Ninguna guerra es justa

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La guerra es siempre un mal aborrecible. Pero la presencia y la conducta bélica de uno de los contendientes en ella puede estar moralmente justificada. A esta posibilidad se dio históricamente el nombre de guerra justa. La Iglesia la admitió durante siglos. Con el tiempo, el Magisterio ha evolucionado y no habla ya de guerra justa, pero continúa admitiendo la posibilidad de una legítima defensa armada de los pueblos. Pero… ¿se da esta circunstancia en alguna de las guerras actuales?    

por Marta Lobatón

Si pensamos en aquellas situaciones en que ejércitos organizados han cometido y cometen atrocidades contra inocentes ―sea el holocausto judío o la matanza de Gaza―, nos damos cuenta de que la pregunta por la legitimidad de una defensa armada (igualmente colectiva y organizada) del pueblo masacrado no es una pregunta que carezca de sentido. Es una pregunta necesaria. Es la pregunta histórica por la (ciertamente mal llamada) guerra justa que podemos hoy reformular con la pregunta por la justificación de la acción armada defensiva de uno de los bandos en la guerra.

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El ius ad bellum

En el siglo XIII, Sto. Tomás, siguiendo a S. Agustín (s. V), sistematizó, para el mundo cristiano, las condiciones de una guerra justa: una recta intención o finalidad (recta intentio) (i), una causa justa (iusta causa) (ii), su declaración por autoridad legítima (auctoritas) (iii). Forman parte del llamado ius ad bellum (derecho a la guerra), es decir, las condiciones bajo las cuales es legítimo que un Estado recurra a la fuerza armada contra otro Estado.

  1. Recta intentio

Esta condición condensa la solución al gran dilema de la guerra justa en el ámbito de los discípulos de Cristo, ¿causar daño (de forma violenta y organizada: la guerra) y aun así ser fieles al mandamiento del amor? Si esta paradoja no puede resolverse, la conclusión será el pacifismo radical: nunca será lícito acudir a la guerra. A esta conclusión negativa (no puede haber una guerra justa) han llegado católicos de todos los tiempos (desde Padres de la Iglesia como Orígenes o Tertuliano hasta laicos comprometidos como Dorothy Day), protestantes (señaladamente anabaptistas ―menonitas y amish― y cuáqueros), hindúes (como Gandhi) y no creyentes. Si, en cambio, se puede resolver la paradoja, existirá una guerra justa. Es la conclusión de Agustín, Sto. Tomás, la escuela española de Derecho natural y la actual DSI.

Santo Tomás coincide: debe ser finalidad de la guerra justa deshacer el daño que los pecadores se infligen a sí mismos al pecar contra sus vecinos y contra la justicia y, al mismo tiempo, deshacer el daño que infligen al bien común de la comunidad.

La idea clave para defender la noción de guerra justa es que un daño desde el punto de vista naturalístico no es necesariamente un mal desde el punto de vista moral. Podemos causar dolor al enderezar un hombro dislocado, pero el resultado es moralmente admisible. Para S. Agustín, del daño (la guerra) puede concluirse un bien no solo para el agredido y la comunidad en su conjunto (al restaurarse la «tranquilidad del orden» o tranquillitas ordinis), sino también para el mismo agresor, en cuanto el daño que se le causa supone una «resistencia» al mal que ha iniciado y un «castigo» al mal causado, que le revela la iniquidad de su proceder, pudiendo, en consecuencia, arrepentirse y salvarse. En este sentido, la guerra justa situaría su finalidad en el amor al prójimo, tanto a las víctimas de la agresión, como al propio agresor. Santo Tomás coincide: debe ser finalidad de la guerra justa deshacer el daño que los pecadores se infligen a sí mismos al pecar contra sus vecinos y contra la justicia y, al mismo tiempo, deshacer el daño que infligen al bien común de la comunidad.

