El hambre es la consecuencia de un sistema económico injusto, incomprensible, absurdo. La pobreza de África es consecuencia de una economía mundial basada en la injusticia. El hambre crónico, parece aceptarse sin alarma, forma parte de una «normalidad» criminal.
«Es imposible entender ni sentir lo que la pobreza profunda significa, a través de programas de televisión o de fotos y artículos en los periódicos», asegura el padre blanco Ángel Olaran, tras haber trabajado durante veinte años en una de las regiones de Etiopía más empobrecidas y castigadas por el hambre. «Nadie es capaz de imaginar el horror de las consecuencias de la miseria», sentencia.
«Para empezar a comprender la pobreza hace falta tocarla, olerla, abrazarla», continúa el misionero. «Porque quienes están instalados en los privilegios que se disfrutan en los países enriquecidos, por mucha buena voluntad que tengan, no pueden hacerse idea de todo lo que supone la extrema pobreza, como que la vida de un hijo o una hija de dos o tres años se te vaya de las manos porque no tienes con qué alimentar ese cuerpo, o porque los medicamentos estén fuera de tu alcance; o ver que tus hijos, en vez de ir a la escuela, tengan que empezar desde muy pequeños a buscar el pan por las calles».
Ángel Olaran llegó en 1994 a Wukro, una pequeña ciudad del noreste de Etiopía, con el mandato de fundar una escuela de capacitación agraria.
Pero sus actividades pronto se extenderían a todos los órdenes de la vida local, afectada por las trágicas consecuencias de la miseria y el hambre. Y, a lo largo de los años, su trabajo en la Misión de Saint Mary ha contribuido decisivamente a mejorar las condiciones sociales e incluso ambientales de esa zona de Tigray, en una fructífera colaboración con la sociedad civil, las autoridades y varias ONG españolas. Tanto que las gentes de Wukro le llaman Aba Melaku, ‘el ángel de Dios.’
Paliativos de la injusticia
Olaran puso en marcha y mantiene numerosos proyectos, que comprenden desde un centro de atención a niños desnutridos, hasta microcréditos para que docenas de mujeres prostituidas puedan cambiar de oficio o ayuda económica a ancianos y personas desvalidas, pasando por la formación de jóvenes en distintos oficios, el apoyo a apoyo a pequeñas cooperativas e incluso planes de reforestación y regadío.
Sin embargo, dice que no cabe sentirse satisfecho porque «las ayudas humanitarias sólo son paliativos para los sufrimientos de quienes pagan las consecuencias de una economía mundial, basada en la injusticia más radical y en un reparto de la riqueza desigual, que hace que los ricos sean cada día más ricos y los pobres se empobrezcan aún más». Y explica que «ayudar a quienes sobreviven en la miseria nos sirve también a nosotros, porque nos hace conscientes de la injusticia; nos permite pagar parte de nuestra deuda, compartir algo con los demás y conocerlos».
El misionero se expresa con indignación cuando habla del hambre crónico, que parece aceptarse sin alarma como si formase parte de una «normalidad criminal». «Esta desnutrición general que sufren nuestros niños es algo que clama al cielo, pero sobre todo clama a Occidente, a los estados del llamado Primer Mundo. Porque es la consecuencia de un sistema económico injusto, incomprensible, absurdo.
Cuando hablo con las mujeres que han tenido que prostituirse por culpa de la miseria, a las que intentamos ayudar, siempre pienso que les debemos un respeto muy grande. Porque quizá esta buena gente prostituya su cuerpo pero no prostituye su alma. El alma la tiene limpia. Y yo las compararía quizás con este sector muy fuerte en Europa, con el sector poderoso, de poder político, económico incluso poder religioso, que quizá no prostituyan sus cuerpos pero sí prostituyen sus almas por dinero, por corrupción. Y su ambición, que es la prostitución moral de Europa, está en la raíz de esa pobreza que aquí tiene efectos horrorosos», concluye.
Autor: Vicente Romero