Sólo de moderna esclavitud pueden calificarse las condiciones de trabajo y vida de buena parte de los entre 11 y 15 millones de inmigrantes que constituyen el grueso de la fuerza laboral en las monarquías petroleras del golfo Pérsico.
Por Ángeles Espinosa, (EL PAÍS, 13/12/07).
Hace pocos años todavía era posible verlas acurrucadas en alguna esquina del zoco del oro de Riad. Su presencia recordaba que la abolición de la esclavitud en Arabia Saudí sólo se había producido en 1962. A diferencia de los hombres, las mujeres no podían trabajar, y la mayoría de las liberadas, carentes de medios para regresar a sus países de origen, vivían de la caridad. Al menos eran libres. Muchos emigrantes actuales sienten que desde el momento en que llegan a la península Arábiga pierden su libertad y no saben cuándo podrán recuperarla.
Jornadas interminables, salarios de miseria, alojamientos insalubres, restricciones de movimiento… Sólo de moderna esclavitud pueden calificarse las condiciones de trabajo y vida de buena parte de los entre 11 y 15 millones de inmigrantes que constituyen el grueso de la fuerza laboral en las monarquías petroleras del golfo Pérsico. Tal como han denunciado numerosos informes de organizaciones internacionales de derechos humanos, las leyes de esos países resultan deficientes en cuanto a la protección de los trabajadores, y están muy lejos de los niveles mínimos internacionales.
Hablamos de los miembros del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG): Arabia Saudí, Kuwait, Bahrein, Emiratos Árabes Unidos, Qatar y Omán. Seis estados con abundancia de petróleo, pero escasos de población autóctona para sacar partido de ese maná. Seis estados que, a pesar de los esfuerzos de algunos de ellos por proyectar una imagen de modernidad, no dejan de ser monarquías absolutas sin sistemas efectivos de participación para sus propios súbditos, mucho menos para unos trabajadores invitados que no desean que echen raíces.
Aunque las cifras suelen ser imprecisas en una región donde el número de nacionales casi es secreto de Estado, los porcentajes resultan muy significativos. Los inmigrantes constituyen el 70% de la fuerza laboral del CCG. Pero en aquellos países que tienen una menor proporción de ciudadanos vernáculos, como EAU, Kuwait o Qatar, alcanzan el 90% de los activos, lo que da una idea de su peso económico. Mayor aún si se tiene en cuenta que se concentran en el sector privado.
Son la espina dorsal de la industria petrolera, la construcción o el servicio doméstico. El llamativo desarrollo inmobiliario de Dubai, el más activo de los emiratos de la federación de EAU y un modelo para los países vecinos, hubiera sido imposible sin el ejército de obreros asiáticos (en su mayoría indios) dispuestos a trabajar por poco más de 100 euros mensuales.
Sueldos de miseria para escapar a la miseria de los suburbios de Manila o las zonas rurales de subcontinente indio. Sólo los emigrantes de India suman 3,5 millones en toda la región. Pero también hay importantes contingentes de Pakistán, Bangladesh, Filipinas o Sri Lanka. Respecto a los árabes, egipcios, yemeníes y sirios son los más numerosos. La oferta de mano de obra es prácticamente ilimitada, lo que permite que el producto marginal del trabajo, como los economistas definen los salarios, se calcule de acuerdo con las magnitudes de Bangladesh.
Ha sido precisamente una huelga de esos trabajadores de la construcción la que ha llamado la atención sobre una situación vergonzosa aunque no desconocida. Los visitantes occidentales solemos fijarnos más en los velos con los que se cubren las mujeres locales (a menudo con gusto) que en la violación de los derechos laborales de esos seres humanos que nos sirven como camareros, basureros o taxistas, y que a menudo son el primer contacto (a veces, casi el único) con unos países cuya población autóctona vive tras los muros de su espléndido aislamiento.
