Niños esclavos del fútbol

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Un periodista viaja a la capital de Ghana, donde operan las academias ilegales del fútbol. Allí los niños y sus familias son engañados con promesas imposibles de triunfar en equipos europeos. los padres hipotecan su vida soñando que sus hijos llegarán al Barcelona, al Chelsea o al Milán. sin papeles y en patera, inician un viaje que, casi siempre, termina mal. son los esclavos del siglo XXI.

Es la hora del desayuno en las chabolas de Jamestown, un suburbio de Accra, la capital de Ghana. De debajo de las lonas alquitranadas que cubren las chozas de chapa ondulada llega el estruendo metálico de las faenas diarias de primera hora de la mañana y la promesa de algún plátano y leche caliente. Desafiando las órdenes de sus madres, los niños del suburbio están ya en la playa, jugando al fútbol; patean sin piedad el atadijo de trapos viejos y tiras elásticas que hace de pelota entre montones de ladrillos hechos pedazos, restos de amianto y vidrios rotos. A la luz desvaída del amanecer, sobre sus pechos flacuchos llevan los colores ajados y los escudos desteñidos de equipos de todos los rincones de Europa, del Schalke, del Ajax, del Barcelona, del Benfica… Allí patea el balón Baba. Tiene 9 años y sueña con llegar a un club europeo. Es su alternativa para huir de la pobreza.


Detrás de los niños, un cartelón deteriorado de Michael Essien, mediocampista de la selección de Ghana y del equipo londinense del Chelsea, monta guardia sobre la bahía, convertida en un vertedero maloliente. En la fotografía enseña un balón decorado con estrellas negras. Así, Essien, el símbolo nacional de su país, invita a sus seguidores a «sentirse orgullosos». A media tarde todavía hay jugando muchos pequeños que han hecho novillos o que han dejado los deberes para luego y que sueñan con llegar a ser el próximo futbolista millonario.


A medida que cae la tarde y el calor afloja, cada rincón de terreno que está sin ocupar, desde vías muertas de ferrocarril hasta canteras abandonadas, se llena de jóvenes futbolistas. Los que organizan esto son las llamadas academias de fútbol de Accra, todas ellas irregulares. Todas ellas cantera de esclavos del balón.


Hay familias que venden su casa y se trasladan a vivir a la ciudad con el fin de matricular a sus hijos en estas academias. Se calcula que sólo en esta ciudad hay en funcionamiento unas 500 escuelas ilegales. Entrenadores locales e intermediarios europeos y árabes se disputan a los mejores jugadores y les hacen firmar, a edades tan tempranas como los 7 años, precontratos. Son una forma de comprarlos a sus familias con la esperanza de sacar cientos de miles de euros cuando vendan a estos muchachos a equipos de Europa.
Este proceso de explotación ha hecho saltar la alarma en las organizaciones no gubernamentales (ONGs) que trabajan en África como, por ejemplo, Save The Children y Cáritas. Tony Baffoe, ex capitán de la selección de Ghana, reconoce que «el tráfico de niños para jugar al fútbol es una realidad a la que todos debemos hacer frente». Según la Confederación de Fútbol de África, el organismo que rige este deporte en el continente, toda institución de enseñanza del fútbol debe estar registrada ante el gobierno o la federación futbolística correspondientes. La realidad en Ghana y en la vecina Costa de Marfil es que, cuanto mayor es el éxito de los jugadores del África occidental en Europa, más y más academias surgen sin ningún tipo de garantías.
Descalzo, con el peto de entrenamiento agitándose al viento y las costillas dibujándose en su pecho, Mafiua Asare corre con la pelota. El campo no está delimitado. Las porterías lucen una cubierta de herrumbre. El nivel de habilidad técnica que exhiben estos críos, de entre ý0 y ýý años de edad, es excepcional. Su avance hacia la portería contraria queda cortado en seco por una ráfaga de viento que levanta un polvillo rojo. Cuando se detiene para frotarse los ojos y recuperar la respiración, el niño es arrojado al suelo por una dura entrada de su entrenador, Isaac Aloti, de 23 años. «Tienes que aprender a no pararte nunca por nada, enano», le regaña a su alumno, que se ha quedado en el suelo con un moratón.


Aloti, que asegura ser un «experto en fútbol» y ex jugador profesional, aunque es incapaz de mencionar el nombre de un solo equipo en el que haya militado, me presenta a dos de sus jugadores estrella, Daniel Vijo e Imano Buso, ambos de ý2 años. «Éstos son mis chicos», afirma. «Tengo sus contratos, con las firmas de sus padres. En cuanto estén preparados, irán a hacer unas pruebas en Europa. Ya hemos tenido noticias de que un ojeador del Paris Saint-Germain tiene interés en ellos. Los ojeadores vienen por aquí y se patean a fondo la ciudad en busca de chicos con un chispazo de genialidad, de ese toque de magia… Estos dos chicos tienen eso».


