Cinco mil mineros en régimen de esclavitud. En nuestros bolsillos llevamos una muestra de aquello por lo que se juegan la vida: una bolsita con un polvo gris llamado manganeso, una pepita de oro y un fondo de pequeñas y brillantes rocas oscuras, columbita y tantalio, más conocidas como coltán, el material del que está hecho el corazón negro de esta montaña. Un puñado de arena por el que morir.
«A veces la montaña se hunde, los mineros quedan sepultados para siempre y la gente los olvida». Inocence recorre a diario la hora a pie que lo separa de su puesto en la mina de Rubaya. Es la explotación de coltán más grande del Congo, fuente de riqueza para la industria tecnológica mundial y de calamidad para decenas de mineros que, a diario, se dejan la vida en sus cavernas. Este adolescente de 16 años se ha comprometido a guiar a los dos periodistas blancos hasta la cantera y cumplirá su palabra. Desde las faldas de la colina se escucha un hormiguero de miles de almas moviéndose entre la niebla. «¿Escucháis eso?», pregunta Inocence. «Es el rumor de la mina. Está cerca».
El camino transcurre entre empinadas sendas chocolateadas de barro con vistas a un precipicio de bruma. En el ascenso Inocence se cruza con la primera víctima del día. Varios hombres portan el cadáver de un minero en una mortaja improvisada cubierta por un plástico. «Contad lo que sucede aquí. Que se sepa», dice alguien. En nuestros bolsillos llevamos una muestra de aquello por lo que se juegan la vida: una bolsita con un polvo gris llamado manganeso, una pepita de oro y un fondo de pequeñas y brillantes rocas oscuras, columbita y tantalio, más conocidas como coltán, el material del que está hecho el corazón negro de esta montaña. Un puñado de arena por el que morir.
Hace unos meses varios lobbies tecnológicos, interesados en blanquear su responsabilidad sobre la explotación de minerales de sangre, insistían que el coltán ya no se usa en la construcción de móviles, tabletas, consolas o cámaras, y que las minas estaban cerrando. No dicen la verdad. La demanda de este mineral, con un 83% de sus reservas bajo tierra congoleña, sigue superando con mucho a la oferta. Hasta 5.000 mineros, muchos de ellos niños y adolescentes, todos en régimen de semiesclavitud, le hacen cosquillas a esta colina primero a cielo abierto, y después, cuando ya no queda mineral en la superficie, en profundas galerías en las que comerán, dormirán y vivirán de sol a sol siete días a la semana, 365 días al año, sin descanso posible.
Varias mujeres suben nuestro mismo camino descalzas y con dos cajas de refrescos atadas a la cabeza, sacos de grano y mazorcas de maíz. Ascienden para abastecer al bosque de picos y palas que trabaja allá arriba. Dentro de la mina, alumbrándose con antorchas, montan su mercadillo, para que así los trabajadores no tengan que salir y puedan seguir picando.
Las botas curtidas de Inocence avanzan a ritmo de marcha militar, a mucha más velocidad que las nuestras, torpes en las arenas movedizas que amenazan con despeñar la montaña a trozos. La vegetación se vuelve frondosa cerca de la explotación, aunque cuesta ver entre tinieblas. «Hemos llegado», nos anuncia nuestro guía. Toda una legión de mineros se gira desconfiada para escudriñar a la expedición. Nos reciben con recelo, algunos con sorpresa por ver a blancos en la cima. Los obreros trabajan al desnudo, sin casco ni protección alguna, algunos descalzos. La regla numero uno es excavar. Regla número dos no hay. Varios llevan camisetas del Real Madrid y del Barcelona falsas y agujereadas. Los más afortunados visten botas de lluvia para moverse entre rocas y barro. Otros avanzan con sacos en la cabeza sobre caminos invisibles entre los cráteres. «Para entrar en las galerías tenéis que pedir permiso al chef de la mina», nos apunta uno de los capataces congoleños.
