Están destinadas a morir de sida a los 30 años. Esta historia viene de las faldas del Himalaya, del Nepal, un país que parece sacado de un cuento antiguo. Sus campos, minuciosamente trabajados hasta el punto de que parecen haber sido esculpidos por un artista, esconden una tragedia que afecta a decenas de miles de niñas y a sus familias. Es fácil descubrir las aldeas donde abunda este inmundo tráfico infantil; se las reconoce por la techumbre de hojalata en las casas, signo de opulencia en este país de chozas de barro y tejados de brezo. Techumbres que brillan al sol y que se pagan con la venta de las hijas para la prostitución.Están destinadas a morir de sida a los 30 años
La voz de Zeena Shrestha sigue siendo tan inocente como cuando fue vendida por el precio de una vaca. Habla en un susurro, con miedo y tristeza y eso porque un día un traficante de niños vio en el cálido destello de su mirada la posibilidad de ganar un dinero rápido.Mientras recrea su viaje de ida y vuelta al infierno de la esclavitud, sentada con las piernas cruzadas sobre una alfombra, Zeena pasa con facilidad pasmosa de una risa tímida a las lágrimas.
A los 12 años, un primo lejano de su madre, que llamaba «tío», le ofreció un trabajo de empleada doméstica en Katmandú. El hombre pagó el equivalente a diez mil pesetas a los padres, en concepto de adelanto sobre el sueldo. Pero Zeena no tuvo tiempo de ver la capital porque el viaje en autocar con su «tío» no se detuvo allí, sino que siguió hasta la frontera de la India y luego a Bombay, donde el hombre le prometió que una hermana suya se encargaría de ella. Zeena no tenía más remedio que confiar en su pariente. «No había salido de mi aldea, no había visto nada, no sabía nada del mundo, cuenta la joven nepalí. Este hombre me entregó a una mujer, y desapareció. Yo preguntaba constantemente cuándo volvería hasta que, al cabo de tres dias, me dijeron que me había vendido y que se había ido».
La madame que compró a Zeena le precisó que había pagado cuarenta mil rupias por ella (150.000 pesetas) y que tendría que trabajar mucho para devolver ese dinero antes de pensar en recobrar la libertad. Para la niña campesina fue el principio del horror.
A pesar de leyes y tratados para su abolición, la esclavitud sigue vigente a finales del siglo XX de forma aún más perversa. Todos los días, niños y niñas de Asia son vendidos y comprados como animales para que los adultos sientan el fugaz placer de un momento de relajación sexual.
Cinismo inconcebible.
Algunos países venden a sus hijas a sabiendas de que acabarán en los burdeles. Es el caso de un matrimonio de la aldea de Sindupalchok que tiene dos hijas en Bombay: «Si nuestros hijos ingresan en los regimientos británicos como soldados gurkhas, ¿por qué no pueden nuestras hijas trabajar en el extranjero?», dice el hombre con un cinismo inconcebible. Mtthew Friedman, experto en el tema, no cree que la presión de la pobreza haga que los padres vendan a sus hijas. «Es un sistema moral defectuoso dice este norteamericano que trabaja para la agencia de cooperación de Estados Unidos. El dinero ha conseguido pervertir la mentalidad de muchos campesinos hasta el punto de que pierden toda sensibilidad. No quieren conocer las condiciones de vida de sus hijas. Lo único que ven es el dinero que entra».
Pero la mayoría de los padres son víctimas del engaño. Los traficantes les dicen que sus hijas trabajarán en fábricas de alfombras o como empleadas domésticas. El trabajo en la fábrica es agotador, de las seis de la mañana a las once de la noche. Por eso, cuando los traficantes proponen a las niñas un trabajo mejor remunerado en la India, muchas aceptan sin saber lo que les espera. Los expertos calculan que existen más de 150.000 niñas nepalíes trabajando en los burdeles de la India, después de haber sido vendidas por precios que van de 40 a 1000 dólares (de 7.000 a 150.000 pesetas).
