Una pandemia inesperada
La actual pandemia de COVID-19 nos ha sorprendido. Pero, sobre todo, nos ha atemorizado. Durante el período de su expansión máxima ha producido un altísimo número de enfermos graves y fallecimientos en un corto período de tiempo. Ello, como todos sabemos, no sólo ha desbordado la capacidad del sistema sanitario, sino que ha generado el confinamiento de la población y la paralización de la vida económica en muchos países del mundo.
Pero el miedo no desaparece ni desaparecerá con el fin del confinamiento y la reducción del número de casos. El virus sigue presente y la pregunta que todos nos hacemos es ¿y ahora qué?, ¿cómo y cuándo volveremos a la normalidad?, ¿a qué normalidad? ¿cuándo estará disponible la vacuna?
Ante estos interrogantes queremos aportar, especialmente desde el ámbito sanitario, algunos aspectos que nos parecen importantes y que deben sumarse o solaparse a la reflexión que desde distintos ámbitos se viene haciendo.
No es la primera pandemia de la humanidad ni será la última
Desde que tenemos memoria histórica, tenemos descripciones de grandes epidemias. No pretendemos recorrer toda la historia de las epidemias, ni siquiera hacer una somera mención más o menos exhaustiva de las mismas. Pero no nos resistimos a tratar de mostrar cómo los cambios de época, de formas de vida colectiva, traen consigo nuevas formas de relaciones entre los hombres, y de los hombres con la naturaleza, que generan nuevos tipos de contactos y reacciones que hasta ese momento resultaban del todo desconocidas.
En la Edad Antigua ya tenemos constancia documental de la llamada “Peste de los Antoninos” de tiempos de Marco Aurelio, que se extendió por todo el mundo entonces conocido. Al parecer fue trasmitida por el movimiento, desde oriente, de las tropas en el Imperio Romano. Estimaciones históricas dicen que mató alrededor de una cuarta parte de los habitantes del orbe, al encontrar una población sin inmunidad previa frente a ella. Galeno la compara con la “Peste Ateniense” anterior a ésta.
En el Medievo contamos con las descripciones que la literatura de la época hace de la llamada “Peste Negra”. Peste habitualmente bubónica pero que saltó a una forma neumónica. Se extendió de forma incontrolada al adquirir una trasmisión respiratoria. La yersinia, que es su patógeno, circulaba sin necesidad de rata, ni de pulga. Las ciudades medievales quedaron desiertas y abandonadas. La Peste, en su forma epidémica, desapareció sin tratamiento, y sin que siquiera se lograra entender, en ese momento, la razón de su comportamiento epidémico.
En la época de los grandes viajes a ultramar, no podemos dejar de recordar las muertes por escorbuto que -aunque no sea de naturaleza infecciosa y trasmisible- originó grandes desastres en armadas y expediciones. Gracias a algunas mejoras técnicas fue posible aumentar drásticamente los días embarcados. Sin embargo, el desconocimiento de la importancia de la vitamina C en la dieta, tuvo efectos más devastadores que las tormentas marinas, e incluso, a veces, que los cañones enemigos en las batallas navales.
La relación con el nuevo mundo desde el siglo XVI no estuvo exenta de una alta mortalidad al intercambiar, en ambas direcciones, gérmenes desconocidos en la otra latitud. Mencionar, en dirección hacia Europa, los tremendos brotes de fiebre amarilla que se produjeron en las ciudades portuarias de Sevilla o Málaga a la llegada de buques que traían enfermos y mosquitos de América. Estos brotes, si bien eran auto limitados en tiempo y espacio, provocaron una altísima mortalidad en dichas ciudades. En la dirección que va de Europa hacia América, y aunque los estudios no son del todo concluyentes por falta de documentación, son también bastantes conocidas las enfermedades que se atribuyeron a los conquistadores en los territorios conquistados. Entre ellas, la influenza, el sarampión y la viruela se cuentan entre las más mortíferas.