En la última de una serie de acciones de protesta en Dubai, 40.000 obreros se negaron a acudir al tajo durante varios días a finales del pasado octubre. La demanda de mejoras salariales eclipsó el resto de las quejas: inexistencia de un sueldo mínimo, largas jornadas laborales, hacinamiento en los barracones que las empresas les facilitan como vivienda y en las furgonetas que les trasladan las obras. Además, aducían, carecen de instancias para denunciar los abusos de los contratistas que, a la mínima, retienen sus salarios o anulan sus visados, condenándoles a la ilegalidad. Y esto sucedía en EAU, el país al que la mayoría de los expatriados de la región mira como modelo.
Debido a su peso demográfico, Arabia Saudí es el país de la zona que cuenta con un mayor número de inmigrantes y las condiciones más duras (Human Rights Watch ha denunciado casos de trabajadores a los que no se permite hacer descansos para comer y beber). En 2004 alcanzaban los 8,8 millones, es decir, un tercio de todos los habitantes del reino. De ahí que el impacto de su política laboral traspase sus fronteras e influya tanto en los países vecinos como en los de origen de los trabajadores.
La amenaza siquiera implícita de expulsión masiva de sus emigrantes hace temblar a las embajadas de países para los que las jugosas remesas que envían constituyen un factor de estabilidad social. Y las cifras no son despreciables: 30.000 millones de dólares en el último año, es decir, un 10% del producto interior bruto de la región. De ahí los numerosos intermediarios, en forma de agencias de empleo no siempre honestas, que intentan hacerse con un porcentaje siquiera pequeño de ese pastel.
Aunque hay ligeras diferencias entre los seis países del CCG, sindicatos, negociación colectiva y derecho de huelga, los tres instrumentos básicos de defensa del trabajador, están ausentes de todas las legislaciones (sólo Kuwait acepta una sindicación limitada). Además, en todos funciona el sistema del sponsor, o patrocinador, de cuyo aval depende el trabajador para conseguir el visado de trabajo. Hay locales que han convertido ese patrocinio en un negocio por el que cobran un porcentaje del salario del extranjero.
Incluso cuando no llega a tanto, el empresario se queda con los pasaportes de sus empleados, dejándoles sin posibilidad de viajar sin su permiso. En manos de los menos escrupulosos, es una herramienta de chantaje. No son infrecuentes los casos en los que el trabajador se ve obligado a firmar una liquidación muy por debajo de lo que le corresponde para lograr recuperar su pasaporte y con él su libertad.
Especialmente sangrante es la situación de los empleados domésticos, casi todos mujeres. Ni siquiera se benefician de la escasa protección que proporcionan las leyes de trabajo locales, que al menos establecen vacaciones anuales, un día de descanso semanal y las jornadas máximas. A menudo tienen que pagar primero los visados y permisos de trabajo. Además, muchos patrones les deducen de sus magros salarios el alojamiento y la manutención.
Las organizaciones internacionales de derechos humanos califican la situación de estos trabajadores (entre cinco y siete millones) de «servidumbre por contrato». Y eso sin entrar en el escabroso terreno de los abusos sexuales. Un reciente informe de HRW sobre las empleadas domésticas de Sri Lanka en la región (unas 600.000) denuncia que con frecuencia son víctimas de «abusos físicos y verbales, acoso sexual y violaciones». También las de otras nacionalidades.
Emiratos Árabes Unidos y Kuwait han empezado a tomar tímidas medidas introduciendo contratos laborales estandarizados para el servicio doméstico. Pero, al igual que sucede con la nueva Ley de Trabajo saudí, su puesta en práctica deja mucho que desear. Los departamentos encargados de los trabajadores extranjeros y los tribunales tienden a respaldar al empresario nacional más que a aplicar unas leyes que aún están lejos de cumplir con las convenciones internacionales. Los defensores de los derechos humanos coinciden en que, incluso cuando existen garantías legales, falta voluntad política para aplicarlas.
Atrapados entre la ausencia de protección tanto de sus países de origen como de los de acogida, sujetos a los abusos de empresarios sin escrúpulos y de dudosas agencias de empleo, pero necesitados de unos ingresos que mantienen a familias enteras, estos inmigrantes no tienen otra salida que aceptar condiciones de trabajo rayanas con la esclavitud.
Sólo la presión internacional sobre los países receptores puede cambiar esa situación. Más ahora que sus dirigentes buscan reconocimiento, inversiones o un papel más activo en la política mundial.