Sto. Tomás aborda también la cuestión de la recta intención cuando analiza la legítima defensa que causa la muerte del adversario. Sostiene el «principio de los dos efectos», según el cual una acción que ocasiona la muerte del adversario no es ilícita (no es pecado ‒no es contraria al plan de Dios‒) cuando su intención no es dañar o destruir la vida ajena, sino salvar la propia o de las personas de las que se es responsable. De este modo, se explica que del daño que se causa con la defensa (aun la muerte) no sea un mal, pues no está destinado a ello, sino a un bien (la protección de la vida propia, ajena, o la vida de la comunidad: el bien común); es decir, la defensa es un acto de amor. El mal causado al agresor no es, en cambio, un acto de odio o desamor, sino una consecuencia inevitable del bien e imputable únicamente a la voluntad homicida del agresor.

En el siglo XVI, Francisco de Vitoria, siguiendo algunas ideas previas de Sto. Tomás, destaca la exigencia de proporcionalidad: para entrar en guerra hay que ponderar el daño real que la guerra causa con el mal concreto que trata de evitar. Esta exigencia huye de una comprensión de la intención recta en un sentido meramente idealista o subjetivista (y, por tanto, egocéntrico) de quien ejerce la defensa, requiriendo, en cambio, una intencionalidad realista y sensata, basada en la previsibilidad de las consecuencias de las acciones. Se trata de considerar y ponderar las circunstancias concretas concurrentes de modo que sea objetiva y racionalmente previsible el bien que se pretende; de otro modo, el daño causado se convierte en un daño injustificado (innecesario o desproporcionado) y, por tanto, un mal moral. Pese a ello, Vitoria justificaba (basándose en una indebida interpretación de la doctrina del doble efecto) los daños colaterales, es decir, el daño causado a los no combatientes (los civiles, los inocentes) cuando su sacrificio fuera absolutamente esencial para la victoria. Por ello, Vitoria exige al «príncipe» que se asesore debidamente.

El Magisterio actual de la Iglesia, tal como manifiestan el Catecismo y la Doctrina Social de la Iglesia, mantiene la necesidad de la intención recta, acomodándose a la explicación tomista de la doble intención en relación con la defensa del bien común antes que a la explicación agustiniana de la «corrección del pecador» (que, sin embargo, no se descarta expresamente). Se sustituye la noción de guerra justa por la de legítima defensa colectiva de la sociedad (§ 2263 CIC) mediante la fuerza militar (§ 2309 CIC). Como tal forma de legítima defensa, puede estar vinculada tanto a la defensa de la vida propia (§ 2264 CIC), como a la defensa de la vida de otro o, como es el caso un conflicto armado, a la defensa del conjunto de los miembros de la comunidad, situación que, a su vez, se asimila a la defensa del bien común; en estos casos, la defensa de la vida (de otro u otros) supone, para quien es responsable de dichas vidas, no ya un derecho sino un deber grave (§ 2265 CIC).

La intención recta, sin embargo, solo justifica la muerte (previsible o segura) del agresor, pero no la muerte (previsible o segura) del inocente, es decir, no asume la licitud de los daños colaterales (§ 2263 CIC). En efecto, la intención de defensa de la vida debe abarcar la vida de todo inocente, incluidos los civiles y no combatientes del otro bando. El bien común no se puede parcializar en bandos, es el bien común de la humanidad, pues todos somos hermanos.

Un caso de falta de proporcionalidad es aquel en que no hay posibilidades de éxito real en la guerra. Aunque se suela hablar en estos casos de una guerra “por principios”, de hecho, subordina la vida o bienestar del prójimo a los conceptos o ideas (los principios), cayendo en la ideología alienante (primacía de la idea sobre la realidad y, en particular, la realidad del otro). Si la guerra no permite alcanzar el bien a que aspira, el daño que causa se convierte en un mal. Para Pío XII, «Cuando los daños ocasionados por la guerra no son comparables con los de la “injusticia tolerada”, puede tenerse la obligación de sufrir la injusticia» (Discurso a los Juristas, 19 oct 1953).

2. Iusta causa

Esta condición es una precisión o desarrollo de la recta intentio y del principio de proporcionalidad: delimita aquellos supuestos de mal ante los que una recta (racional, realista y ponderada) intención de hacer el bien justifica, prima facie, el terrible daño que causa la guerra.

