«Por exceso de amor»

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A pesar de su longitud voy a recordar el siguiente testimonio referido a la peste que el año 260 asoló a Alejandría:

«La mayoría de nuestros hermanos, por exceso de su amor y de su afecto fraterno, olvidándose de sí mismos y unidos unos con otros, visitaban sin precaución a los enfermos, les servían con abundancia, los cuidaban en Cristo y hasta morían contentísimos con ellos, contagiados por el mal de los otros, atrayendo sobre sí la enfermedad del prójimo y asumiendo voluntariamente sus dolores. Y muchos que curaron y fortalecieron a otros,
murieron ellos, trasladando a sí mismos la muerte de aquellos. (…) Los mejores de nuestros hermanos partieron de la vida de este modo, presbíteros -algunos-, diáconos y laicos, todos muy alabados, ya que este género de muerte, por la mucha piedad y fe robusta que entraña, en nada parece ser inferior incluso al martirio.

Y así tomaban con las palmas de sus manos y en su regazos los cuerpos de los santos,les limpiaban los ojos, cerraban sus bocas y, aferrándose a ellos y abrazándolos, después de lavarlos y envolverlos en sudarios, se los llevaban a hombros y los enterraban. Poco después recibían ellos estos mismos cuidados, pues siempre los que quedaban seguían los pasos de quienes les precedieron. En cambio, entre los paganos fue al contrario: incluso apartaban a los que empezaban a enfermar y rehuían hasta a los más queridos, y arrojaban moribundos a las calles y cadáveres insepultos a la basura, intentando evitar el contagio y compañía de la muerte, tarea nada fácil hasta para quienes ponían más empeño en esquivarla».

Todavía en la Edad Moderna, «en caso de epidemia, los religiosos eran muchas veces los únicos dispuestos a atender a los enfermos con riesgo de su propia vida». Incluso ha habido congregaciones -como las Hermanas de la Caridad de Santa Ana- con un voto especial de atender a los enfermos contagiosos y pestilentes. (…)

En ocasiones, los primeros cristianos llegaron hasta el don de sí mismos. «Muchos de los nuestros -escribía San Clemente Romano- se han vendido como esclavos y con el precio de su libertad han alimentado a otros». Incluso han llegado hasta nosotros algunos nombres: San Pedro el Colector mandó a su tesorero que le vendiera en provecho de los indigentes y San Serapión se entregó a una pobre mujer para que le vendiera a unos
juglares griegos.

(·GONZALEZ-CARVAJAL-L en «_Iglesia-Viva», 156)