PATENTES BIOTECNOLÓGICAS. La OMC al servicio de las transnacionales.

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Las grandes empresas tratan de controlar los recursos genéticos de la Tierra sirvíendose de la Organización Mundial del Comercio (OMC). A través de artimañas legales, las mayores empresas biotecnológicas han conseguido algo impensable hace un tiempo: que se puedan patentar tanto los genes como los propios seres vivos y su descendencia. De esta manera, se adueñan de recursos naturales o de animales y plantas que habían sido mejorados durante milenios por toda la Humanidad y que, hasta ahora, no tenían dueño.


Publicado en Autogestión
Por Isabel Bermejo

Las consecuencias de estas patentes biotecnológicas ya resultan dramáticas para buena parte de la población.

Dichos como el de «no todo el monte es orégano» nos recuerdan que antaño nuestra cocina y las recetas de la abuela para aliviar el resfriado, o el dolor de cabeza, se surtían de plantas silvestres recogidas en la naturaleza, o cultivadas en los linderos de pequeños huertos. Decir que la base de nuestra alimentación son también las especies silvestres, cultivadas y mejoradas desde tiempos remotos por incontables generaciones campesinas, resulta casi una perogrullada. Y aunque poco a poco nos vayan acostumbrando a comprar el orégano en tarros de cristal, y los garbanzos, las alubias y hasta los ajos en envases de plástico de a kilo, si alguien pretendiera reclamar para sí la propiedad -en exclusiva- sobre el orégano, sobre el té de risco, o sobre los garbanzos, a una gran mayoría nos parecería una ocurrencia completamente peregrina. Sin embargo, y aunque suene a monumental disparate y a ciencia ficción, eso es prácticamente lo que está ocurriendo hoy en día. En efecto, el desarrollo de técnicas de manipulación genética en los últimos años está llevando a la industria a reclamar derechos de propiedad exclusivos sobre la materia prima de la biotecnología, que son los propios organismos vivos.

Un nada despreciable cuarenta por ciento de la economía mundial hoy en día está basada en productos y procesos biológicos. Por otra parte, la posibilidad de utilizar seres vivos manipulados genéticamente en la producción industrial ha despertado en los últimos años unas enormes expectativas comerciales. Y la materia prima de este apetecible mercado biotecnológico es precisamente la extraordinaria variedad de formas de vida que todavía pueblan nuestro planeta verde. Sin embargo una singular característica de los seres vivos, la de reproducirse y dispersarse a su total antojo, resulta problemática si a lo que se aspira es a a controlar y a monopolizar su utilización y disfrute. Por ello la industria biotecnológica ha buscado una fórmula que resulta muy eficaz para adueñarse de esta materia prima y asegurarse el monopolio de su utilización futura: las patentes biotecnológicas.

El sistema de patentes es una norma para la protección de la propiedad intelectual, que concede derechos exclusivos sobre una invención al autor de la misma. Dado que, lógicamente, está prohibido conceder patentes sobre decubrimientos, y que es innegable que los genes y la materia biológica no son una invención humana, sino un mero hallazgo de la ciencia, parecería que no es posible aplicar la normativa de patentes a los seres vivos.

Sin embargo la industria biotecnológica se ha valido de un truco que le permite reclamar patentes sobre genes, sobre material biológico, y sobre los propios seres vivos y su descendencia. Se trata de afirmar que el hecho de aislar de su entorno natural o de reproducir la materia biológica constituye un paso inventivo, que automáticamente convierte en inventor a quien cuente con los medios adecuados para secuenciar y reproducir en el laboratorio fragmentos de ADN, o hacer un cultivo de células.