Para S. Agustín son tres estos supuestos: la defensa ante una agresión ya iniciada y en desarrollo (1), recobrar lo que se ha arrebatado indebidamente mediante una agresión (2), sancionar o «vengar» (en el sentido penal de «castigar») los agravios o males cometidos por el agresor (3).

Vitoria considera que las dos primeras causas se refieren a guerras defensivas y la tercera a guerras ofensivas o «de venganza» (para castigar el mal causado). En lo que respecta a la guerra contra infieles y de acuerdo con la tradición católica, Vitoria niega la licitud de la guerra contra los indígenas del Nuevo Mundo por el mero hecho de ser infieles si no han cometido ningún ataque contra la fe o los creyentes.

En el Magisterio actual han desaparecido formalmente las causas planteadas por S. Agustín, Sto. Tomás o Vitoria. Al reubicar la noción de guerra justa en el ámbito de la legítima defensa ha desaparecido la justificación de una «guerra ofensiva» o «de venganza» (con la finalidad «castigar» al agresor). La DSI afirma con toda claridad que «Una guerra de agresión es intrínsecamente inmoral» y sólo «En el trágico caso que estalle la guerra, los responsables del Estado agredido tienen el derecho y el deber de organizar la defensa, incluso usando la fuerza de las armas» (CDSI § 500). La única guerra en que la presencia de un bando es admisible moralmente es la guerra defensiva, que tiene por causa una agresión en curso o ya consumada pero cuyo mal causado todavía es reversible. En esto coincide la DSI con el art. 51 de la Carta de Naciones Unidas, que establece que la única acción bélica autorizada a un Estado frente a otro es la acción militar defensiva. Sin embargo, el art. 42 autoriza al Consejo de Seguridad a autorizar medidas (lo que incluye acciones bélicas) ante «amenazas a la paz», es decir, acciones preventivas.

El Magisterio actual añade dos condiciones para que la acción defensiva sea lícita: «Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto» y «Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces» (§ 2309 CIC).

La primera condición, relacionada con el principio de proporcionalidad, supone que el mal que se combate con los medios dañinos de toda guerra tenga dimensión tal que haga prever la proporcionalidad de este medio.

La segunda condición plantea una exigencia de última ratio. Quien se defiende no puede acudir a la defensa armada sino después de haber descartado otros medios para evitar el conflicto. Exige de quien se defiende una actitud proactiva en favor de la paz antes de acudir a la guerra.

3. Autoridad legítima

Finalmente, el Magisterio actual exige, siguiendo nuevamente la tradición, que una autoridad legítima acuerde la acción armada previo adecuado y ponderado consejo: el «juicio prudente de quienes están a cargo del bien común» (2039 CIC).

El ius in bello

Junto al ius ad bellum (derecho a la guerra), Vitoria sistematizó la necesidad ‒ya apreciada por Agustín y Sto. Tomás mediante la prohibición de la crueldad‒ de un ius in bello (derecho en la guerra), es decir, la regulación de las condiciones en que pueden actuar los combatientes en una guerra. Vitoria considera que la guerra debe desarrollarse siguiendo criterios de proporcionalidad, usando solo los medios estrictamente necesarios para conseguir los objetivos militares perseguidos, matizando que no por ser ventajosa una determinada acción militar es siempre necesaria, debiendo evitarse toda destrucción y violencia innecesarias. Más aún, Vitoria destaca la necesidad de usar medios en sí mismos legítimos que garanticen la inmunidad de los inocentes (los no combatientes). Sin embargo, admite una costumbre de la época, el pillaje dirigido a compensar económicamente a los soldados, aunque solo con este fin económico, sin incluir la matanza, la agresión sexual o la destrucción de los bienes de los civiles inocentes. Considera, asimismo, la obligación de buen trato a los prisioneros, aunque admite la ejecución sumaria para el caso de ejércitos infieles, con el argumento de su imposible rendición.

