autobús, la balsa improvisada.


Si los teóricos y los exaltadores de la globalización obraran con una pizca de buena fe – tendrían que abogar por la supresión de las fronteras migratorias con el mismo afán con el que preconizan la eliminación de las barreras comerciales, fiscales y financieras: a fin de cuentas, el trabajo es una mercancía más, y no debería haber razón para excluirlo de la liberalización que permite el libre tránsito mundial de escobas, computadoras, divisas o costales de cemento. Pero, si no en el discurso, en los hechos al menos hay una correspondencia entre la acentuación del libre comercio y la intensificación en cascada de los controles migratorios: Washington blinda el Río Bravo, México fortifica el Suchiate y -el colmo- Guatemala repella sus fronteras con El Salvador y Honduras. A todo esto, con el trabajo migrante ocurre lo contrario que con las drogas: mientras más perseguido, más barato. El embajador estadunidense en México, Tony Garza, se ofendió cuando compararon con el Muro de Berlín las murallas que su gobierno piensa construir en la frontera común. El dispositivo estadunidense es diferente al de la extinta República Democrática Alemana, en efecto, pero igualmente canalla: no está concebido para fortalecer la seguridad nacional sino como una válvula del aparato de obtención de máximas utilidades económicas.


A mayor persecución, mayores cuotas de sufrimiento humano; a mayor sufrimiento, mejores oportunidades de negocio para traficantes de humanos y agentes migratorios. Pero eso es secundario, parte de los beneficios colaterales del fenómeno.






Los globalizadores diseñaron un organismo mundial expresamente consagrado a fomentar el libre flujo de mercancías por el planeta -la Organización Mundial de Comercio-, pero no fue de su interés crear algo equivalente para el libre tránsito de personas.
Lo sustancial es que los flujos mundiales de mano de obra en condiciones de irregularidad migratoria aportan a los capitales de Estados Unidos y Europa un abasto casi inagotable -y regulable a voluntad de los gobiernos- de un trabajo baratísimo y fácilmente explotable. Significativamente, los globalizadores diseñaron un organismo mundial expresamente consagrado a fomentar el libre flujo de mercancías por el planeta -la Organización Mundial de Comercio-, pero no fue de su interés crear algo equivalente para el libre tránsito de personas.


La organización vendrá de abajo. En Estados Unidos se ha activado ya un movimiento multitudinario de migrantes. Tarde o temprano ocurrirá algo semejante en Europa. La lucha contra la persecución de los trabajadores migratorios debe ser, por supuesto, mundial. Las víctimas de esa persecución vienen de todas partes y están en todos lados; su infortunio es uno de los pilares del crecimiento económico planetario. Tarde o temprano derribarán los muros. Son millones.