En 1975, François Xavier Nguyên Van Thuân fue nombrado por Pablo VI arzobispo de Ho Chi Minh (la antigua Saigón), pero el gobierno comunista definió su nombramiento como un complot y tres meses después le encarceló.
Durante trece años estuvo encerrado en las cárceles vietnamitas. Nueve de ellos, los pasó régimen de aislamiento.
Una vez liberado, fue obligado a abandonar Vietnam a donde no ha podido regresar, ni siquiera para ver a su anciana madre. Ahora es presidente del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz de la Santa Sede.
A pesar de tantos sufrimientos, o quizá más bien gracias a ellos, este arzobispo, François Xavier Nguyên Van Thuân, ha sido un gran testigo de la fe, de la esperanza y del perdón cristiano.
En una celda sin ventanas
«Durante mi larga tribulación de nueve años de aislamiento en una celda sin ventanas –contaba el propio Nguyên Van Thuân–, iluminado en ocasiones con luz eléctrica durante días enteros, o a oscuras durante semanas, sentía que me sofocaba por efecto del calor, de la humedad. Estaba al borde de la locura. Yo era todavía un joven obispo con ocho años de experiencia pastoral. No podía dormir. Me atormentaba el pensamiento de tener que abandonar la diócesis, de dejar que se hundieran todas las obras que había levantado para Dios. Experimentaba una especie de revuelta en todo mi ser».
Sólo Dios
«Una noche, en lo profundo de mi corazón, escuché una voz que me decía: «¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo aquello que has hecho y querrías continuar haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, misiones para la evangelización de los no cristianos…, todo esto es una obra excelente, pero son obras de Dios, no son Dios. Si Dios quiere que tú dejes todas estas obras poniéndote en sus manos, hazlo inmediatamente y ten confianza en Él. Él confiará tus obras a otros, que son mucho más capaces que tú. Tú has escogido a Dios, y no sus obras»».
«Esta luz me dio una nueva fuerza, que ha cambiado totalmente mi manera de pensar y me ha ayudado a superar momentos que físicamente parecían imposibles de soportar. Desde aquel momento, una nueva paz llenó mi corazón y me acompañó durante trece años de prisión. Sentía la debilidad humana, pero renovaba esta decisión frente a las situaciones difíciles, y nunca me faltó la paz. Escoger a Dios y no las obras de Dios. Este es el fundamento de la vida cristiana, en todo tiempo».
«De este modo, comprendo que mi vida es una sucesión de decisiones, en todo momento, entre Dios y las obras de Dios. Una decisión siempre nueva que se convierte en conversión. La tentación del pueblo de Dios siempre consistió en no fiarse totalmente de Dios y tratar de buscar apoyos y seguridad en otro sitio. Esta es la experiencia que sufrieron personajes tan gloriosos como Moisés, David, Salomón…».
La Biblia habla claramente. Según el arzobispo vietnamita «esta fue la gran experiencia de los patriarcas, de los profetas, de los primeros cristianos, evocada en el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos en la que aparece en 18 ocasiones la expresión «por la fe» y una vez la expresión «con la fe»». Esta es también la clave de lectura que permite comprender la vida de tantos hombres y mujeres que en estos dos mil años de cristianismo han dado su vida hasta el martirio. Entre todos estos ejemplos, destacó el de María, mujer «que optó por Dios, abandonando sus proyectos, sin comprender plenamente el misterio que estaba teniendo lugar en su cuerpo y en su destino».
Respuesta al mundo de hoy
«Escoger a Dios y no las obras de Dios: esta es la respuesta más auténtica al mundo de hoy, el camino para que se realicen los designios del Padre en nosotros, en la Iglesia, en la humanidad de nuestro tiempo. Es posible que quienes optan por Dios tengan que pasar por tribulaciones, pero aceptan perder los bienes con alegría, pues saben que poseen bienes mejores, que nadie les podrá quitar».