Personaje siniestro.
«En Bombay me dijeron que me iban a romper -cuenta Zeena-. No sabía lo que quería decir, pero no tardé mucho en averiguarlo». Zeena fue encerrada en una pequeña habitación sin ventanas. Durante 15 días la pegaron y la azotaron, mientras un hombre venía por las tardes a enseñarle los secretos de su nuevo trabajo. Ese personaje es una figura muy común en los burdeles de la India, ya que todas las chicas entrevistadas vivieron más o menos la misma experiencia. Su papel es ayudar en la tarea de educar a las niñas vírgenes a asumir su futura ocupación. Rara vez se acuesta con ellas, su trabajo consiste en enseñarlas a aceptar las caricias, los sobeteos y los caprichos de los clientes. «No podía hacer nada excepto someterme a lo que quisieran. Me habían comprado, yo les pertenecía; llegaron a convencerme de ello a fuerza de palizas e intimidaciones».
Unos gruesos lagrimones corren por las mejillas de Zeena cuando recuerda su primera noche. Siendo virgen, fue negociada por un alto precio para iniciarse en la profesión. «No estaba segura de lo que significaría para mi perder la virginidad, sólo sabía que estaba aterrada y totalmente desamparada, comenta. Mientras que a unos hombres les atrae la inocencia, otros tienen la falsa impresión de que no pueden contagiarse de sida si se acuestan con una niña. Además, en la India existe la creencia antigua que asegura que tener relaciones sexuales con virgenes cura las enfermedades venéreas. Zeena se niega a contar los detalles de aquella noche; sólo dice que la obligaron a tomar una pastilla, que se sentía un poco «ida» y que todo ocurrió en casa de un «señor».
«Después de ese día, me prostituí regularmente con las demás chicas, La madame me dejó compartir el tiempo con ellas, ver la televisión o escuchar la radio, únicas distracciones en la tediosa vida del burdel. Me hice un grupito de amigas». Y Zeena añade esta frase inocente y terrible, que resume bien la vida de las niñas prostitutas: «Tenía prisa por acabar con los clientes para volver a jugar con mis compañeras».
El burdel donde trabajaba Zeena se encuentra en la calle Falkland, en el barrio de Kamathipura de la metrópoli de Bombay. Es una calle cuyos neones rosas y verdes iluminan las siluetas de vendedores ambulantes, clientes y chicas jóvenes vestidas de blanco y con labios de brillante carmesí. Chicas que cobran 30 rupias (150 pesetas) por servicio y que viven en jaulas, bamboleándose, peinándose, provocando desde los balcones y las ventanas. La mirada altiva, el aire porfiado, estas jóvenes están destinadas a morir de sida al llegar los treinta. En esta vibrante calle de Bombay el sexo es negocio, supervivencia y una forma de vida que genera treinta millones de pesetas al día para los burdeles.. Los comerciantes pertenecen a las mafias, la mercancía es carne joven. Los clientes de esta floreciente industria del sexo suelen ser los cinco millones de inmigrantes que vienen a labrarse un futuro en la ciudad más moderna y rica de la India.
Sida al acecho.
A pesar del sida, la vida transcurre con normalidad en Falkland Road desde que los británicos eligieron este lugar como centro de prostitución para satisfacer a de sus tropas. Los indios lo llamaban White Lane (calle blanca) a causa de las prostitutas de tez pálida. Desde entonces, Falkland Road ha sido el puerto de arribada de mujeres indigentes de las zonas rurales indias. Viudas, divorciadas, discapacitadas, hijas o esposas de familias empobrecidas han acabado aquí como trabajadoras del sexo. Casi todas arrastran una historia parecida a la de Zeena. Engañadas al principio con la promesa de un trabajo «bueno» o de un «buen» matrimonio, han acabado violadas, secuestradas, subastadas y vueltas a vender. La mayoría acaban acostumbrándose a esa vida , y hasta se puede decir que muchas son felices. Entre la miseria de la aldea y la vida del burdel, prefieren lo último.