Para entendernos, es exactamente como si por fotocopiar una obra literaria, como El Quijote, pretendiéramos arrogarnos derechos de autor sobre la misma. El lobby biotecnológico ha conseguido legitimar esta evidente trampa, introduciendo un la nueva normativa sobre patentes de la Unión Europea, la Directiva 98/44/CE, que a pesar de haber sido recurrida por varios países está a punto de incorporarse al derecho Español, esta curiosa y muy interesada definición de invención biotecnológica. El capítulo sobre patentes (APDIC), incluido en los acuerdos de la última ronda mundial de liberalización comercial, exige asimismo que todos los países miembros de la Organización Mundial del Comercio (OMC) reconozcan las patentes de microorganismos y establezcan un sistema de protección de derechos de propiedad intelectual, bien sea por medio de patentes o por un sistema alternativo (sui generis), para las obtenciones vegetales.

Y es que en una época que pregona el liberalismo económico, las patentes se han convertido en una fórmula extraordinariamente provechosa de proteccionismo legal, a la que las grandes compañías recurren para afianzar su primacía y asegurarse el monopolio de determinados sectores de la producción. En los últimos años el número de solicitudes de patente se ha disparado, al igual que las cifras de comercio mundial de bienes protegidos por patente, que han pasado del 12 al 24 por ciento entre 1980 y 1994. El reparto de los títulos de patente, sin embargo, es enormemente desigual: el mundo industrializado, donde se lleva a cabo un 84% del I+D mundial, detenta nada menos que el 97% de todas las patentes, la mayor parte de las cuales están en manos de grandes empresas. Los diez países más ricos acaparan igualmente un 90% de los pagos transfronterizos de royalties y tasas por licencias de patente, realizándose un significativo 70% de los mismos desde las filiales de transnacionales en el extranjero a la casa matriz .

Esta tendencia encaja perfectamente bien en el reparto de funciones de una economía mundializada, en la cual las regiones ricas se reservan el papel pensante y de producción de servicios y de altas tecnologías -protegidas por patentes-, que venden a las regiones periféricas, trasladando la mayor parte de los procesos productivos que requieren mano de obra, o más contaminantes, a sus filiales en los territorios empobrecidos del mundo. Sin embargo la extensión de los derechos de patente al ámbito de los organismos vivos tiene unas implicaciones especialmente preocupantes: por afectar a sectores tan fundamentales para el bienestar humano como son la salud y la alimentación, particularmente en el llamado Tercer Mundo, y por suponer la mercantilización y privatización de los seres vivos, y el expolio de la riqueza biológica -la biodiversidad- que albergan precisamente las regiones más pobres, convirtiéndolas, una vez más, en fuente de materia prima para el enriquecimiento de una elite de privilegiados.

Patentes y salud: las patentes que matan

Según un reciente informe de Oxfam, once millones de personas morirán de enfermedades infecciosas este años por falta de acceso a medicamentos adecuados. Nada menos que once millones de vidas de personas queridas, con una mirada y sonrisa particular, que en muchos casos podrían salvarse si los páises pobres dispusieran de medicamentos baratos. Mientras tanto Glaxo/Smithkline Beecham, una de las cuatro transnacionales que dominan la industria farmacéutica mundial, acaba de anunciar unos beneficios récord, de 5.320 millones de libras esterlinas, en el año 2000: nada menos que 14 millones de libras esterlinas en ganancias diarias contantes y sonantes.

A pesar de ello, los gigantes del sector farmacéutico presionan al gobierno de EE.UU., argumentando cuantiosas pérdidas, para que sancione a países como Brasil, Argentina, Egipto y la India, que han promovido la fabricación local de genéricos, para poder suministrar medicamentos básicos a un precio asequible para la población. Y el 5 de marzo se iniciará la vista de una demanda contra el Gobierno de Nelson Mandela presentada ante los tribunales de Sudáfrica por 42 grandes compañías farmacéuticas, que pretenden bloquear la producción local y la importación de medicamentos baratos procedentes de países que, según las compañías, se saltan la normativa de patentes, y que pueden salvar millones de vidas en Sudáfrica.

