Moise, de 10 años, sostiene un machete durante su trabajo en los campos de cacao, cerca de Bodouakro, en el departamento de Daloa, en Costa de Marfil
Moise maneja el machete con tal destreza que sus cortes en mí habrían supuesto rebanarme dos dedos, mínimo. Pero no sabe coger un lápiz. Nunca lo ha hecho. Desde hace cinco años, la mitad de su vida, el machete es lo primero que agarra al despertar en el suelo de su choza de adobe, junto a su abuelo, DibiYao.
Ocho de la mañana. En silencio, abuelo y nieto caminan hacia la plantación de cacao. Uno y mil días iguales. Solo los tiempos de la cosecha marcan la diferencia: semanas limpiando el campo, semanas recogiendo el cacao, semanas trasladándolo a los secaderos… Cacao que Moise nunca probará. El cacao soluble es para nuestras cocinas, las de la hiperprotección ante un cuchillo desdentado.
Por el camino se ha cruzado con una nube de cuadros azules y blancos, los uniformes de las niñas que van a la escuela. Las camisas de los niños tienen el mismo color que la tierra seca que Moise llevará de vuelta a casa en las manos, en la cara y en los pies. “Si estamos cansados regresamos a casa a las tres de la tarde. Si podemos, aguantamos hasta las cuatro o las seis”, me cuenta DibiYao sin apartar la mirada que rasga una sonrisa en la que cualquiera se quedaría a dormir. Dibi siempre sonríe. Y abraza con los ojos.
En los campos de cacao, de cacahuete, de ñame…, en minas ilegales, en la venta ambulante, en el transporte de bidones de agua… Hay más de tres millones de Moise en Costa de Marfil y otros tantos DibiYao que ni siquiera meten la mano en los bolsillos buscando unos FCFAS (moneda local) con los que pagar la escuela de sus niños, porque no hay monedas ni bolsillos.