«Muchas compañeras son madres -relata Zeena-. Esconden a sus hijos debajo de la cama mientras dura el «servicio». Es cierto: los niños pululan por los burdeles. Cuando se hacen mayores, acaban trabajando en ese mismo mundo, ya sea como cocineros, intermediarios o chulos si son varones, o como prostitutas si son niñas.
«Rellenar stock».
Cada año, 8.000 niñas nepalíes acaban en estas callejuelas. La mayoría dejará el burdel cuando un análisis de sangre descubra la infección por el virus del sida. Si antes la vida profesional media de una prostituta era de unos doce años, ahora lo es de unos seis, a causa de la epidemia. Esto obliga a rellenar el stock constantemente, robando niñas de las remotas aldeas del Himalaya.El 60% de las trabajadoras del sexo del barrio de Kamathipura son seropositivas. «Es la mayor proporción en cualquier lugar del mundo. A causa del tráfico de niñas, Nepal será el país con la mayor concentración de sida de Asia en el año 2000», predice el doctor Trivedi, un médico que dedica su vida a trabajar por las víctimas de este comercio. Añade Zeena: «La madame quería que usásemos preservativos, pero si insistíamos con los hombres, entonces pensaban que estábamos enfermas y se mosqueaban».
Madre Anuradah.
Zeena tuvo suerte porque fue rescatada, junto a varias amigas suyas. Una de ellas, Sapana, de veinte años de edad, camina con muletas desde que le dislocaron la pierna como consecuencia de las torturas a las que fue sometida en el burdel. Otra amiga, Kabita Tamang, tiene una historia terrible: a causa de su físico de niña, un médico venía todos los días a inyectarle hormonas para hacerle crecer el pecho. Ahora está hinchada como una muñeca. Todas estas niñas deben su libertad a una mujer extraordinaria. Se llama Anuradah Koirala y tiene 47 años, aunque aparenta más. Delgada, la piel sobre los huesos, es un volcán de actividad. Sin ayuda, sin dinero, se ha embarcado en una cruzada para ayudar a las niñas esclavizadas, las descastadas, las abandonadas, las que no tienen donde ir porque son la vergüenza de las aldeas. Su organización se llama Maiti Nepal, que en nepalí significa «la casa de mi madre». Anuradah es hindú, aunque estudió en un colegio católico en Calcuta, donde conoció a la Madre Teresa cuando esta acababa de lanzarse a las chabolas. «Fue una inspiración para mí -dice-. De hecho, traje a la madre Teresa a Katmandú para que abriese un centro de acogida para ancianos, aquí en los templos de Pashupatinath». Anuradah empezó a rescatar a las prostitutas del barrio, a darles préstamos para que pudiesen establecer pequeños negocios, ya fuera de costureras, vendedoras ambulantes…Poco a poco fueron llegando más pidiendo ayuda para ellas y para sus hijas. Pronto se encontró viviendo con quince, luego fueron veinte, treinta mujeres y niñas rescatadas de la calle. Con un préstamo de su cuñada alquiló una casa y así nació Maiti Nepal. Ahora son más de doscientas niñas apiñadas en dos casuchas. La fundación Heres, una organización humanitaria española, ha hecho una donación para que se cumplan los deseos de Anuradah: «Mi sueño es que mis niñas tengan casa propia donde no las puedan echar, donde puedan seguir educándose, donde puedan convertirse en personas dignas porque si no están siempre a merced de los traficantes».
Raro precedente.