Al mismo tiempo, un verdadero ejército de expertos en etnobotánica al servicio de las compañías prospectan las selvas y los humedales africanos y exploran extensos territorios en México, en Brasil, en la India o en otras regiones igualmente ricas en diversidad biológica, a la búsqueda de especies silvestres cuyas propiedades curativas pueden servir para el desarrollo de nuevos medicamentos, y del conocimiento que las poblaciones indígenas tienen sobre su empleo. O, incluso, de características de posible interés farmacológico en las propias poblaciones humanas.

Se calcula que un 40% de las ventas mundiales de productos farmacéuticos -que en 1997 ascendían a 120.000 millones de dólares- corresponden a medicamentos derivados de extractos vegetales o productos biológicos. Se conocen unas 35.000 especies vegetales con valor medicinal, y muchas de las características de interés de estas plantas están siendo patentadas por las compañías farmacéuticas. Se cree, por ejemplo, que las 7.000 plantas que constituyen la base de la medicina Ayurvédica tradicional en la India están siendo sistemáticamente patentadas.

Sin embargo, a pesar de que la riqueza biológica utilizada procede de regiones del Tercer Mundo, que albergan un 90% de los recursos genéticos del mundo, la práctica totalidad de los titulares de patentes farmacéuticas son empresas y un cada vez más reducido número de universidades e instituciones públicas de investigación del Norte. Las 5 compañías biotecnológicas mayores del mundo controlan más del 95% de las patentes biológicas . Y aunque la industria farmacéutica es enormemente rentable, y se beneficia de cuantiosas ayudas públicas directas e indirectas, el afán de hacerse con el monopolio de los recursos básicos para futuras aplicaciones de la biotecnología en el campo de la salud está llevando a una verdadera carrera por patentar genes, extractos, y material biológico, tanto vegetal como humano.

El total de patentes sobre genes aprobadas o pendientes de tramitación asciende ya a más de 500.000, y a pesar de que los datos sobre el genoma humano desvelados recientemente han venido a confirmar lo poco que sabemos sobre la función y regulación de los genes, hay ya más de 160.000 solicitudes de patentes sobre genes o secuencias genéticas humanas.

También se han registrado patentes sobre líneas celulares humanas con características de interés para la medicina, llegando en algunos caso a aceptarse solicitudes francamente escandalosas, como la patente concedida por la Oficina de Patentes Europea a BIOCYTE sobre células del cordón umbilical, que fue recurrida en su día por la organización médica Eurocord y diversas ONG europeas, entre ellas Ecologistas en Acción.

La patentes, y un énfasis cada vez mayor en la genómica -con resultados muy a largo plazo y un coste prohibitivo- , están teniendo como resultado una preocupante marginación del sector público, y la creciente concentración de la investigación médica en un número cada vez más reducido de compañías farmacéuticas transnacionales, que deciden las prioridades de investigación. Y lógicamente la prioridad en este caso no es la prevención, ni las enfermedades de los pobres. Es sabido que solamente un 10% de la investigación de estas empresas se destina a la búsqueda de medicamentos para las enfermedades que suponen el 90% de los problemas de salud mundial, mientras que dolencias típicamente ligadas a la sobrealimentación y al estilo de vida consumista y despilfarrador de la sociedad occidental, como la obesidad o los infartos (las enfermedades de los ricos), acaparan la atención de una industria farmacéutica cuyas prioridades vienen determinadas por la búsqueda de beneficios.

Por citar un ejemplo, la empresa farmacéutica británica Phytopharm está desarrollando en Sudáfrica, donde millones de personas están afectadas por el Sida, un medicamento inhibidor del apetito, basado en una planta autóctona de la región, la Hoodia, cuyo mercado potencial se calcula que podría ser de más de 3.000 millones de dólares. Y para la empresa Millenium Pharmaceuticals, que ha patentado el gen de la obesidad, ésta es también una de las prioridades principales.

Patentes y alimentos: hacia la inseguridad alimentaria.

