NUEVO DESORDEN MUNDIAL

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(…) la mujer debe ser liberada, en forma particular, de aquello que la caracteriza, es decir, de su especificidad femenina. Esta última está llamada a anularse frente a una equidad e igualdad de género, frente a un ser humano indistinto y uniforme, en cuya vida la sexualidad no tiene otro sentido que el de una droga voluptuosa de la que se puede hacer uso sin ningún criterio.

Desde los comienzos del Iluminismo, la fe en el progreso siempre ha apartado la escatología cristiana, para de hecho sustituirla completamente. La promesa de felicidad ya no está vinculada al más allá, sino a este mundo.


Un emblema de la tendencia del hombre moderno es la actitud de Albert Camus, quien a las palabras de Cristo mi reino no es de este mundo opone resueltamente la afirmación mi reino es de este mundo. En el siglo XIX, la fe en el progreso era todavía un optimismo generalizado que esperaba de la marcha triunfal de las ciencias un mejoramiento progresivo de la condición del mundo y la aproximación, cada vez más apremiante, a una especie de paraíso. En el siglo XX esta misma fe ha asumido una connotación política.


Por una parte, han existido los sistemas de orientación marxista que prometían al hombre alcanzar el reino deseado a través de la política propuesta por sus ideologías: una intención que ha fracasado de manera clamorosa. Por otra parte, hay tentativas de construir el futuro que se inspiran, en forma más o menos profunda, en las fuentes de las tradiciones liberales. Estas tentativas están asumiendo una configuración cada vez más definida, la cual está presente bajo el nombre de nuevo orden mundial, y encuentran expresión cada vez más evidente en la ONU y en sus conferencias internacionales, en particular en las del Cairo y de Beijing, que en sus propuestas de caminos para arribar a condiciones de una vida distinta traslucen una auténtica y propia filosofía del hombre nuevo y del mundo nuevo. Una filosofa de este tipo no tiene ya la carga utópica que caracterizaba al sueño marxista. Por el contrario, ella es muy realista en cuanto fija los límites del bienestar, solicitado a partir de los límites de los medios disponibles para alcanzarlo y recomienda, por ejemplo, sin por esto buscar justificarse, no preocuparse del cuidado de aquéllos que ya no son productivos o que no pueden esperar más una determinada calidad de vida.


Además, esta filosofía ya no espera que los hombres, habituados ahora a la riqueza y al bienestar, estén dispuestos a hacer los sacrificios necesarios para alcanzar un bienestar general, sino que propone las estrategias para reducir el número de los comensales a la mesa de la humanidad, para que no se resquebraje la felicidad pretendida que algunos han alcanzado. La peculiaridad de esta nueva antropología, que debería constituir la base del nuevo orden mundial, se toma evidente sobre todo en la imagen de la mujer, en la ideología del empoderamiento de las mujeres, nacida en la Conferencia de Beijin. El fin de esta ideología es la autorrealización de la mujer, pero los principales obstáculos que se interponen entre ella y su autorrealización son la familia y la maternidad. Es por eso que la mujer debe ser liberada, en forma particular, de aquello que la caracteriza, es decir, de su especificidad femenina. Esta última está llamada a anularse frente a una equidad e igualdad de género, frente a un ser humano indistinto y uniforme, en cuya vida la sexualidad no tiene otro sentido que el de una droga voluptuosa de la que se puede hacer uso sin ningún criterio. En el temor a la maternidad que se apodera de gran parte de nuestros contemporáneos entra seguramente en juego también algo todavía más profundo: el otro es siempre, a fin de cuentas, un antagonista que nos priva de una parte de la vida, una amenaza para nuestro yo y para nuestro libre desarrollo.


Al día de hoy, ya no existe una filosofía del amor, sino solamente una filosofía del egoísmo. El hecho de que cada uno de nosotros pueda enriquecerse simplemente mediante el don de sí mismo, que pueda encontrarse justamente a partir del otro y a través de ser para el otro, todo esto es rechazado como una ilusión idealista. Es justamente en esto que el hombre se engaña. En efecto, en el momento en que se le aconseja de mala manera que no ame, en última instancia se le aconseja de mala manera que deje de ser hombre. Por eso, en este punto del desarrollo de la nueva imagen de un mundo nuevo, el cristiano -no sólo él, pero sobre todo él antes que los demás- está obligado a protestar.


La concepción de los derechos humanos que caracteriza a la época moderna, y que es tan importante y tan positiva bajo numerosos aspectos, experimenta desde su nacimiento el hecho de estar fundada únicamente sobre el hombre y, en consecuencia, sobre su capacidad y voluntad de hacer que estos derechos sean universalmente reconocidos. Al comienzo, el reflejo de la luminosa imagen cristiana del hombre ha protegido la universalidad de los derechos, pero a medida que esta imagen disminuye nacen nuevos interrogantes. ¿Cómo se pueden respetar y promover los derechos de los más pobres, cuando nuestro concepto del hombre se fundamenta muchas veces sobre los celos, la angustia, el miedo e inclusive el odio? ¿Cómo una ideología lúgubre, que recomienda la esterilización, el aborto, la contracepción sistemática e inclusive la eutanasia como precio de un pansensualismo desenfrenado, puede restituir a los hombres la alegría de vivir y la alegría de amar?.


Es en este punto que debe emerger claramente lo que el cristiano puede ofrecer como positivo en la lucha para la historia futura. En efecto, no es suficiente que él oponga la escatología a la ideología que está en la base de las construcciones postmodernas del porvenir. Es obvio que también debe hacer esto, y debe hacerlo en forma decidida. En este aspecto, en las últimas décadas la voz de los cristianos seguramente se ha debilitado demasiado y se ha vuelto demasiado tímida. Ahora bien, en su vida terrenal el hombre es una hoja al viento que permanece carente de significado si desvía la mirada de la vida eterna.


Lo mismo vale para la historia en su conjunto. En este sentido, la llamada a la vida eterna, si se hace en forma correcta, no se presenta nunca como una fuga, sino que simplemente otorga a la existencia terrenal su responsabilidad, su grandeza y su dignidad.