Después del arresto
«Después de que me arrestaran en agosto de 1975, dos policías me llevaron en la noche de Saigón hasta Nhatrang, un viaje de 450 kilómetros. Comenzó entonces mi vida de encarcelado, sin horarios. Sin noches ni días. En nuestra tierra hay un refrán que dice: «Un día de prisión vale por mil otoños de libertad». Yo mismo pude experimentarlo. En la cárcel todos esperan la liberación, cada día, cada minuto. Me venían a la mente sentimientos confusos: tristeza, miedo, tensión. Mi corazón se sentía lacerado por la lejanía de mi pueblo. En la oscuridad de la noche, en medio de ese océano de ansiedad, de pesadilla, poco a poco me fui despertando: «Tengo que afrontar la realidad. Estoy en la cárcel. ¿No es acaso este el mejor momento para hacer algo realmente grande? ¿Cuántas veces en mi vida volveré a vivir una ocasión como ésta? Lo único seguro en la vida es la muerte. Por tanto, tengo que aprovechar las ocasiones que se me presentan cada día para cumplir acciones ordinarias de manera extraordinaria»».
«En las largas noches de presión, me convencí de que vivir el momento presente es el camino más sencillo y seguro para alcanzar la santidad. Esta convicción me sugirió una oración: «Jesús, yo no esperaré, quiero vivir el momento presente llenándolo de amor. La línea recta está hecha de millones de pequeños puntos unidos unos a otros. También mi vida está hecha de millones de segundos y de minutos unidos entre sí. Si vivo cada segundo la línea será recta. Si vivo con perfección cada minuto la vida será santa. El camino de la esperanza está empedrado con pequeños momentos de esperanza. La vida de la esperanza está hecha de breves minutos de esperanza. Como tú Jesús, quien has hecho siempre lo que le agrada a tu Padre. En cada minuto quiero decirte: Jesús, te amo, mi verdad es siempre una nueva y eterna alianza contigo. Cada minuto quiero cantar con toda la Iglesia: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo…».
Mensajes escritos en un calendario
«En los meses sucesivos, cuando me tenían encerrado en el pueblo de Cay Vong, bajo el control continuo de la policía, día y noche, había un pensamiento que me obsesionaba: «¡El pueblo al que tanto quiero, mi pueblo, se ha quedado como un rebaño sin pastor! ¿Cómo puedo entrar en contacto con mi pueblo, precisamente en este momento en el que tienen tanta necesidad de un pastor?». Las librerías católicas habían sido confiscadas; las escuelas cerradas; los maestros, las religiosas, los religiosos desperdigados; algunos habían sido mandados a trabajar a los campos de arroz, otros se encontraban en las «regiones de nueva economía» en las aldeas. La separación era un «shock» que destruía mi corazón».
«Yo no voy a esperar –me dije–. Viviré el momento presente, llenándolo de amor. Pero, ¿cómo?». Una noche lo comprendí: «François, es muy sencillo, haz como san Pablo cuando estaba en la cárcel: escribe cartas a las comunidades». Al día siguiente, en octubre de 1975, con un gesto pude y llamar a un niño de cinco años, que se llamaba Quang, era cristiano. «Dile a tu madre que me compre calendarios viejos». Ese mismo día, por la noche, en la oscuridad, Quang me trajo los calendarios y todas las noches de octubre y de noviembre de 1975 escribí a mi pueblo mi mensaje desde el cautiverio. Todas las mañanas, el niño venía para recoger las hojas y se las llevaba a su casa. Sus hermanos y hermanas copiaban los mensajes. Así se escribió el libro «El camino de la esperanza», que ahora ha sido publicado en once idiomas».
Monseñor Van Thuân no lo dijo, sus pensamientos pasaron de mano en mano entre los vietnamitas. Eran trozos de papel que salieron del país con los «boat people» que huían de la dictadura comunista.
El camino hacia la santidad
«Cuando salí, recibí una carta de la Madre Teresa de Calcuta con estas palabras: «Lo que cuenta no es la cantidad de nuestras acciones, sino la intensidad del amor que ponemos en cada una». Aquella experiencia reforzó en mi interior la idea de que tenemos que vivir cada día, cada minuto de nuestra vida como si fuera el último; dejar todo lo que es accesorio; concentrarnos sólo en lo esencial. Cada palabra, cada gesto, cada llamada por teléfono, cada decisión, tienen que ser el momento más bello de nuestra vida. Hay que amar a todos, hay que sonreír a todos sin perder un solo segundo».