El Magisterio actual de la Iglesia contiene también principios aplicables al desarrollo del conflicto armado, pues «no todo es lícito entre los contendientes» (§ 2313 CIC y §79 GS). Estos principios se fijan por remisión al «Derecho de gentes, a sus principios universales y a las disposiciones que las ordenan», es decir, al llamado Derecho Internacional Humanitario contenido en las Convenciones de Ginebra (sobre militares heridos y prisioneros y sobre protección de la población civil), las convenciones de La Haya (sobre medios y métodos de guerra) y Convenios específicos de la ONU (sobre armas químicas, minas antipersona, municiones de racimo, etc.). Se proscribe absolutamente el «exterminio de un pueblo, de una nación o de una minoría étnica» (§ 2313 CIC) y «toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de amplias regiones con sus habitantes» (§ 2314 CIC).

Legítima defensa colectiva justificada

Así pues, a la pregunta, ¿Puede ser concebida una acción militar en que participen los discípulos de Cristo?, se puede responder con hechos: ya ha sido concebida y, más aún, forma parte del Magisterio de la Iglesia. La pregunta y su respuesta obedecen a la exigencia de vivir en un mundo lleno de pecado buscando la santidad, no mediante idealismos o formas de pensamiento desiderativo (buenismo), sino haciendo frente a la realidad (y al mal que contiene) con los instrumentos del amor y de la razón iluminados por la fe.

Pero responder a esta pregunta no supone haber respondido a otras dos, ¿ha existido alguna vez una guerra justa?, ¿es posible, en el futuro, el desarrollo de una acción de legítima defensa tal como hemos expuesto? Quizá los seguidores del pacifismo evangélico radical están, de hecho, respondiendo a estas dos cuestiones antes que a la primera.

La realidad de la guerra moderna

Incluso para los defensores del realismo más crudo, una guerra en los términos expuestos es una guerra perdida. Una guerra con tales limitaciones situaría en una desventaja tal al bando que se autolimita, que lo privaría de posibilidades de éxito frente al que no lo hace. Al no tener posibilidades de éxito, la defensa emprendida dejaría de estar justificada según el argumento de proporcionalidad. Esta conclusión sería especialmente válida para la guerra moderna, dada la enorme capacidad destructiva del armamento disponible y las tácticas brutales de la llamada «guerra total», en la que se atacan ciudades, así como población y recursos civiles con intención de desmoralizar al enemigo, privarlo de abastecimiento, distraer sus recursos de la contienda…

Este «argumento existencial» (o «fenomenológico»), es decir, no basado en razonamientos abstractos (por muy racionales que sean), sino en evidencias de la realidad presente y visible ante nuestros ojos, es una constante en la DSI del siglo XX: El papa Benedicto XV calificó la Primera Guerra Mundial de  «inútil masacre» (Nota a los Jefes de los Pueblos Beligerantes, 1 agosto 1917); el papa Pio XII advirtió que el poder destructivo de las armas de guerra modernas (nucleares, biológicas, químicas…) excede la capacidad moral de la humanidad para emplearlas de manera justa, haciendo casi imposible aplicar los criterios tradicionales de la guerra justa, especialmente el de la proporcionalidad (Discurso a los participantes en el VI Congreso Internacional de Derecho Penal, 3 oct 1953; Alocución a la Oficina Internacional de Documentación de Medicina Militar, 19 oct 1953); Juan XXIII afirmó que en la época atómica, la guerra no tiene sentido como instrumento de justicia (Pacem in Terris, 1963, § 127); Juan Pablo II sostuvo que no puede hablarse, en el contexto moderno, de una «guerra justa» en el sentido clásico, pues el riesgo nuclear y el alcance indiscriminado de los conflictos desbordan todo criterio de justicia  (Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1982); Francisco consideró «muy difícil» sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible «guerra justa» (Fratelli Tutti,  § 258).

