Se cumplen ahora veinte años de la decapitación de los siete monjes trapenses del monasterio de Nuestra Señora del Atlas en Tibhirine (Argelia) por parte de terroristas islamistas; se dedicaban a la oración y al cultivo de los campos
Su testimonio-martirio silencioso es uno de los bellos eslabones contemporáneos de la espiritualidad de encarnación.
Se hicieron pueblo por amor a Jesús y a los pobres. Siendo franceses se sembraron en tierra extranjera, en una cultura impregnada por el Islam al que reconocían como alma de Argelia. Su encarnación asumió el peligro inminente de muerte. Cuando la guerrilla exigió que todos los foráneos salieran del país, ellos se negaron por fidelidad a la gente del lugar. La casi totalidad de los misioneros extranjeros presentes en Argelia hicieron lo mismo. La gente sencilla de Tibhirine los hizo de su familia y los acompañaba. De hecho, el grupo “Vínculo de paz” que los monjes pusieron en marcha para que cristianos y musulmanes dialogasen y orasen juntos sigue todavía ahora.
Se hicieron profecía viviente. Frente al imperialismo neocapitalista de occidente y el fundamentalismo de las minorías violentas que utilizan el Islam para justificar intereses bastardos. El primero sigue saqueando África como lo hizo en los siglos pasados; ahora con buenas formas, testaferros y lenguaje políticamente correcto, pero con la misma crueldad. El integrismo islamista es una falsa alternativa, alentada por intereses geoestratégicos, que se aprovecha de la frustración de una población explotada y que contraría la naturaleza pacífica y dialogante de la mayor parte de los argelinos. Frente a uno y otro, los nueve mártires siguieron el camino de Jesús: la no violencia activa.
Amaron a sus enemigos, entregando la vida por ellos. Perdonaron a sus asesinos. En su testamento espiritual, el prior Christian-Marie Chergé ya dos años antes había previsto el martirio y dejaba constancia de su respeto a la fe islámica, de su amor al pueblo argelino, de su perdón “al amigo del último momento que no habrá sabido lo que hacía”.
Se hicieron pobres, hasta de sí mismos, que es la radical pobreza. No sólo habían donado casi toda la tierra del Monasterio, sino que también compartieron su jardín con el pueblo y no se quedaron prácticamente nada para ellos. No sólo trabajaban con sus manos los cultivos, como los sencillos labriegos, sino que se sabían parte de la inmensa muchedumbre de los que no cuentan, de los descartados.
Editorial de la revista Id y evangelizad