Tomado de Zenit, ZS00031301 y ZS00031401
Testigos de esperanza
Cuando en 1975 me metieron en la cárcel, se abrió camino dentro de mí una pregunta angustiosa: » ¿Podré seguir celebrando la Eucaristía?». Fue la misma pregunta que más tarde me hicieron los fieles. En cuento me vieron, me preguntaron: «¿Ha podido celebrar la Santa misa?».
En el momento en que vino a faltar todo, la Eucaristía estuvo en la cumbre de nuestros pensamientos: el pan de vida. «Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la villa del mundo» (Jn 6, 51).
¡Cuántas veces me acordé de la frase de los mártires de Abitene (s. IV), que decían: Sine Dominico non possumus! «¡No podemos vivir sin la celebración de la Eucaristía! «.
En todo tiempo, y especialmente en época de persecución, la Eucaristía ha sido el secreto de la villa de los cristianos: la comida de los testigos, el pan de la esperanza.
Eusebio de Cesarea recuerda que los cristianos no dejaban de celebrar la Eucaristía ni siquiera en medio de las persecuciones: «Cada lugar donde se sufría era para nosotros un sitio para celebrar…, ya fuese un campo, un desierto, un barco, una posada, una prisión…». El Martirologio del siglo XX está lleno de narraciones conmovedoras de celebraciones clandestinas de la Eucaristía en campos de concentración. ¡Porque sin la Eucaristía no podemos vivir la vida de Dios!
«En memoria mía»
En la última cena, Jesús vive el momento culminante de su experiencia terrena: la máxima entrega en el amor al Padre y a nosotros expresada en su sacrificio, que anticipa en el cuerpo entregado y en la sangre derramada.
Él nos deja el memorial de este momento culminante, no de otro, aunque sea espléndido y estelar, como la transfiguración o uno de sus milagros. Es decir, deja en la Iglesia el memorial presencia de ese momento supremo del amor y del dolor en la cruz, que el Padre hace perenne y glorioso con la resurrección. Para vivir de Él, para vivir y morir como Él.
Jesús quiere que la Iglesia haga memoria de El y viva sus sentimientos y sus consecuencias a través de su presencia viva. «Haced esto en memoria mía» (cf. I Co 11, 25).
Vuelvo a mi experiencia. Cuando me arrestaron, tuve que marcharme enseguida, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir a los míos, para pedir lo más necesario: ropa, pasta de dientes… Les puse: «Por favor, enviadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago». Los fieles comprendieron enseguida.
Me enviaron una botellita de vino de misa, con la etiqueta: «medicina contra el dolor de estómago», y hostias escondidas en una antorcha contra la humedad.
La policía me preguntó:
–¿Le duele el estómago?
–Sí.
–Aquí tiene una medicina para usted.
Nunca podré expresar mi gran alegría: diariamente, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la misa. ¡Éste era mi altar y ésta era mi catedral! Era la verdadera medicina del alma y del cuerpo: «Medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo», como dice Ignacio de Antioquía.
A cada paso tenía ocasión de extender los brazos y clavarme en la cruz con Jesús, de beber con él el cáliz más amargo. Cada día, al recitar las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía. ¡Han sido las misas más hermosas de mi vida!
Quien come de mí vivirá por mí
Así me alimenté durante años con el pan de la vida y el cáliz de la salvación.
Sabemos que el aspecto sacramental de la comida que alimenta y de la bebida que fortalece sugiere la vida que Cristo nos da y la transformación que él realiza: «El efecto propio de la Eucaristía es la transformación del hombre en Cristo», afirman los Padres. Dice León Magno: «La participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no hace otra cosa que transformarnos en lo que tomamos». Agustín da voz a Jesús con esta frase: «Tú no me cambiarás en ti, como la comida de la carne, sino que serás transformado en mí». Mediante la Eucaristía nos hacemos ?como dice Cirilo de Jerusalén? «concorpóreos y consanguíneos con Cristo». Jesús vive en nosotros y nosotros en Él, en una especie de «simbiosis» y de mutua inmanencia: Él vive en mí, permanece en mí, actúa a través de mí.
La Eucaristía en el campo de reeducación
Así, en la prisión, sentía latir en mi corazón el corazón de Cristo. Sentía que mi vida era su vida, y la suya era la mía.