La Jay Gyemie Academe (sic) ha firmado con Daniel un contrato que garantiza a Aloti un 50% de la ficha de su primer contrato como profesional. Aloti puntualiza que el contrato es justo para todas las partes interesadas. «Si contratan a Daniel, yo espero una compensación por el tiempo que le he dedicado, por los conocimientos y la técnica que yo le he enseñado. Sus padres lo saben y no van a permitir que el chico se vaya sin darme mi parte. Yo puedo hacer que las cosas le resulten más fáciles al chico». «Isaac me va a ayudar a cumplir mis sueños», añade Daniel, que ha dejado de asistir a la escuela y cuya familia se ha trasladado a Accra para inscribirle en la academia de fútbol. «Mi madre tiene la máxima confianza en él», explica, «y mi familia está ahorrando para pagar el viaje a Francia, donde voy a hacer unas pruebas. Nosotros le entregaremos el dinero a Isaac y yo lo voy a hacer por mi familia. Si paso las pruebas, me llevaré a mi madre a Francia conmigo y le compraré una casa en París».


Un futuro como «sin papeles». En el caso de Daniel es muy poco probable que pueda entrar legalmente en Europa y, dada la reputación de esta academia, va a ser prácticamente imposible gestionar que le hagan una prueba. Lo más probable es que su única alternativa sea la de viajar ilegalmente a Europa por una de las rutas marítimas, numerosas y muy peligrosas, que siguen los cayucos que, desde la costa occidental de África, llevan a las islas Canarias y, desde allí, a la España peninsular.


En mayo del año pasado, uno de estos botes, un pesquerito de arrastre que hacía agua, fue abandonado por el patrón y arrastrado a tierra, hasta la playa de La Tejita, en Tenerife, con ý30 jóvenes africanos a bordo. Algunos presentaban hipotermia y todos sufrían una fuerte deshidratación. De ellos, ý5 eran adolescentes que creían que iban de camino para jugar en el Olympique de Marsella o en el Real Madrid.


Organizaciones benéficas y ONGs están haciendo oír su voz en la actualidad para dejar patente su preocupación por las actividades de las academias irregulares de fútbol. La explotación de futbolistas jóvenes ha sido calificada incluso de nueva versión del «comercio de esclavos» y por toda Europa está dejando tras de sí un trágico legado de jóvenes futbolistas que viven en la mendicidad. «El tráfico de futbolistas y la proliferación de las que se denominan escuelas de perfeccionamiento de este deporte son un campo que cada vez nos está preocupando de manera más acuciante en Save The Children», reconoce Heather Kerr, la directora de la organización en Costa de Marfil. Por otra parte, es habitual que se compren y se vendan pasaportes para jugadores jóvenes en círculos diplomáticos.


Retrato del éxito. En su casa de los suburbios, Tina y Vivian Appiah se mueven al ritmo de la música jamaicana más discotequera. Detrás de ellas hay un retrato descomunal de su hermano mayor, Stephen Appiah. Él es mediocampista del equipo turco del Fenerbahce y multimillonario. «Su éxito ha hecho que toda su familia pueda vivir bien y también ha puesto celosos a todos los que nos conocen, hasta extremos enfermizos. Podemos ir a comer a hoteles de cinco estrellas y viajar por Europa», dice riéndose Tina.


A pesar del dinero de su hermano, la enorme mansión en que viven se encuentra en un estado poco presentable, descuidado. «Todo el mundo quiere vivir como nosotras», afirma Vivian. «Las mujeres de por aquí querrían que sus hijos o sus hermanos también triunfaran para poder poseer lo que tenemos nosotras. ¿Si nos pusimos tristes cuando Stephen nos dejó para irse a Europa? ¿Tristes? Estábamos encantadas. Nuestra madre había rezado a Dios para que triunfara. Cuando Stephen era pequeño ya jugaba muy bien y todos queríamos ayudarle. Mi madre vendió el televisor para comprarle unas botas. Nosotros le ayudamos entonces y ahora él nos ayuda a nosotras».


Las historias de triunfos como el de Appiah, en quien se fijó un ojeador cuando jugaba en Italia con la selección sub ý7 de Ghana, inspiró a Bernard Bass. Este chico de ý7 años descansa en las escaleras de un edificio de hormigón de gran altura en Clichy-sous-Bois, uno de los barrios periféricos de peor fama de París. Originario de Guinea-Bissau, viajó de Ghana a Senegal y luego a Tenerife con la promesa de un intermediario libanés de que iba a realizar una prueba con el Metz. «Mi madre vendió nuestra casa y mis dos hermanos más pequeños se pusieron a trabajar con ý2 años de edad para contribuir al pago del pasaje», recuerda Bass, a quien el representante libanés le comunicó que iría a Francia en barco.