En la cumbre de Rubaya rige la misma ley que en su base: nadie prohíbe el acceso pero nadie lo permite. Hasta ahora todos los intentos por conseguir un permiso para llegar a la explotación minera habían sido en vano. Nadie nos había dado autorización pero tampoco nos la niegan. Al chef de poste, el responsable de esta anarquía, no podíamos molestarlo «porque está borracho», según nos decían en este pueblo de casas de madera, que parece sacado de un western crepuscular.
La movilidad es un deporte de riesgo en la cantera. Un paso en falso puede ser mortal, pero aquí la prevención de riesgos laborales es una quimera. El paisaje lunar de Rubaya es implacable. «Sabemos movernos aquí y pocos caen. El peligro de verdad está en los derrumbamientos», nos cuenta François, uno de los capataces. En época de lluvias la tierra mojada rompe en pedazos la montaña y muchos mineros mueren dentro de las galerías, algunas a 150 metros de profundidad, asfixiados por gas carbónico o aplastados en las cavernas.
UNA DANZA MACABRA
Nadie vuelve a entrar en ese filón en varios meses y nada más se vuelve a saber de ellos. «A veces hemos encontrado esqueletos de obreros que quedaron atrapados quién sabe cuándo», explica. Nadie sabe cuánta gente muere en esta mina. Una ONG se ha comprometido a contar los muertos, pero hasta ahora su número es un misterio. «Hay días que caen 30 o 40 personas», dice François, sepultadas por galerías sin apuntalar. Alguien tachará sus nombres de una lista y contratará a sus sustitutos. Más carne para la picadora.
Es mediodía y hay casi tanta población en la mina que en la ciudad de Rubaya. Miles de picos bailan bajo la lluvia y la niebla como en una danza macabra. Con sus palas nos abren peldaños seguros en la marisma indomable del barro para que no caigamos sobre el barranco. Mientras, en la cantera al aire libre, cavan agujeros en la tierra como si cavaran su propia tumba. «Entramos a las cuatro de la madrugada y salimos a las seis de la tarde. Pasamos toda la jornada en la oscuridad», explica otro minero de rostro negro carbón.
James, traficante más habituado a la planicie cómoda de la aldea, vive en la zona vip del far west de Congo. Nos conduce entre caminos fangosos hasta su morada. Aparta los sacos de mercancía y nos ofrece asiento en la madera ennegrecida. Ahuyenta a los curiosos y cierra las cortinas para mayor intimidad. Lleva el polvo negro en su bolsillo y nos ofrece una muestra para que comprobemos su pureza a la espera de que compremos los sacos de mineral y sellemos su pacto de sangre. El muzungu (hombre blanco, en suahili) sólo pisa este infierno para llevarse coltán, oro o manganeso.
Nos cuenta que recoge la mercancía en el río, donde la lavan y separan el mineral de la arena. A diferencia de Inocence, no baja a las tinieblas salvo contadas excepciones. Son sus peones, a un dólar por día, los que le llevan el tesoro en bandeja. Él se embolsa por venderlo unos 1.500 euros al mes. Asegura desconocer para qué sirve lo que acaricia en su bolsillo. «Nos han dicho que se usa para fabricar cacerolas, cosas para la cocina», dice.
Cada minero cobra aproximadamente un dólar por 14 horas de trabajo. El capataz, un 10% de lo que saque toda su cuadrilla, sobre 10 euros, que es en ese punto lo que vale cada kilo de coltán. Pero el señor de la guerra que controla la zona reclamará su parte. En este caso, el ejército congoleño venció hace una semana a la peligrosa milicia Nyatura, que gestionaba la mina. Pero nada ha cambiado. El nuevo jefe, despanzurrado en el cuartel de la aldea junto a una amenazante escolta de balas cruzadas sobre el pecho, también exige su mordida.