Podemos continuar con los estragos de las epidemias de cólera en la Inglaterra del siglo XIX, la Inglaterra de la revolución industrial. Pero no sólo el cólera, porque el hacinamiento, el hambre y la absoluta falta de higiene de los barrios obreros, propició igualmente el azote de las epidemias de tuberculosis. Esta llegó a hacerse endémica y mantuvo largo tiempo una escandalosa mortalidad en niños, jóvenes y ancianos, allí donde la revolución industrial se expandía.
Durante las guerras mundiales en la primera mitad del siglo XX, el tifus exantemático de las trincheras llegó a ser un factor determinante en la capacidad militar de los ejércitos. Y, a lo largo de la actual pandemia, no se ha dejado de hacer referencia a las grandes epidemias de gripe española y asiática de ambas guerras y posguerras (1918 y 1956)
En el pasado más reciente hemos convivido con grandes epidemias de cólera, paludismo, tuberculosis, ya endémicas en muchas zonas del planeta… y más recientemente SIDA, Ébola, Zika o coronavirus (SARS o MERS). En todas se ha sembrado de muertes nuestro mundo actual.
El problema es que, ya en nuestro siglo, y en la misma medida en que se agigantaba la brecha entre el Norte enriquecido y el Sur empobrecido, estas epidemias han pasado a ser para nosotros, los enriquecidos, anecdóticas mientras no nos afectaran demasiado o afectaran a capas de población marginal. Esa es la verdad.
Preferimos seguir culpando a un virus
Esta pandemia tiene dimensión planetaria y está causada por un “nuevo” virus. La novedad del virus es relativa porque llega precedido de importantes brotes epidémicos. No tanto por su extensión sino por su agresividad y alta letalidad, el SARS y el MERS, eran también conocidos coronavirus de trasmisión respiratoria.
Desde el descubrimiento de los gérmenes, la época de la microbiología ha cambiado nuestra visión de las epidemias. Lo cierto es que su presencia siempre ha estado ligada a condiciones de vida adversas: el cólera se asocia a la falta de saneamiento básico y agua potable desde el siglo XIX; la tuberculosis se extiende por el hacinamiento y el hambre; la malaria tiene mucho que ver con condiciones insalubres en el medio, con charcas, animales, donde abundan los mosquitos… con todo un ecosistema letal.
Sin embargo, en vez de afrontar las formas de vida- los ecosistemas sociales- que hacen posible las epidemias como fenómeno colectivo, el germen absorbió todo el protagonismo. Cuando afrontamos el combate contra el germen en el nivel individual se puede ser eficaz, pero eso no resuelve el problema colectivo común. Para muestra de lo dicho, la multiresistencia del bacilo de Koch, a cuya manifestación en el organismo llamamos tuberculosis. Llevamos más de un siglo sin lograr dominar la enfermedad, a pesar de disponer de medicamentos adecuados que en poco tiempo se transforman en ineficaces. Si permanecen las condiciones para la tuberculosis, el bacilo de Koch sigue provocándola a pesar de tratamientos que inicialmente puedan ser adecuados.
En esta ocasión no habíamos percibido la insalubridad de nuestras formas de vida, masificadoras, individualistas pero iguales para todos, y además fatales para la trasmisión respiratoria. Pero lo peor es que tampoco nos habíamos apercibido de la nocividad de un mercado global que funciona con el motor del lucro y el poder y que, entre otros problemas, nos hace tan dependientes. El mundo entero ha estado desabastecido de productos indispensables (mascarillas, EPIs, hisopos…) porque el país productor interrumpió su distribución.
Debemos tomar conciencia del círculo autodestructivo en el que nos movemos. Este mercado capitalista ya de por sí genera millones de víctimas. La globalización y el neocapitalismo financiero ya venían generando mucha enfermedad y muerte en el mundo. Pero, además, el tipo de relaciones que establece entre las personas y de éstas con la naturaleza, provoca respuestas nocivas para la salud, que se convierten en epidemias, que también son letales para la población más vulnerable. Si la propuesta de salida de la epidemia se centra sólo en “el virus”, en esta concepción individualista y masificadora en la que nos venimos moviendo, nos espera una crisis sobrevenida que volverá a generar más muertes que el propio virus. Se trata de un círculo vicioso que, de no romperse, nos mantiene en una lógica autodestructiva.