La Eucaristía se convirtió para mí y para los demás cristianos en una presencia escondida y alentadora en medio de todas las dificultades. Jesús en la Eucaristía fue adorado clandestinamente por los cristianos que vivían conmigo, como tantas veces ha sucedido en los campos de concentración del siglo XX.
En el campo de reeducación estábamos divididos en grupos de 50 personas; dormíamos en un lecho común; cada uno tenía derecho a 50 cm. Nos arreglamos para que hubiera cinco católicos conmigo. A las 21.30 había que apagar la luz y todos tenían que irse a dormir. En aquel momento me encogía en la cama para celebrar la misa, de memoria, y repartía la comunión pasando la mano por debajo de la mosquitera. Incluso fabricamos bolsitas con el papel de los paquetes de cigarrillos para conservar el Santísimo Sacramento y llevarlo a los demás. Jesús Eucaristía estaba siempre conmigo en el bolsillo de la camisa.
Una vez por semana había una sesión de adoctrinamiento en la que tenía que participar todo el campo. En el momento de la pausa, mis compañeros católicos y yo aprovechábamos para pasar un saquito a cada uno de los otros cuatro grupos de prisioneros: todos sabían que Jesús estaba en medio de ellos. Por la noche, los prisioneros se alternaban en turnos de adoración. Jesús eucarístico ayudaba de un modo inimaginable con su presencia silenciosa: muchos cristianos volvían al fervor de la fe. Su testimonio de servicio y de amor producía un impacto cada vez mayor en los demás prisioneros. Budistas y otros no cristianos alcanzaban la fe. La fuerza del amor de Jesús era irresistible.
Así la oscuridad de la cárcel se hizo luz pascual, y la semilla germinó bajo tierra, durante la tempestad. La prisión se transformó en escuela de catecismo. Los católicos bautizaron a sus compañeros; eran sus padrinos.
En conjunto fueron apresados cerca de 300 sacerdotes. Su presencia en varios campos fue providencial, no sólo para los católicos, sino que fue la ocasión para un prolongado diálogo interreligioso que creó comprensión y amistad con todos.
Así Jesús se convirtió –como decía Santa Teresa de Jesús– en el verdadero «compañero nuestro en el Santísimo Sacramento». Un solo pan, un solo cuerpo. Y Jesús nos ha hecho ser Iglesia. «Porque uno solo es el pan, aun siendo muchos, un solo cuerpo somos, pues todos participamos del mismo pan» (1 Co 10, 17). He ahí la Eucaristía que hace a la Iglesia: el cuerpo eucarístico que nos hace Cuerpo de Cristo. O con la imagen joánica: todos nosotros somos una misma vid, con la savia vital del Espíritu que circula en cada uno y en todos (cf. Jn 15).
Sí, la Eucaristía nos hace uno en Cristo. Cirilo de Alejandría recuerda: «Para fundirnos en unidad con Dios y entre nosotros, y para amalgamarnos unos con otros, el Hijo unigénito… inventó un medio maravilloso: por medio de un solo cuerpo, su propio cuerpo, él santifica a los fieles en la mística comunión, haciéndolos concorpóreos con él y entre ellos».
Somos una sola cosa: ese «uno» que se realiza en la participación en la Eucaristía». El Resucitado nos hace «uno» con Él y con el Padre en el Espíritu. En la unidad realizada por la Eucaristía y vivida en el amor recíproco, Cristo puede tomar en sus manos el destino de los hombres y llevarlos a su verdadera finalidad: un solo Padre y todos hermanos.
Padre nuestro, pan nuestro
Si tomamos conciencia de lo que realiza la Eucaristía, ésta nos hace enlazar inmediatamente las dos palabras de la oración dominical: «Padre nuestro» y «pan nuestro». Da testimonio de ello la Iglesia de los orígenes: «Se mantenían constantes… en la fracción del pan», narran los Hechos de los Apóstoles (2, 42). E indican su reflejo inmediato: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común» (Hch 4, 32).
Si Eucaristía y comunión son dos caras inseparables de la misma realidad, esta comunión no puede ser únicamente espiritual. Estamos llamados a dar al mundo el espectáculo de comunidades donde se tenga en común no sólo la fe, sino que se compartan verdaderamente gozos y penas, bienes y necesidades espirituales y materiales.