Hoy en día difícilmente podríamos escoger un menú sin toparnos con una multitud de productos alimentarios cuyos caracteres están protegidos por patentes biotecnológicas. Si de primero nos apetece comer una paella, nos encontraríamos con que se han registrado 152 patentes que cubren 584 secuencias genéticas del arroz. Un humilde plato de lentejas suscita menos interés para la industria, pero también estaría cubierto por la menos 5 patentes. Si de segundo optamos por un plato de carne, hay más de 500 patentes sobre secuencias genéticas del pollo; y también varias docenas sobre el cerdo. Si se nos antoja el pescado, también se han patentado secuencias genéticas del salmón, del atún, y del bacalao. Si queremos picar un poco de ensalada, nos encontraríamos con que hay 774 patentes sobre el tomate, 52 sobre las zanahorias, y 41 sobre el pepino. Y si de postre nos apetece un poco de fruta, hay registradas al menos 21 patentes sobre las persa y otras tantas sobre las uvas, 6 sobre el kiwi, 11 sobre las naranjas, y 9 sobre las manzanas. Y la Nestlé y la Universidad de Hawaii (que colabora con Monsanto) tienen patentes sobre secuencias genéticas del café.

Lógicamente, los alimentos de mayor interés para la industria biotecnológica, y por tanto los que están cubiertos por un mayor número de patentes, a veces amplísimas, son los alimentos básicos de la humanidad, y por tanto con mayor interés económico, como la soja, los cereales, o las patatas.

No es casualidad que la primera patente de especie, que levantó una considerable polémica y que ha sido recurrida por la propia industria biotecnológica, fuera una patente concedida a la empresa Agracetus (posteriormente absorbida por Monsanto) sobre todas las variedades de soja modificada genéticamente. Ni tampoco que una mayoría de estas patentes estén en manos de un número muy reducido de empresas, que con ello se aseguran el control de las futuras innovaciones biotecnológicas en estos cultivos.

Por citar algunos ejemplos, las 5 empresas con mayor número de patentes sobre el máiz son titulares del 84,9% de las 2.181 solicitudes registradas, mientras que 5 empresas poseen un 85, 7% de las 1.110 registradas sobre la patata, y en el caso del trigo 5 empresas son dueñas del 79,6% de un total de 288 solicitudes.

Las patentes y el atractivo de un enorme mercado están llevando a un auténtico desembarco de la industria biotecnológica en la agricultura, un sector en el que la investigación hasta hace poco estaba dominada por el sector público. A principios de los años 80 en EE.UU. un 80% de la mejora de cultivos se llevaba a cabo en las universidades y otras instituciones públicas, y prácticamente ocurría lo mismo en todo el mundo. Sin embargo, la creciente privatización del saber y de la base para la mejora de los cultivos a través de las patentes están llevando a una preocupante concentración de I+D en la agricultura en manos de la industria, paralelo al vertiginoso proceso de fusión y concentración de empresas del sector de las ciencias de la vida. En efecto, en la última década las empresas productoras de agroquímicos y el sector farmacéutico se han unido, comiéndose a las empresas productoras de semillas.

En un futuro previsible este proceso de fusión culminaría con la entrada en escena de los gigantes de la alimentación (Nestlé, Philip Morris, Unilever, Pepsico, Con Agra, Coca-Cola…). Con ello se completa la integración vertical del sector: una misma empresa controla la producción de alimentos desde la semilla a la mesa, pasando por la producción de abonos, pesticidas, y todos los insumos necesarios para la agricultura, y por el sector de elaboración y envasado de los alimentos y su distribución. En este esquema, el agricultor se convierte en mero peón de la agroindustria, aunque, eso sí, corriendo con los riesgos de pérdidas si viene un año seco, o si el rendimiento de una variedad manipulada genéticamente no es el esperado, o si resulta que es peligrosa para la salud del consumidor, o para el medio ambiente, ya que la industria biotecnológica no quiere aceptar responsabilidad civil por los posibles daños de las variedades transgénicas…