Puede que, una vez más, prefiramos seguir culpando a un virus (al que no podemos pedir responsabilidad, ni condenar) antes que investigar las causas que generaron las condiciones propicias para la expansión de la pandemia. Nos seguimos devanando los sesos indagando en lo circunstancial, mientras que miramos hacia otro lado ante las causas. Y sin reflexionar con la máxima seriedad sobre las causas, no atajaremos el problema.
Pero ahora nos vamos a centrar en la respuesta del sistema sanitario. Este sistema ha adolecido de al menos dos daños que lo han penetrado en las últimas décadas: la debilidad del propio sistema de salud y la mentalidad tecnocrática. Si queremos aprender de los errores no basta con mirar la gestión concreta de estos últimos meses, hemos de dirigir la mirada a las últimas décadas.
Debilidad del sistema de salud y mentalidad tecnocrática. Degradación de la atención primaria.
La debilidad de nuestro sistema de salud procede, en primer lugar, de la descapitalización creciente que viene sufriendo desde la crisis económica del 2008 y los posteriores planes de ajuste. Esto tiene que ver con los criterios de austeridad (¿o habría que llamarlos de mezquindad?) impuestos a bienes comunes necesarios para garantizar derechos humanos y constitucionales, como el derecho a la vida y a la protección de la salud.
El grave daño al Bien Común que la descapitalización del sistema sanitario público supone viene avalado por el Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios que entró en vigor en 1995. Partiendo de este Acuerdo, la Organización Mundial de Comercio diseña la ruta hacia la privatización de servicios básicos y comunitarios como el agua, la sanidad, la educación, los servicios sociales… Ya es oficial: todo puede ser negocio, también el dolor y la enfermedad. Todo gobierno que quiera mantenerse en el poder ha de seguir la ruta diseñada por los organismos supranacionales con los que hay compromiso en el mundo globalizado. El crecimiento de la red privada a su amparo ha permitido el paulatino deterioro del Sistema Nacional de Salud creado con la Ley General de Sanidad de 1986.
Lo más dañado en este devenir ha sido la red de Atención Primaria y la Epidemiología. Y esto es así porque la mentalidad tecnocrática de nuestra cultura ha dirigido la mirada hacia los hospitales (y ahora hacia las UCIs) intentando guardar, en lo posible, su integridad dentro del marco de austeridad.
En los últimos decenios se ha ido desplazando paulatinamente de la Atención Primaria el concepto de salud y de servicios sanitarios que contemplaban como sujeto de atención a la comunidad. Si se reconoció la Medicina Familiar y Comunitaria era porque a las personas se las consideraba con su dimensión relacional e institucional. ¿Qué ha quedado de esto? Nada. Hemos caminado, en aras del negocio, hacia un retorno a la medicina de corte biologicista que se ocupa solo de un cuerpo o de una parte del mismo. En el contexto actual, la Atención Primaria pasa a ser un simple primer eslabón de la cadena asistencial que tiene el objetivo de filtrar los problemas para evitar la sobrecarga de los hospitales, ya que estos siguen siendo la verdadera estrella. Así la Atención Primaria pierde importancia y puede sufrir todo tipo de recortes.
En la declaración publicada tras la Conferencia de Alma Ata en 1978, la Conferencia sobre Atención Primaria de Salud, convocada por la OMS para establecer la estrategia que nos llevara al objetivo de “Salud para Todos”, se refleja con claridad el convencimiento de que la salud es un objetivo social prioritario en todo el mundo, y que el desarrollo económico y social es esencial para su consecución. Superar las inaceptables desigualdades en salud, sigue diciendo la declaración, requiere de la acción de muchos sectores y de un sistema nacional de salud integrado y en coordinación con los mismos. Finalmente acaba declarando que para ello se requiere una utilización mejor de los recursos mundiales, gran parte de los cuales se gastan en conflictos militares.
En lo específicamente médico, la declaración de Alma Ata dice que “la Atención Primaria de Salud (APS) se basa en la práctica, en las pruebas científicas y en la metodología y la tecnología socialmente aceptables, accesible universalmente a través de la participación social, y a un costo que la comunidad y el país puedan soportar”.
