La mundialización actual es, sobre todo, la mundialización de los mercados en función de la libertad del capital para invertir donde, cuando, porque, como, por quien y con quien quiera, con el fin de maximizar su rendimiento. Por eso, la mundialización de hoy avanza bajo el signo de la liberalización, de la falta de reglamentación, de la privatización y de la competitividad. La actual piratería se impone bajo la forma de la apropiación privada mundial de los recursos biológicos perpetrada por las empresas multinacionales bioquímicas, farmacéuticas y agroalimentarias, gracias a las patentes que la legalizan.
Esta libertad del capital se admite hoy más que nunca, porque el capital se identifica con las nuevas tecnologías y, por tanto -en una sociedad como la occidental, dominada a partir del siglo XIX por el positivismo tecnocientífico-, con el progreso, del que se considera principal promotor y productor.
Todo este clamor que se produce en torno a la «nueva economía», que se supone que está basada en la e-economía (donde la «e» equivale a electronic based), se resuelve de hecho en una exaltación del capital y en la ecuación capital= «e-economía»= «nueva economía»= «progreso». El matrimonio entre mundialización y tecnología se consuma así gracias al capital.
El triunfalismo que a propósito de la «nueva economía» caracteriza a los líderes del mundo occidental ha encontrado una fuente de afirmación acentuada en las nuevas tecnologías de la ingeniería genética. Con ellas, la «nueva economía» no se limita a inundar el planeta con una infinidad de superautopistas de información y comunicación. Las nuevas biotecnologías prometen transformar la Tierra en una gran biofábrica al servicio -según aseguran nuestros dirigentes- de la mejora de la salud y de las condiciones de vida de todos los habitantes.
¡Sería bonito poder creerlo!
Por desgracia, si se usan otros parámetros, como el fomento del bien común, la salvaguardia del derecho a la vida de todos los seres humanos y de su igualdad en el ámbito de la ciudadanía, la práctica de la solidaridad y de la cooperación, nos damos cuenta de que el matrimonio entre la mundialización y la tecnología se ha traducido, sobre todo, en: primero, una piratería legalizada de los bienes comunes de la humanidad; segundo, en la expropiación autorizada de los derechos de ciudadanía; tercero, en un apartheid tecnosocial mundial legitimado.
La piratería legalizada de los bienes de la humanidad no se manifiesta sólo en las formas tradicionales, como por ejemplo la explotación a un precio ínfimo de la mano de obra de los países pobres que lleva a cabo el capital mundial. Es bien sabido que la opinión pública mundial criticó duramente a la empresa norteamericana Nike, en 1997, por los míseros salarios que concedía a sus trabajadores. Ese año, Nike ofreció a Michael Jordan, a título de honorarios publicitarios, una suma superior al salario total de 22.000 trabajadores asiáticos. La actual piratería se impone bajo la forma de la apropiación privada mundial de los recursos biológicos perpetrada por las empresas multinacionales bioquímicas, farmacéuticas y agroalimentarias, gracias a las patentes que la legalizan.
Se puede decir que el único verdadero «derecho mundial» que existe es el «Derecho de propiedad intelectual». Esto permite al capital privado adueñarse, a menudo en contra de la voluntad de las poblaciones locales, de la propiedad (aunque sea por 17 años) y del control (excepto de otra empresa más poderosa) del capital biótico mundial, un 92% del cual está localizado en Asia, África e Hispanoamérica. Por eso, Vandana Shiva, una investigadora india, habla con razón de biopiratería. Lo que explica también la actual y creciente oposición en todo el mundo a los OGM (Organismos Genéticamente Modificados).
La primera forma que toma la expropiación autorizada de la ciudadanía es la de la reducción de la persona humana a «recurso humano», cuyo derecho a la existencia depende únicamente del grado de rendimiento y utilidad para el capital. Los derechos del «recurso humano» están emparedados entre la mundialización y la tecnología. La mundialización (especialmente del mercado del trabajo), porque la existencia en otra parte del mundo de un «recurso humano» menos costoso y más rentable pulveriza el derecho al trabajo de los demás «recursos humanos»; la tecnología, porque ésta determina el grado de ocupación del «recurso humano» en la medida en que éste sustituya o no al trabajo humano. Cuanto más capital se dé a las tecnologías sofisticadas e «inteligentes», menos derecho a opinar tiene la persona humana. El capital, por tanto, puede apropiarse de cuotas mayores de plusvalía en la redistribución de los beneficios. Al «recurso humano» no le corresponde ningún derecho «natural», sino sólo el deber de demostrar su ocupación.
La segunda forma de expropiación es la tendencia en los llamados países desarrollados a la mercantilización de cualquier bien y servicio. Todo se reduce a mercancía y se somete a las «reglas» del mercado. Así ha ocurrido con los transportes aéreos, los teléfonos, los seguros, los bancos, los trenes, los servicios de correos. Así está ocurriendo con la salud, la seguridad, las pensiones, el empleo, la educación, la electricidad, el gas e incluso el agua. Cada vez hay menos «bien común» y más «bienes privados». Los principios que regulan el «vivir juntos» son, cada vez en mayor medida, la utilidad individual, el rendimiento financiero, la productividad, los resultados. Los derechos del ciudadano son proporcionales y existen sólo a través de los derechos de los consumidores y los derechos de los accionistas. Si uno no es consumidor solvente ni accionista de cierto peso, no tiene mucho que decir ni mucha influencia.
El apartheid tecnosocial mundial legitimado ya no supone un riesgo. Es ya una realidad -sólo en apariencia paradójica- del sistema actual. En teoría, las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación (para simplificar, Internet) pueden ser un instrumento potente y eficaz de democratización y de fomento de la creatividad individual y de la diversidad cultural. En realidad asistimos a la aparición de un apartheid tecnológico (los norteamericanos hablan de digital divide) a escala mundial entre los que «saben y tienen acceso a los nuevos e-conocimientos» y los que «no saben y no tienen acceso». El apartheid es el resultado de la acumulación de viejos y nuevos abismos sociales entre instruidos y analfabetos, hombres y mujeres, ricos y pobres, patrones y trabajadores, jóvenes y ancianos, blancos y de color, urbanos y rurales, los angloparlantes y los demás. Internet está hecho, más que nada, por y para los hombres instruidos, blancos, jefes, english speaking, jóvenes, urbanos. La legitimación del nuevo apartheid se basa en la desigualdad en los niveles de formación y de conocimientos.
Por tanto, es aconsejable no ser una mujer analfabeta, pobre, de color, trabajadora, anciana, rural, not english speaking.
¿Quién dijo que ya no existían las clases sociales?