¿Qué puede ocurrir si el sentimiento de soledad se generaliza entre la población? La pensadora alemana lo tuvo claro: corremos el riesgo de avanzar hacia un sistema dictatorial
En estos meses de pandemia, si algo hemos aprendido a la fuerza es a pasar más tiempo solos. Primero vino el confinamiento obligado para toda la población que hizo que nos recluyéramos en nuestros hogares, creando una estampa inédita en nuestras calles y barrios. Después, un verano en el que los contagios descendieron y pudimos vivir un pequeño paréntesis. Y ahora, en otoño, aunque no vivamos un encierro tan severo como el de primavera, las restricciones impuestas para frenar el avance del virus han despertado de nuevo el fantasma del confinamiento, creando una sensación general de hartazgo, inseguridad, individualismo, malestar y desconfianza entre la población.
Hasta la propia OMS ha reconocido que «es normal sentirse apático y desmotivado» al haber hecho tantos esfuerzos y comprobar cómo la situación no ha mejorado. Y lo que es peor: la sensación de no saber cuándo podremos recuperar nuestra vida de antes. Todo ello nos deja un contexto social bastante pesimista que tiene un reflejo claro en la salud mental: la Cruz Roja reconoció hace poco en una encuesta que la pandemia ha pasado factura psicológica a una de cada dos personas. Y si hay un sentimiento que todos en mayor o menor medida compartimos ese es el de la soledad. Al habernos privado de la vida social de la que disfrutábamos antes y haber tenido que lidiar con períodos largos de aislamiento en los que no pudimos ver a nuestros seres queridos, la moral de los ciudadanos está más baja que nunca, más en una época en la que todos nos volvemos un poco más sensibles y vulnerables emocionalmente, como es el otoño.
En España son muchas las personas que se han visto abocadas al aislamiento total: según el INE, 4,7 millones de personas viven solas, es decir, aproximadamente un 10% de la población. ¿Cómo influye el sentimiento de soledad, no solo a nivel psicológico y de forma individual, sino en el apartado colectivo y político? Una de las pensadoras que más reflexionaron sobre esta pregunta fue Hannah Arendt, quien en su obra ‘Los orígenes del totalitarismo’ exploró las raíces de esta ideología y cómo surge en determinadas naciones que antes presumieron de ser tolerantes y democráticas. En particular, establece que a pesar de la desaparición de los régimenes totalitarios como la Alemania nazi, las ideas dictactoriales con las que se construyeron permanecen invariablemente en el mundo.
Aislamiento y soledad
Y es precisamente la soledad que sienten los individuos que componen una nación uno de los pilares esenciales para que estos regímenes regresen. Claro que, no todos los tipos de soledad son negativos. Arendt distingue entre el aislamiento («isolation», en sus propias palabras), que puede ser voluntario y muy fructífero para la tarea intelectual o artística, y la soledad pura («solitude» es su término escogido), la cual tiene un carácter existencial, aquella nos trastoca desde el punto de vista emocional y social. Esta, según ella, «es una de las experiencias más radicales y desesperadas del hombre«, ya que «somos incapaces de llevar a cabo nuestras plenas capacidades de acción como seres humanos».
«Para hacer que los individuos acepten sus ideas totalitarias, los líderes primero deben arruinar la relación que tienen consigo mismos y con los otros»
Samantha Rose Hill, una de las mayores expertas en la obra de la filósofa alemana, ha publicado recientemente un interesante artículo en ‘Aeon’ en el que profundiza en estas teorías sobre la relación que tiene la soledad con el surgimiento del totalitarismo. En concreto, afirma que «los movimientos totalitarios utilizan la ideología para aislar a los individuos, entendiendo por ‘aislar’ la capacidad de hacer que una persona esté o permanezca separada de los demás». En este sentido, se aprovechan de ese retiro individual para inocular ideas de pertenencia y exclusión, privando de un razonamiento común y colectivo, experimentado en la interacción con los otros.
«La forma en la que pensamos acerca del mundo afecta a las relaciones que tenemos con los demás y con nosotros mismos», aduce Rose Hill. «Al inyectar a cada experiencia un significado concreto, los movimientos ideológicos se ven obligados a cambiar la realidad de acuerdo a las pretensiones que tengan una vez lleguen al poder. Y esto implica que uno ya no puede confiar en la realidad de las experiencias propias vividas en el mundo, sino que se le enseña a desconfiar de uno mismo y de los demás para abrazar la ideología del movimiento, que se postula como la correcta». De esta forma, «para hacer que los individuos sean susceptibles a aceptar sus ideas, primero deben arruinar la relación que tienen consigo mismos y con los otros, haciéndolos escépticos y cínicos, hasta el punto en el que ya no puedan confiar en su propio juicio».