VIOLACIONES MASIVAS
En esta zona del país hay entre 5.000 y 6.000 rebeldes congoleños repartidos entre 30 grupos armados. Además del odio racial, les mueve la posesión de las zonas minerales, el maná por el que masacran poblaciones enteras y montan violaciones masivas. Por ejemplo, en 2005 Human Rights Watch denunció al gigante AngloGold Ashanti por apoyar a los soldados del Frente Nacionalista e Integracionista para garantizar la posesión de la mina de oro de Mongbwalu. En sus alrededores mataron a 2.000 civiles.
El traficante que compre ese mineral ya cribado a pie de mina multiplicará su valor cuando lo deje en la frontera con Ruanda o Uganda (los principales cómplices de este negocio) por la noche, lejos de miradas indiscretas. El transporte por estos caminos, infestados de salteadores y milicias sin control, volverá a incrementar el coste. Ya en Goma, capital de Kivu Norte y epicentro de la sangrienta guerra congoleña, entrará en juego un oscuro entramado de intereses, empresas tapadera de grandes multinacionales como Great Lakes Mining Company, A&H Metals, Sogem, Cabot o HC Starck, funcionarios corruptos y gobiernos con pocos escrúpulos como el belga y el chino para participar de este juego antiguo: el saqueo del Congo. El precio de mercado del coltán, cuando llegue a las zonas fabriles de Shanghai o Ciudad Juárez, en México, estará entre 350 y 400 euros el kilo.
EL NEGOCIO DE LA MUERTE
Hay marcas más legales que otras. La casa Fairphone obtiene coltán y oro del Congo para sus teléfonos móviles, pero se asegura que en sus minas todo el mundo cobre un precio justo, no haya esclavitud infantil, se cumplan unos estándares de seguridad y el comercio de esa mercancía sea justo y transparente. ¿Su precio? 325 euros.
En la lista anual que realiza la ONG Raise Hope For Congo hay empresas que cumplen determinados protocolos para evitar los llamados minerales de conflicto en sus aparatos o componentes electrónicos. La más limpia es Intel, seguida por HP o Phillips. Entre las que no cumplen sorprende ver la firma de la cámara que usamos para fotografiar esa mina: Canon.
El oro que James, el traficante, nos enseña en forma de pepita ha salido de la cercana cantera de Numbi, la misma que gestionó durante años Terminator Ntaganda, un criminal de guerra que ahora se sienta en La Haya. Del Congo viaja a Dubai. La compraventa se lava en bancos suizos, como denuncia Enoght Proyect. De ahí al mercado. Es un tipo de oro que puede usarse para cosmética de alta calidad, de la que utilizan las estrellas de Hollywood. La organización Enoght denuncia la ausencia de transparencia sobre este comercio y el origen sangriento de estos minerales. ¿Cuántos anillos regalados en este San Valentín han salido de este infierno?
Éste es un gran negocio para todos menos para el Congo, que recibe a cambio una guerra de dos décadas, con más de cinco millones de muertos, que favorece un estado fallido incapaz de cobrar impuestos. Naciones Unidas despliega un enorme contingente de cascos azules que supone un gran beneficio para los países que ceden soldados, en especial India y Pakistán. También el conflicto es rentable para el despliegue de ONG, que se aseguran un incesante flujo de fondos para ayuda humanitaria. Países como Ruanda y Uganda venden un mineral que no es suyo y alimentan a grupos armados para que ese comercio no cese. Y todos esos sacos de casiterita, coltán, oro, diamantes, uranio, tungsteno o manganeso llegan baratos y puntuales al primer mundo. ¿A quién le conviene que la guerra termine?
La muestra que nos dio James pasa la frontera con Ruanda oculta en un calcetín y llega a España como un puñado de arena. Pero parte del mineral de esa misma veta nos rodea en cada uno de los aparatos que compramos. Baterías, condensadores, circuitos… Un puñado de arena por el que morir.
Autor: Raquel Villaécija – Alberto Rojas