El ministerio que desarrollo dentro de la Curia Romana al servicio de la justicia y de la paz me hace especialmente sensible a esta instancia. Urge testimoniar que el cuerpo de Cristo es verdaderamente «carne para la vida del mundo».
Todos sabemos cómo, en los dos siglos que acaban de pasar, muchas personas que sentían la exigencia de una verdadera justicia social, al no hallar en el ámbito cristiano un testimonio claro y fuerte, han recurrido a falsas esperanzas. Y todos nosotros hemos asistido a verdaderas tragedias, bien sólo escuchando hablar de ellas, bien pagando personalmente.
En nuestros días el problema social no ha disminuido en absoluto. Desgraciadamente, gran parte de la población mundial sigue viviendo en la miseria más inhumana. Se está caminando hacia la globalización en todos los campos, pero esto puede agravar más que resolver los problemas. Falta un auténtico principio unificador, que una, valorando y no masificando a las personas. Falta el principio de la comunión y de la fraternidad universal: Cristo, pan eucarístico que non hace uno en él y non enseña a vivir según un estilo eucarístico de comunión.
Los cristianos estamos llamados a dar esta aportación esencial. Lo entendieron muy bien los cristianos de los primeros siglos. Leemos en la Didaché: «Pues si sois copartícipes en la inmortalidad, ¿cuánto más en los bienes corruptibles?». Juan Crisóstomo exhorta a estar atentos a la presencia de Cristo en el hermano cuando celebramos la Eucaristía: «Aquel que dijo: «Esto es mi cuerpo»… v que os ha garantizado con su palabra la verdad de las cosas, ha dicho también: lo que os hayáis negado a hacerle al más pequeño, me lo habéis negado a mí». Consciente de ello, Agustín había construido en Hipona una «domus caritatis» cerca de su catedral. Y san Basilio había creado una ciudadela de la caridad en Cesarea. Afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf. Mt 25, 40)».
Pero la función social de la Eucaristía va más allá. Es necesario que la Iglesia que celebra la Eucaristía sea también capaz de cambiar las estructuras injustas de este mundo en formas nuevas de socialidad, en sistemas económicos donde prevalezca el sentido de la comunión y no del provecho.
Pablo VI acuñó este estupendo programa: «Hacer de la mina una escuela de profundidad espiritual y una tranquila pero comprometida palestra de sociología cristiana».
Jesús, Pan de vida, impulsa a trabajar para que no falte el pan que muchos necesitamos todavía: el pan de la justicia y de la paz, allá donde la guerra amenaza y no se respetan los derechos del hombre, de la familia, de los pueblos; el pan de la verdadera libertad, allí donde no rige una justa libertad religiosa para profesar abiertamente la propia fe; el pan de la fraternidad, donde no se reconoce y realiza el sentido de la comunión universal en la paz y en la concordia; el pan de la unidad entre los cristianos, aún divididos, en camino para compartir el mismo pan y el mismo cáliz.
Tomado de www.unav.es/capellaniauniversitaria
Las citas son de Testigos de esperanza, de Nguyen van
2000
Convirtió a sus carceleros
Tras la muerte del cardenal Van Thuan, testigo de fe en Vietnam, su amigo, el Nuncio del Papa en España, monseñor Monteiro de Castro, describe en este artículo nuevos datos sobre este gran hombre.
Escribir sobre un obispo que ha entregado su vida por la Iglesia, pasando trece años en la cárcel y logrando transmitir la fe en Cristo a sus propios carceleros, no es tarea fácil. Muchos son los recuerdos que se asoman a mi mente, de los años vividos trabajando codo a codo, sobre todo para ayudar a tantos miles de hermanos nuestros golpeados por la terrible tragedia de la guerra, en Vietnam. El cardenal Francisco Javier Nguyên Van Thuân, nacido en 1928, provenía de una ilustre familia de hondas raíces cristianas, que había pagado ya con la sangre, en precedentes generaciones, su fidelidad a la Iglesia. Ingresó a los diez años en el Seminario y a los 25, en 1953, fue ordenado sacerdote y enviado a Roma a proseguir sus estudios hasta el año 1959.
