Por qué defiendo a la Iglesia

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Pese a no ser creyente y tener bastante alergia a los ambientes y estilos clericales, suelo defender a la Iglesia. Creo que hay algunas razones de peso para hacerlo aun sin integrarse en ella.

Por qué defiendo a la Iglesia

Por Pio Moa
Revista Autogestión nº59
junio de 2005

Pese a no ser creyente y tener bastante alergia a los ambientes y estilos clericales, suelo defender a la Iglesia. Creo que hay algunas razones de peso para hacerlo aun sin integrarse en ella.

En primer lugar, la gran mayoría de los ataques a dicha institución son manifiestamente calumniosos, y han generado una literatura repulsiva por su carácter soez y ramplón, y por su carga de odio irracional. La literatura anticatólica en España tiene un nivel intelectual ínfimo, sugiere a compadres dándose codazos de complicidad mientras sueltan maledicencia en la barra de una tasca.

¡Y si sólo fueran palabras! Esa literatura ha llevado a la comisión de crímenes terroríficos por su amplitud y saña, y a las mayores devastaciones culturales que haya sufrido el país, con destrucción de innumerables bibliotecas, monumentos y obras de arte. Todo ello, ¡asombrosamente!, en nombre de la cultura y contra el oscurantismo. Da grima contemplar aún hoy, cómo sus autores o descendientes ideológicos siguen sonriendo satisfechos cuando se mencionas estas cosas, o las aluden como nimiedades, como sucesos bastante explicables y sin mayor relevancia: «Total…¡curas! De algún modo se lo tiene merecido», viene a indicar su actitud. Las campañas contra la beatificación de los mártires de la Guerra Civil, que murieron muchos de ellos perdonando a sus asesinos, retratan a tales personajes, tan hábiles para justificar el incendiode bibliotecas o cuadros en nombre de la cultura, como para disculpar el asesinato en nombre de ideas humanitarias. «El pueblo, ya se sabe, siempre poco amigo del clero. Sus razones tendrá». Pero no ha sido el pueblo, sino ellos, quienes así hablan, los responsables.

En tercer lugar está la profundísima impregnación cristiana de nuestra cultura. He viajado a pie por diversas regiones, y he percibido siempre esa presencia física en los templos, ermitas, catedrales, muy a menudo los elementos más bellos y destacables de las poblaciones, lo que les da más carácter. ¿Cabe mayor necedad que renunciar a ese inmenso legado o menospreciarlo?

Y, sin embargo, no se puede negar coherencia a la quema de templos durante la República. Si, como afirmaban los incendiarios, la presencia de la Iglesia era una rémora intolerable para el progreso, y una sociedad laica no debe tolerar la exhibición de símbolos religiosos, y menos tan físicamente prominentes en medio de cada centro urbano, había que empezar por arrasar esa presencia tan material, tan triunfante, ese recuerdo de las creencias que gobernaron la vida de nuestros antepasados, supuestamente ignorantes o fanáticos. Urgía sustituir tales creencias por las que representaban, encarnaban, podríamos decir, los nuevos líderes políticos… esos líderes a quienes tan bien describe Azaña, uno de ellos, pero harto más inteligente que el resto: «botarates», «ineptos», «iluminados», «caracteres corrompidos», sólo capaces de una política «tabernaria, de codicia, de botín, sin ninguna idea alta».

Suele ser un buen ejercicio critico comparar el vocerío «humanitario» y «culturalista» de estas gentes con sus comportamientos prácticos. No es sólo el legado monumental o artístico. Los peores enemigos de la Iglesia han enarbolado por costumbre las banderas de la libertad, pero su libertad ha sólido desembocar en la tiranía, el crimen y una opresión feroz. Por el contrario, los ideales de libertad y responsabilidad individual que han hecho de nuestra cultura lo que es, tienen sus raíces en concepciones cristianas, aun si a veces se han desarrollado en conflicto con ellas o con interpretaciones de ellas. Y la doctrina de la Iglesia, se acepte o no su fundamento religioso, constituye una barrera frente a la tendencia suicida de las sociedades occidentales a trivializar la vida. Alguien debe predicar contra la macarrería en que nos vamos hundiendo, contra la mentira cínica y la calumnia, los manejos totalitarios, la instrumentación del individuo, a corrosión de la familia.

Me vienen estas reflexiones, un tanto a vuelapluma a propósito del fallecido Juan Pablo II. En España, nadie lo ignora, la Iglesia se distanció del franquismo en la última etapa de éste, lo cual no habría sido criticable si una parte significativa de ella no hubiera amparado al mismo tiempo el resurgir de los viejos fantasmas que habían llevado al país a la catástrofe: los movimientos revolucionarios, terroristas, separatistas, etc. Los frutos de esas complacencias y protecciones fueron desde luego muy indigestos para la Iglesia, cuya influencia social y medios humanos cayeron en picado. Pero no hicieron menos daño a la sociedad, que es lo que importa a quienes vemos el asunto desde fuera. Pues bien, gracias a Juan Pablo II ese deslizamiento parece haberse frenado. Una gran hazaña de este Papa consistió en romper el «diálogo» con el marxismo, la ideología más asesina del siglo XX, en el cual se habían enfangado amplios sectores eclesiásticos para bien y ventaja del imperio del GULAG.

Otro logro importante fue sacar a la Iglesia de la pasividad en que había caído. Uno puede criticar o estar más o menos de acuerdo con las posiciones del Vaticano, pero lo que no es aceptables es que nos dicten las normas morales las estrellas de la telebasura, los homosexuales militantes, o los políticos que han acreditado solamente su corrupción