Emilio Botín no necesita, de momento, que le cambien las leyes. Le basta con que los jueces las acomoden a sus particulares intereses, las fuercen como juncos de ribera para que el banquero cántabro salga limpio de polvo y paja de sus vis a vis con doña Justicia.
Cuando éramos jóvenes, Adolfo Suárez hizo famoso aquello de hacer realidad institucional lo que era realidad en la calle y, todos o casi todos mediante, esa simiente germinó en la cosecha de una supuestamente modélica transición política, que desembocó en la Constitución de 1978. Parecía que el pueblo español recuperaba el protagonismo de su Historia.
Una grata sensación se extendió entre los ciudadanos: la euforia de una libertad que sólo tenía como límite el respeto a la Ley entendida como expresión de la voluntad popular. Y como garantía de que la Ley así formulada no sería papel mojado, se estableció que también la Justicia emanaba del pueblo y se administraba por tribunales independientes a los que competía en exclusiva juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.
Desde entonces ha llovido mucho y hasta ha habido épocas de sequía. Pero lo que se enunció y promulgó como un sueño largamente esperado ha dejado de serlo. Desde que el Tribunal Constitucional abdicó de sus altas funciones en razón de la execrable razón de Estado, es decir, de la negación de los principios constitucionales más elementales, hemos asistido a una larga retahíla de nefastas actuaciones judiciales y no judiciales.
Procedentes todas ellas de los poderes públicos, se obstinan en negar que la soberanía resida en el pueblo español y, más aún si cabe, que exista independencia judicial alguna. No son excepciones. La excepción propia de un sistema de reglas se ha convertido en la regla, y las reglas en la excepción. Así están las cosas.
Semejante involución acaba de tener, está teniendo, una representación plástica difícilmente digerible hasta para los estómagos más escépticos y/o agradecidos. Nuestro inefable Zapatero, que preside el Gobierno de un país todavía llamado España situado al borde del ataque de nervios, según la conocida película de Almodóvar, acaba de formular en términos meridianos quien manda aquí. Veamos.
La Ley prohibía que un grupo mediático, incluido el de Jesús Polanco por eso de la generalidad de las leyes, pudiera tener tantas concesiones de radio como las resultantes del famoso Antenicidio. Cuando unos ciudadanos reclamaron a los tribunales «independientes» por ese incumplimiento y obtuvieron una sentencia firme (TC incluido) que les daba la razón, el señor del Gran Poder dijo que verdes las han segado y que les fueran dando a las leyes, a los tribunales y al Gobierno de la Nación.
Y los tribunales de justicia que debían ejecutar lo juzgado, y la Administración supuestamente sometida a la Ley, no hicieron nada por hacerla cumplir, naturalmente por ser vos quien sois y por lo que pudiera pasarles (remember Gómez de Liaño) a unos y otros.
Y así, habida cuenta de que los tribunales y el Gobierno no eran capaces o no estaban dispuestos a meter en vereda al Poder Fáctico Fácilmente Reconocible y ejecutar la sentencia del Antenicidio, Zapatero ha dado con la piedra filosofal: ¿Que don Jesús Polanco no quiere cumplir las leyes ni las sentencias de los tribunales de justicia? Pues no hay problema, hombre, se cambian las leyes y Santas Pascuas.
Emilio Botín no necesita, de momento, que le cambien las leyes. Le basta con que los jueces las acomoden a sus particulares intereses, las fuercen como juncos de ribera para que el banquero cántabro salga limpio de polvo y paja de sus vis a vis con doña Justicia.
Basta observar el obsequioso comportamiento del ponente en el juicio que sobre las indemnizaciones millonarias se celebra en la Audiencia Nacional, más efectivo en defensa de las tesis del amo del SCH que el propio Bueren, por no hablar del fiscal, que sigue haciendo el don Tancredo, no vaya a ser que don Emilio se enfade.
La Ley no sólo pierde así el carácter de general. Es que pierde el carácter de coactiva. Se cumple cuando uno quiere. Hemos llegado al «Estado de Derecho Voluntario». ¿Que uno no quiere pagar la cuenta de la luz, la del gas, o la del supermercado? Pues se cambia el código civil, el de comercio, la ley de sociedades anónimas y lo que haga falta, si es preciso se cambia hasta el código de circulación, y se dispone que no se paga a nadie un duro más que si uno quiere.
Pero que nadie se llame a engaño. La versión «Voluntaria» de este Estado de Derecho que acaba de botar en los astilleros del Consejo de Ministros el señor Zapatero sólo rige para Polanco y Botín, los únicos y reales poderes fácticos hispanos. ¿El resto de nuestros millonarios? Simples aprendices.
Mucho ojo, pues, porque si a uno cualquiera de los 43 millones de españoles se le ocurre no cumplir con sus obligaciones, no pagar sus impuestos, sean directos, indirectos o circunstanciales, o se le ocurre incluso decir aquello de que el Rey va desnudo, le puede caer un puro encima de no te menees, provenga o no de la voluntad popular.
Jesús Cacho : 16/02/2005
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