Desarrolló una intensa labor sacerdotal en su diócesis de Huê, hasta que el Papa Pablo VI le nombró, en 1967, obispo de Nha Trang, de cuya diócesis fue Pastor celoso y prudente. Tuve la dicha de conocer a monseñor Van Thuân en 1972 en Saigón, donde fui enviado como secretario de la Delegación Apostólica en Vietnam y Camboya.
Bombas y muerte
Por aquel entonces, la fuerza brutal de las armas dejaba sus huellas de muerte y destrucción en las poblaciones de Vietnam, tan tranquilas como inocentes. Millares de familias las que sobrevivían a los bombardeos y a las acciones bélicas huían, dejando sus casas, la tierra que cultivaban, los sencillos negocios que les permitían una vida digna. Otras regresaban de Camboya, donde la vida se les había hecho imposible.
¿Qué hacer para sanar tantas heridas? Darles una mano: conseguirles tierras en regiones no afectadas por los combates, transporte, ayudarles a construir casas o reconstruir aldeas y ciudades. Para todo ello se constituyó el Comité de Reconstrucción del Vietnam (COREV), del que fue nombrado presidente monseñor Van Thuân.
Allí se realizó una obra maravillosa en la que colaboraron agencias de ayuda de la Santa Sede, de la Iglesia y estatales, coordinadas con extraordinario dinamismo por monseñor Van Thuân, proporcionando alegría y esperanza a los pobres y a los que tanto sufrían. A unos 80 kilómetros al sur de Saigón nacieron aldeas donde, un año antes, sólo había selva. Una y otra vez pude constatar cómo lo primero que pedía la gente era un templo donde reunirse para orar. Y allí también estaba monseñor Van Thuân, para infundir esperanza cristiana.
Dada la situación crítica y la conveniencia de tener a monseñor Van Thuân en la capital, el 24 de abril de 1975, el Papa le nombró Arzobispo Coadjutor de Saigón. Nombramiento que él aceptó con su acostumbrada humildad. Era bien consciente de los peligros que entrañaba el nuevo cargo, por las relaciones con el Viet Cong que estaba ya a las puertas de Saigón y que una semana después se haría con la ciudad y con todo el país.
Trece años en la cárcel
Monseñor Van Thuân, como todos los obispos, permaneció entonces en su puesto, junto al rebaño que el Señor le había confiado y que no podía abandonar. Empezaba así su calvario de 13 años de cárcel, del 15 de agosto de 1975 al 21 de noviembre de 1988, de los cuales nueve en régimen de aislamiento. Los diversos órganos de la Santa Sede intentaron, mediante diversas gestiones diplomáticas, conseguir que el gobierno de Hanoi liberara a este obispo injustamente encarcelado, sin proceso ni sentencia.
Durante la estancia en seis cárceles distintas su testimonio de bondad impresionó de tal modo a los mismos carceleros, que muchos llegaron a convertirse.
Liberado a finales de 1988, quedó bajo arresto domiciliario y tres años después, fue expulsado de Vietnam.
Fue para mí una enorme alegría poderlo ver de nuevo en Roma, donde empezó enseguida a trabajar para ayudar a tantos pueblos castigados por la miseria y la guerra, como presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz.
<b<Best-Sellers
El último tramo de su existencia terrena no fue menos fecundo que el de su apostolado en Vietnam y de su oblación tras las rejas de la cárcel, uniendo un servicio incansable e itinerante para los pobres y afligidos con la predicación, también desde las páginas de sus «best-sellers»: «El camino de la esperanza», «Cinco panes y dos peces», «Testigos de la esperanza», y con la cruz de la enfermedad que le iba poco a poco consumiendo. El cardenal Francisco Javier Nguyen Van Thuân ha sido una de las grandes figuras de nuestro tiempo. En su trayectoria ha sido un valiente testigo de los valores de arriba, que son los que dan sentido a nuestra vida. Y son los valores que el mundo de hoy necesita. Su testimonio de fidelidad al Señor y a la Iglesia, en medio de pruebas tan dramáticas, puede ayudar también al hombre y a la mujer de hoy a encontrar en Cristo el camino en medio de las dificultades de nuestra vida.
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