El viaje duró dos semanas. «Cuando llegamos a Europa», cuenta, «me tuvieron metido en una cárcel en Tenerife durante un mes y luego me trasladaron por vía aérea al continente. A los que me detuvieron les dije que tenía ý8 años y entonces me dejaron marchar. Me las arreglé para llegar a Francia, pero en Metz no tenían ni idea de quién era yo y me amenazaron con dar parte a la policía. Ahora estoy aquí, en Clichy-sous-Bois, compartiendo piso con un amigo».
El amigo se llama Effa Steve, tiene la misma edad, y es un mediocampista de Guinea Ecuatorial que llegó a Francia hace dos años con la promesa de que le harían una prueba en el Dijon, un equipo de la segunda división. Él sí que realizó una prueba, pero sufrió una lesión en una rodilla y el club perdió el interés en Effa. Desde entonces ha estado viviendo ilegalmente, como okupa, en una torre de pisos del barrio de Montrouge, en París. «Mi visado expiró a los 30 días y el Dijon no estaba interesado en mí», cuenta Steve. Me vine a París y me quedé aquí a la espera de que me saliera otra prueba. Eso fue en 2005. Ahora juego en un equipo de aficionados, pero el nivel es muy bueno y no siempre soy titular. Mi vida ahora consiste en evitar que me detengan y en encontrar un sitio cualquiera para pasar la noche. Sacamos dinero de vender bolsos falsos de Prada en los mercados que hay por Montparnasse. Yo comparto con otros cuatro más el suelo de un piso abandonado».


Culture Foot Solidaire es una organización benéfica creada para ayudar a jóvenes africanos que han sido abandonados después de viajar hasta Europa para realizar pruebas de fútbol. Me reúno con Jean-Claude Mbvoumin, presidente de esta organización, en su minúscula oficina de la periferia del norte de París. «Un importante equipo español cuenta con tres niños cameruneses como posibles fichajes», denuncia Mbvoumin. «Los chicos tienen ý0, ýý y ý2 años de edad. Vienen en gran número, más y más cada año, y cada vez son más jóvenes. Llegan miles de niños. En África, las cosas son fluidas, las fronteras y los pasaportes. Un número cada vez más importante viene en avión; no sólo viajan a través de los cayucos que llegan a las islas Canarias. Los visados para un mes son fáciles de conseguir en África mediante un soborno pero, cuando no se supera la prueba, los chicos se quedan aquí. No tienen nada que les empuje a regresar. Estos chicos no tienen más que ý4 años y terminan en las calles».
La verdad de las mentiras. Con la colaboración que recibe del programa de trabajo social del ayuntamiento de París, a todas luces insuficiente para todos los frentes que tiene que atender, Mbvoumin, un ex jugador de fútbol procedente de Camerún, intenta localizar a los chicos que están en situación de mayor riesgo. «En estos momentos estamos realizando un seguimiento de 800 chicos de entre ý0 y ý8 años», explica. «En el verano la cosa no es tan dura, pueden dormir en las calles. Pero en invierno los muchachos caen en la desesperación y se introducen en la delincuencia y en el consumo de drogas. Llegan aquí con las promesas de los intermediarios zumbándoles en los oídos y al final todo lo que les queda es el sonido de las sirenas de la policía y el hedor a desperdicios podridos en pisos abandonados».


En el difícil barrio de Saint-Denis, al norte de París, nos encontramos con Simon, un inmigrante camerunés ilegal. A pesar del frío, no viste más que un polo de color negro; no tiene abrigo. «Llegué aquí hace un par de años con un visado por 30 días con el sueño de jugar en el Paris Saint-Germain», relata Simon. «Yo ya jugaba al fútbol en Camerún. Mi familia tenía puestas en mí todas sus esperanzas. Cuando me vine, mi madre incluso arrendó un bar. Hicieron un cartel enorme que decía ‘¡Buena suerte! Estamos orgullosos de ti’. Cuando el club me respondió que no les interesaba, sentí tanta vergüenza de volver que me quedé aquí en plan ilegal. A mi madre le digo que pronto le voy a enviar dinero para ayudarla y, también, para pagar al intermediario. Le digo que estoy jugando sin problemas. Me siento como un hombre condenado, como si mi vida no tuviera salida. Tengo ý8 años y en mi pueblo, en Camerún, me consideran un ídolo».


Sólo en Accra (Ghana) hay 500 escuelas ilegales de fútbol. Los precontratos se llegan a firmar con niños de 7 años. Ese acuerdo les garantiza un 50% de la ficha de su primer contrato como profesionales.


A una de las pocas escuelas legales, la Aspire (Qatar), se presentaron 750.000 niños para ocupar 23 plazas. En 2007 un cayuco llegó con 130 jóvenes africanos a Canarias. De ellos, 15 eran adolescentes que creían que iban a jugar en el Marsella francés o en el Real Madrid. En la última Copa de África fueron convocados 154 futbolistas que militan en ligas europeas: el equivalente a 14 equipos que salen al campo. Desde España acudieron nueve. Entre ellos, Eto’o (Barcelona), Diarra (Real Madrid), Kanouté (Sevilla) y Uche (Getafe). Una de las cláusulas de rescisión más altas de la historia del fútbol mundial es la de Eto’o: 150 millones de euros. Existen clubes como el Chelsea donde más de un tercio de su once titular –Drogba, Obi Mikel, Essien y Kalou– son jugadores nacidos en el continente negro.