La filosofía en que se sustenta la APS para responder a los problemas de salud de la sociedad, se basa en el principio de subsidiaridad, es decir, en una base social que asume su protagonismo. Son también pilares fundamentales de la Atención Primaria, marcada por una alta complejidad, la intersectorialidad en los conocimientos y acciones, y la solidaridad por la amplia interrelación en la vida de los pueblos. Por eso, ahora que vemos la necesidad de reforzar y reinvertir en los sistemas sanitarios, es muy necesario retomar la experiencia de Atención Primaria que aquí se sostiene. Esta ha sido no sólo poco evaluada sino interrumpida por el interés del lucro como único valor a considerar, también en lo que concierne a la salud de los pueblos.
Ante el dilema del alto coste de la continua innovación tecnológica aplicada a la atención de salud, fue la propuesta de la Atención Primaria de Salud Selectiva la que de forma casi imperceptible resituó el tema de la salud nuevamente en el marco biologicista y tecnocrático, apto para una respuesta individual y privada. El argumento a favor de esta opción defendía que solo se proporcionará la tecnología cuyo costo el país, o grupo social, pueda soportar. No se contempló la reducción de costos tecnológicos porque el beneficio económico ha de ser, una vez más, el único elemento intocable. De esta manera, el sujeto de la atención dejó de ser imperceptiblemente la comunidad y pasó a serlo “el cuerpo individual” con sus órganos y aparatos. Es lo que tenemos.
Responder a un problema comunitario con lógica de servicios médicos individuales
Entonces ¿no son necesarios los hospitales y las UCIs? En la respuesta a esta pandemia no hemos hablado de otra cosa y hemos reorganizado toda la vida social con el único objetivo de que estos servicios esenciales no se colapsaran.
Evidentemente no es discutible su imprescindible aportación al restablecimiento de la salud cuando esta se pierde, y más aún cuando se pierde tanto que el paciente queda al borde de la muerte. Pero deben estar al servicio de la Atención Primaria y no al revés. Tenemos, somos, cuerpo. Y cuando la adversidad llega a dañar nuestra biología, es la medicina, con todo el conocimiento de esta, la que ha de intervenir; la muy especializada cuando el daño es muy grave. Pero es muy amplio el campo de actuación en materia de la salud previo a ese daño grave.
En España tenemos un Servicio Nacional de Salud, no un Seguro de Servicios Médicos como en EEUU. Aunque son muchas las compañías multinacionales que en los últimos años han aparecido en la escena sanitaria, también en España, al amparo del ya mencionado AGCS (Acuerdo General de Comercio y Servicios)
Y ¿cuál es la diferencia? El seguro cubre determinadas prestaciones, las que se hayan contratado, a sujetos que hayan suscrito una póliza, cuyo precio dependerá del nivel de riesgo de la persona que lo suscribe. No hay más campo de actuación que el cuerpo de su cliente. El Servicio Nacional de Salud en cambio busca, o debería buscar, el Bien Común, en materia de salud, de la población sobre la que tiene competencia. Su actuación ha de velar por la seguridad de los alimentos, las garantías del agua y el aire, la disponibilidad, seguridad y vigilancia farmacológica, la vigilancia epidemiológica, por nombrar sólo las más clásicas, además de la red de servicios médicos. Su coste se contempla en los Presupuestos Generales del Estado y es una forma de redistribución de la riqueza, liberado de la presión de la rentabilidad económica, de modo que no debieran contribuir más los sectores más frágiles y enfermos de la población.
¿Qué nos ha pasado con la COVID-19? Que hemos tenido que responder a un problema comunitario con lógica exclusiva de servicio médico. Esto resulta, por principio, imposible. Veamos algunos números. Si se hubiera contagiado un 15% de la población, estaríamos hablando de unos 7 millones de personas contagiadas. Si de ellas el 20% hubieran necesitado hospitalización, necesitaríamos 1,4 millones de camas hospitalarias. Y, si de ellos, el 5% requiriesen UCI, se necesitarían 70 mil camas de UCI. Si los contagios se dan en poco tiempo y el tratamiento necesitara entre 4 y 6 semanas de duración, podríamos encontrarnos con una demanda, si no tan elevadas, sí a la mitad de estos números como mínimo. Si este u otro nuevo germen que circulara llegara a producir mayor morbilidad, afectando a un mayor porcentaje de la población, estos números quedarían pequeños. Es obvio que así no podemos responder.