Ideología y experiencia en común
Hay que tener en cuenta lo que Arendt entiende por «ideología«, que no es más que una reflexión o consecuencia de lo que experimentamos en el mundo junto con los otros. Por tanto, el totalitarismo elimina esa experiencia colectiva que da paso al juicio personal y propio, haciendo el proceso contrario: ideología antes que experiencia en común. «El pensamiento ideológico nos aleja del mundo de la experiencia vivida, mata de hambre a la imaginación, niega la pluralidad y destruye el espacio en común que permite relacionarse a los individuos de una manera significativa», asevera la experta. «Y una vez que ha echado raíces, la experiencia en común y la realidad ya no se relacionan con el pensamiento, sino que se ajusta a él.
Por eso, cuando Arendt se refiere a la ‘soledad’, no se refiere solo a su experiencia afectiva, sino a una forma de pensar: surge cuando el pensamiento se divorcia de la realidad, cuando el mundo en común es reemplazado por la tiranía de unas exigencias lógicas coercitivas».
«El pensamiento puede despojarnos de todo aquello que valoramos, en lo que confiamos. Pensar tiene el poder de deshacernos»
«Pensamos a partir de nuestra experiencia y común, y cuando ya no tenemos nuevas experiencias sobre las que pensar, perdemos los estándares del pensamiento que nos guían a aprehender el mundo», prosigue Rose Hill. Por ello, «cuando uno se somete a la ideología, renuncia a su libertad interna para pensar». Esta renuncia, en un inicio, podría parecer involuntaria, ya que la persona ha sido aislada de esa experiencia en común que da pie a su juicio interno, pero más tarde, cuando la persona ya se acostumbra a esa soledad o al menos se hace a vivir con ella, la dejación del pensamiento es absoluta: «Pensar puede perturbar nuestra fe, nuestras creencias, nuestro sentido del autoconocimiento», recalca la experta.
«El pensamiento puede despojarnos de todo aquello que valoramos, en lo que confiamos. Pensar tiene el poder de deshacernos», incide Rose Hill. En resumen, «las personas que se suscriben a la ideología dominante tienen muchos pensamientos, pero son incapaces de pensar por sí mismas, y es esta incapacidad de pensar, de hacerse a uno mismo compañía y de darle sentido a las experiencias de uno en el mundo a partir de los otros, es lo que les hace sentirse solos».
Esta es, en resumidas cuentas, la paradoja de la soledad: necesitamos experimentarla para pensar y así sentirnos parte del mundo y de los demás, pero curiosamente cuando más la sentimos de una manera negativa es cuando, a pesar de estar rodeados de mucha gente, nos sentimos aislados de ellos. Y esto, a su vez, causa que esos momentos de recogimiento y retiro a uno mismo sean cada vez más dolorosos, ya que de alguna manera hemos renunciado a nuestra capacidad de pensarnos dentro del mundo y con los demás. «Lo que hace que la soledad sea tan insoportable», escribió Arendt, «es la pérdida de la realización de uno mismo en soledad».
Por tanto, podemos concluir que ahora, más que nunca, debemos luchar y trabajar por mantener los lazos que nos unen al mundo y a los demás, ya que esto nos ofrecerá la perspectiva para seguir pensando por nosotros mismos y no dejarnos llevar por ideas que vean siempre a los demás o a ciertos sectores de la población como enemigos.
Es muy fácil que durante épocas de aislamiento social e individual nuestra mente acabe traicionándonos, buscando atajos, y la tarea del pensar racional y colectivamente se vuelva tan ardua que acabemos rechazándola. A pesar de que nuestra vida no sea como antes o estemos despojados de la interacción social por una cuestión de fuerza mayor como es una pandemia, hay que mantenerse cerca de nuestros seres queridos de cualquier forma, así como de los que no conocemos y conforman a ese «otro»; de lo contrario, correremos el riesgo no solo de fracasar como individuos, sino como sociedad.
Fuente: elcondifencial.com
Por Enrique Zamorano 23/10/2020