Solo un Estado que dedicase un colosal esfuerzo social y económico a acumular armamento ‒y una enorme preparación técnico-militar‒ obteniendo una ventaja significativa podría emprender una guerra moderna con posibilidades de éxito aun manteniendo las limitaciones de la guerra justa. Pero ¿es esta una conducta legítima para un gobernante?, ¿se puede dedicar tal esfuerzo económico y social a la acumulación de armamento a costa de las necesidades de sus ciudadanos y del resto del mundo? ¿No se estaría contribuyendo con dicha acumulación a la génesis de la guerra que, precisamente, se quiere librar de manera justa? Tal forma de proceder también es incompatible con la tarea de construcción de la paz que debe asumir el discípulo de Cristo. En este contexto de carrera de armamentos, la pregunta por la guerra justa (o, incluso, por la legítima defensa armada) sería una contradicción: actuar mal para preparar una guerra que pretende evitar el mal.

En este sentido, el Magisterio afirma, no solo que «el exceso de armamento multiplica las razones de conflictos y aumenta el riesgo de contagio» (Populorum progressio, § 53, citado en § 2315 CIC), sino también que «las injusticias, las desigualdades excesivas de orden económico o social, la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones amenazan sin cesar la paz y causan las guerras» (§ 2317 CIC).

Debemos, pues, asumir el riesgo de no prepararnos adecuadamente para una guerra total, preparando, en cambio, la paz que haga tal guerra innecesaria. Este planteamiento nos ayuda, de paso, a resolver algunos de los falsos dilemas con que los poderes quieren arrinconar a sus ciudadanos en su propaganda. Estos poderes, bajo capa democrática, han desarrollado durante decenios ―al margen del ciudadano de a pie y del Magisterio de la Iglesia― políticas que no han buscado construir la paz, sino incrementar el lucro y el poder de unos pocos a costa de generar miseria y sufrimiento en el mundo, agudizando las tensiones y aumentando el riesgo de guerra. Pero cuando alguna de estas tensiones estalla en forma de agresión bélica, ponen al ciudadano en el brete de apoyar la guerra y el aumento de la carrera de armamentos o ponerse del lado del agresor. Es decir, lo sitúan ante un dilema que no ha creado, en un campo de juego o «campo de estructuración» que otro ha construido para él y en el que, por otra parte, todas las decisiones tomadas o por tomar estaban y están fuera de su alcance: el poder hará lo que tiene previsto hacer diga lo que diga el ciudadano (¿acaso si lo pidiera cesarían sus políticas de poder y lucro ‒que alimentan la guerra‒ o renunciarían a la carrera armamentística?). Lo que están pidiendo es que vendamos (bajo presión) el alma al diablo. Es perfectamente legítimo (y una obligación moral) no entrar en esa falsa lógica.

El Magisterio, sin dejar de reconocer el derecho (e, incluso, el deber) de los Estados a tener un ejército (afirmando que «los poderes públicos tienen […] el derecho y el deber de imponer a los ciudadanos las obligaciones necesarias para la defensa nacional», § 2310 CIC), niega que la preparación para la guerra mediante la carrera de armamentos sea la finalidad principal de una sociedad justa; antes bien, la finalidad ha de ser la lucha por la paz, aunque ello suponga asumir riesgos. Es significativo, en este sentido, que los párrafos dedicados a la guerra justa estén situados en el apartado del Catecismo dedicado a la «Defensa de la Paz» y, en concreto, en el sub-apartado «evitar la guerra» donde se mencionan, junto a la legítima defensa, la lucha por la justicia y el rechazo a la carrera de armamentos.

Más allá de una defensa justificada: la justa lucha por la paz

La llamada a luchar por la paz y no preparar la guerra no es una llamada a «seguir con nuestras cosas». Si bien no toda defensa armada es injusta, tampoco es justa cualquier «paz». Hay una paz que es aborrecible, la «paz de los cementerios» que resulta de la represión brutal, la muerte y la ausencia de toda resistencia o libertad. En este sentido, el Magisterio afirma que «la paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra, sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad… Es obra de la justicia (cf. Is 32, 17) y efecto de la caridad (cf. GS 78, 1-2)» (CIC § 2304). Pues que no hay paz en la tierra, aventuremos nuestra vida en esta lucha desarmada y desarmante.

Publicado en la revista ID y Evangelizad