Nacionalismo cultural catalán: la verdad de las mentiras. La Cataluña real: plural y mestiza.

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Parece increíble que a estas alturas haya quien se pregunte si es escritor catalán quien no escribe en esa lengua. La pregunta equivalente: «¿Se puede considerar catalán a quien no habla en catalán?», resultaría absurda, quitaría la condición de catalán a la mayor parte de los habitantes de Cataluña…

Por Félix Ovejero.

Parece increíble que a estas alturas haya quien se pregunte si es escritor catalán quien no escribe en esa lengua. La pregunta equivalente: «¿Se puede considerar catalán a quien no habla en catalán?», resultaría absurda, quitaría la condición de catalán a la mayor parte de los habitantes de Cataluña. Lo que no es es escritor en lengua catalana. Pero que el ruido no nos confunda: no hay lengua propia de «Cataluña», hay la lengua de los catalanes, dos, desde hace tiempo. ya a finales del siglo XV se imprimían en Cataluña tantos o más libros en castellano que en catalán. Y hoy Barcelona sigue siendo el principal centro editorial del mundo en castellano. El castellano no es un injerto extraño de la cultura catalana. Por eso en Frankfurt debería estar presente toda la cultura catalana, plural y mestiza como la sociedad catalana.
Cuando me plantean si los escritores castellano-hablantes tienen hoy motivos para sentirse perseguidos, mi respuesta es categórica e inmediata: no, no los tienen. No, al menos, más que un ciudadano común que tiene un comercio y puede ser denunciado, víctima de delación, por no rotular o tener impresos o no contestar en catalán. Lo que sí hay es una legión de casos que muestran las trabas de los agentes culturales institucionales a la difusión de la literatura en castellano. Y que afectan, indirectamente, a la propia literatura en catalán. Por ejemplo, hace un tiempo, antes de que falleciera el poeta, una editorial quiso hacer un libro bilingüe con poemas de Miquel Bauçà: el trabajo estaba listo y realizado por buenos conocedores de su obra, y, ante esa iniciativa, que pretendía difundir la obra poética de un autor en catalán en el ámbito de lengua castellana, la respuesta fue: «no es prioridad, para los derechohabientes de esta obra, su difusión en esa lengua (el castellano). Primero nos esforzaremos en darla a conocer en otras.»

Otra cuestión muy distinta es la eficacia de las medidas concretas de la Generalitat para fomentar la difusión del libro en catalán. Este año, por ejemplo, se han destinado 3´2 millones de euros, una cifra que convendría no descuidar cuando se asegura que el «expolio» fiscal impide hacer política social. Y, sin embargo, a pesar de ese esfuerzo económico, el número de lectores en catalán no aumenta. De hecho, ése es un lamento continuo. Lo podemos valorar como queramos, pero el hecho indiscutible es que no hay detrás una demanda cultural de la sociedad catalana, una realidad reprimida. Más bien al contrario.

Lo cierto es que el hostigamiento permanente, el rechazo de todo lo que se juzga «español» veta la llegada de muchas actividades culturales. Y el impulso. Una disposición, dicho sea de paso, muy inconveniente para la cultura en catalán, que se podría subir a lomos de un caballo con mucha proyección. Resulta revelador, en ese sentido, lo que puede suceder con la cultura científica, seguramente la más relevante a largo plazo, si cuaja la iniciativa más reciente: la exigencia del nivel C de catalán a los profesores, que impedirá el acceso o el interés de estudiantes de doctorado y profesores de España o latinoamericanos, muchos de ellos formados en Estados Unidos. Esta misma semana un alto cargo de la Generalitat vetaba por «español» el examen de septiembre. Que esto se pueda considerar un argumento lo explica todo. En realidad, la catalanización de la Universidad supone el alejamiento de la Cataluña real.

Estamos instalados en un mundo de ficción. Apenas un veintitantos por ciento de los catalanes cree que Cataluña es una nación, pero el nuevo Estatuto dirá que es una nación. Pero la ficción no sale gratis. Eso supone, hacia adentro, ahormar a quienes no se atienen a una identidad nacional y, hacia fuera, alentar la visión de España como una reunión de «pueblos», no como una comunidad de ciudadanos iguales en derechos y libertades y comprometidos con los mismos principios de justicia. Esa visión instala en la fuerza, en la imposición y el mercadeo, en donde no importan las necesidades de los ciudadanos, sino la fuerza o el poder negociador de cada «pueblo», que ve a los otros como rivales. Todo ese léxico de «solidaridad» entre comunidades está viciado de origen, lo que importa es la justicia entre ciudadanos. Por lo demás, el juego es una carrera sin final: ninguna comunidad querrá quedarse atrás y pedirá lo mismo y un poco más.

Muchos ciudadanos catalanes, de distinto modo, parecen cansados de no estar a la altura del país de ficción en nombre del cual habla buena parte de su clase política. Y empiezan a reaccionar de distinto modo. Algunos hemos redactado un manifiesto en el que demandamos una respuesta política. No impulsamos un partido político, pero sí reclamamos su necesidad. No para que represente a los «otros», sino para que defienda una idea de ciudadanía no excluyente. Estaríamos encantados de que los partidos existentes respondieran al llamamiento, pero, visto lo visto, no tenemos razones para ser optimistas. Lo que sí es inmediato, lo que hemos percibido entre muchos ciudadanos, es un respiro de alivio, de que, por fin, alguien dice en voz alta lo que muchos pensaban y no se atrevía a decir.