«Anuradah -dice Mtthew Friedman-, es la única que se dedica a perseguir a los traficantes. Tiene gente que la ayuda en la policía y es muy valiente». Anuradah investiga, sigue las pistas, organiza el trabajo de sus informadores, anima a las fuerzas del orden a actuar. Para los comerciantes de carne infantil, representa una amenaza tremenda, no porque haya dañado significativamente el negocio, sino porque es un raro precedente. Ha conseguido encarcelar a dos peces gordos y anima a que las mujeres denuncien a sus traficantes. El precio a pagar es alto: hace dos años, un voluntario de su organización, apareció muerto. Hace un mes, desvalijaron las oficinas y se llevaron documentos compremetedores. «No tengo miedo», responde ella a las constantes amenazas. Esta mujer representa la única esperanza para miles de niñas explotadas y para sus padres, que hacen cola en Maiti Nepal con la foto de sus hijas en la mano para intentar localizarlas. Es un espectáculo patético.
Amargo careo.
Gracias a la red de ayuda que ha logrado tejer con la colaboración de ONGs en las grandes ciudades indias, Anuradah ha conseguido un sistema de información bastante eficaz. Así fueron rescatadas Zeena, Sapana, Tabita y tantas otras…Todas heridas en cuerpo y alma. He visto echarse a llorar descontroladamente a una chica cuando la policía vino a carearla con sus secuestradores; otra no aguantó y se desmayó. Anuradah las anima a identificar a sus captores, a romper la prisión del miedo que las atenaza y las impide recobrar confianza en sí mismas. Shashikala, de veintiún años, está tan traumatizada por sus experiencias que sólo sonríe cuando tiene un pincel en la mano. Pinta durante horas la misma flor, una y otra vez. «En Bombay, mi madame era muy maja. No permitía que ningún hombre me pegase», dice esta mujer, rota por dentro, irrecuperable para una vida normal, Mousami tiene catorce años y se dedicaba a la prostitución en Katmandú. un día se enzarzó en una discusión son tres clientes que no quisieron pagarle lo acordado. Acabaron por rociarla con gasolina y prenderle fuego. Desde entonces padece amnesia y crisis de ansiedad. Todas las mañanas llora de dolor cuando le limpian las quemaduras de las piernas. «Las niñas son lo más frágil, lo más bajo en el escalafón por eso son tan vulnerables», explica Anuradah. Y lo peor es que ellas mismas pierden la esperanza. Se subestiman mucho. Hay que devolverles confianza en la vida».
Víctimas.
Zeena ha descubierto hace poco que es seropositiva y además tiene tuberculosis. Pero ve el porvenir con optimismo. Vive en el piso de arriba de uno de los barracones con Sapana, también seropositiva y con Nirmala, de veinte años, que lleva una mascarilla: en el burdel se contagió de tuberculosis, hepatitis B y sida. A Zeena le gusta coser, una afición que le viene de la niñez. Sus padres la visitan de vez en cuando porque ella no quiere volver a la aldea. Es consciente de que perjudicaría la reputación familiar. Además, ese ya no es su mundo. Su mundo es un pequeño puesto de chucherías que tiene junto a la carretera, y que Anuradah le ha confiado. Tiene que devolver dos rupias al día porque ese dinero servirá para que otra chica monte otro puesto, pero gana lo suficiente como para comprarse » un sarí nuevo una vez al año».
La vida y la muerte se codean en Maiti Nepal. El último problema al que tiene que enfrentarse Anuradah es un conflicto con la casta de los incineradores. Estos se niegan a quemar en la pila funeraria a las niñas que van muriendo. Están tan aterrorizados por el sida piensan que las cenizas son capaces de transportar el mal que han subido las tarifas de cremación a 8.000 rupias por chica (32.000 pesetas), cuando lo normal es que cueste diez veces menos. Es una cantidad astronómica a la que no puede hacer frente la organización. Hasta en la muerte, esas niñas son víctimas de la marginación. Pero Anuradah no se da por vencida. Si una vez insistió para que la Madre Teresa abriese un centro de cobijo para los moribundos, ahora piensa que le ha llegado el turno a ella. Acaba de abrir un campamento en Jhapa, a sesenta kilómetros de Katmandú, donde niñas moribundas pasan sus últimos días y donde se las incinera sin problemas, en paz. En una paz que no tuvieron la suerte de conocer en la vida.