Todavía nos queda otra esperanza basada en la tecnología: la vacuna. Por supuesto será una buena respuesta, sobre todo para los patrocinadores…, pero para la población va a depender de la capacidad de mutación del germen, de las características de la resistencia inmunitaria que genera y de las características de la vacuna que logre vencer primero las dificultades hasta llegar al mercado.
Si, se puede actuar con otra lógica: la lógica comunitaria
Ya en el siglo XIX se logró controlar importantes epidemias de cólera, por ejemplo, en Londres, sin ni siquiera conocer la existencia de los gérmenes y su posibilidad de producir enfermedades. Y esta capacidad sigue existiendo. La Epidemiología es una herramienta clave para entender, y por tanto controlar y prevenir, la conducta de la enfermedad en la comunidad y para detectar sus causas en las características concretas de las formas de vida de los pueblos. Es un elemento esencial de un Sistema Nacional de Salud, sin la cual este no puede tener éxito. Detener la circulación del virus parando el mundo, es matar moscas a cañonazos.
En 1977, en cuanto existió una cartera de Sanidad en el primer Gobierno democrático de España, una de las primeras medidas que tomó fue recuperar las plazas de Epidemiólogos. Desde la II República existía una red de Vigilancia Epidemiológica en España que había desaparecido en los 40 años de dictadura. En 1978 se había recuperado la red anteriormente existente y la Ley General de Sanidad de 1986 puso las bases para hacerla capilar en el Servicio Nacional de Salud. Sin embargo, en las últimas décadas esa capilaridad fue decayendo ante los recortes económicos.
En realidad, su cometido principal es tener actualizado el mapa de riesgos de la población encomendada. Era la encargada de detectar dónde la vida social (en sentido amplio) se ve resquebrajada y es esperable que deje crecer la enfermedad. Y también es la responsable de localizar las fortalezas comunitarias con las que se puede contar para superar dichos riesgos. La vigilancia permanente que ha de llevar a cabo debe ser tanto local, como nacional e internacional. Pero no hay inversión, ni voluntad política para afrontar solidariamente los problemas sociales. Parece que se prefiere ignorarlos, no investigarlos. Así, el peso de la Epidemiología se desplazó hacia donde sí era posible la investigación, hacia la Epidemiología Clínica, basada en casos clínicos, no en la población.
Son muchas las multinacionales farmacéuticas y tecnológicas que financian multitud de Ensayos Clínicos de alto nivel para validar nuevos tratamientos y técnicas diagnósticas, que puedan sostener la medicina basada en la evidencia. Pero la Epidemiología y su potencial en investigación ha quedado muy reducida en el marco del Sistema Nacional de Salud, prácticamente tres cometidos la ocupan. El primero, la organización y gestión de servicios médicos; el segundo, disponer de una medicina basada en la evidencia que haga eficiente los servicios médicos; y, en tercer lugar, a la prevención de enfermedades sostenida sobre el control médico de los factores de riesgo de enfermedades, y las vacunas.
La consecuencia es lógica: tenderán a poder beneficiarse de esta medicina la población con recursos económicos, la que pueda recurrir a la medicina privatizada. Pero ya no podemos olvidar que, ante los problemas poblacionales, comunitarios, no individuales, parece que nos esperan experiencias como las de la COVID-19.
La esperanza sanitaria ante la pandemia se inscribe en volver a pensar en salud para todos, y no sólo en enfermedades ya instauradas. En la búsqueda de otro modelo de sociedad que no promueva las desigualdades sociales, buscando soluciones sólo para ricos. Porque parece demostrado que los problemas poblacionales, cuando estallan, además también afectan a los ricos.
En otra ocasión hablaremos de Epidemiología. De la Vigilancia Epidemiológica que faltó en los preámbulos de la COVID-19.
Fdo. Ana Solano y Víctor Navarro
Médicos de Salud Pública
Miembros del Movimiento Cultural Cristiano y de Profesionales por el Bien Común