A pesar de que un importante porcentaje de la investigación agrícola mundial se sigue produciendo todavía en el sector público, de la mano de la ingeniería genética la orientación de esta investigación está pasando a ser controlada por el sector privado, que co-financia la investigación y se apropia de sus resultados a través de las patentes. No es de extrañar que la primera generación de transgénicos haya estado dominada por los intereses de la industria en aumentar sus ventas de agroquímicos, produciendo variedades de cultivos transgénicos resistentes a los herbicidas; ni que una mayoría de las transnacionales de la biotecnología estén desarrollando una segunda generación de semillas transgénicas cuyas características ventajosas sólo se activarán cuando se apliquen en los campos de cultivo determinados productos químicos producidos por la propia industria; ni que una mayoría de los supuestos rasgos ventajosos de los futuros cultivos manipulados genéticamente consistan en cualidades que facilitan su procesamiento por la industria alimentaria, o su almacenamiento y transporte a grandes distancias, o que vayan destinados a una minoría de la población mundial en la cual los excesos alimentarios están acarreando problemas de salud.

Si el desarrollo de una variedad comercial lleva 10 años y cuesta 300 millones de dólares, evidentemente interesan los grandes mercados de las sociedades opulentas donde rentabilizar la inversión, y no los problemas de los pequeños agricultores y de los hambrientos del mundo. Los datos sobre los cultivos manipulados genéticamente en el mundo son enormemente elocuentes en este sentido.

En la actualidad el creciente peso del sector privado en la investigación agronómica está orientando una desmesurada proporción del I+D, tradicionalmente más preocupado por las necesidades del agricultor, hacia tecnologías relacionadas con el procesamiento de los alimentos, y hacia una mejora de los cultivos vinculada a un modelo de producción agrícola muy mecanizado, especializado, e intensivo. Un modelo enormemente destructivo, no sólo a nivel ecológico, sino en términos de salud humana y del futuro de las comunidades rurales, como está demostrando -lamentablemente- la crisis de las vacas locas.

Sin embargo, no se puede olvidar que la mejora local de variedades agrícolas, que han realizado siempre las comunidades campesinas, es fundamental para el mantenimiento de una variabilidad genética imprescindible para enfrentarnos a los crecientes problemas de plagas, de cambio climático, y de abastecimiento de alimentos de la población en todo el mundo. Estas comunidades campesinas, que no caben en el modelo industrial de producción de alimentos favorecido por las patentes biotecnológicas, no sólo cubren más de la mitad de las necesidades alimentarias del mundo, sino que han sido las que han mantenido una diversidad de variedades que constituyen la base de la propia mejora genética de los cultivos. En efecto, la seguridad alimentaria del mundo depende de los 1.400 millones de campesinos y campesinas que todavía guardan su semilla, y que no podrían pagar el coste de las variedades transgénicas patentadas.

Paradójicamente, si estas comunidades cobrasen un ridículo 2% sobre los royalties generados por las variedades mejoradas por la industria biotecnológica, la deuda contraída con ellas, en particular con las mujeres campesinas que han sido quienes tradicionalmente se han ocupado de la mejora y cuidado las semillas en el Tercer Mundo, ascendería ya a muchos millones de dólares. Y este argumento es precisamente uno de los preferidos por los partidarios de las patentes biotecnológicas, que insisten en que las patentes contribuyen a revalorizar la biodiversidad, y por tanto contribuyen a su conservación.

Sin embargo, es de temer que ocurra justo lo contrario. Por aquello de que el zorro no es buen guardián del gallinero, y porque los principios avaros, mercantiles y utilitarios que rigen el mercado -y las patentes- han demostrado muy sobradamente su capacidad de destrucción de la naturaleza y de la sociedad. Y porque, además, y sobre todo, hay cosas a las que, sencillamente, no conviene poner precio, ni deben tener dueño. La diversidad de la vida no tiene precio, ni puede tener propietario, ni comprarse y venderse, porque es algo esencialmente libre. Y porque está inserta y forma parte de la historia de cada pueblo, y de cada cultura, y de cada persona. Y porque es algo común, de todos, y a nadie pertenece .