Después, empezamos un largo camino en dirección a las montañas. Algunos se deshicieron del agua y de la comida, porque estaban exhaustos y no podían más con el peso. Otros se fueron quedando rezagados, en medio de las montañas. Nunca más volví a tener noticias de ellos. El gido insistió en que no miráramos atrás ni perdiéramos tiempo en buscarlos.
Al llegar a un sitio donde se enfrentaban dos montañas, el gido indicó que debíamos esperar a la noche para seguir viaje, y volvió a dejarnos solos. Para economizar nuestra ración de alimentos, aconsejados por los gidos, comíamos muy poco y sólo bebíamos medio vaso de agua después de cada comida, que casi siempre era una al día.
Mientras esperábamos al gido, apareció una mujer mayor encima de un burro negro. Tan pronto como se fijó en nuestro aspecto, se asustó y salió corriendo. Nosotros también nos asustamos, pero la mujer no volvió.
Más tarde creímos ver regresar al gido, pero se trataba de un pastor que venía siguiendo su ganado. Se nos acercó, se dio cuenta de que estábamos muy asustados y nos ofreció una oveja a cambio de algo de dinero. No nos pusimos de acuerdo entre nosotros; por un lado, teníamos mucha hambre, pero también pensábamos que podría tratarse de una trampa que nos llevaría a la policía. Así que le dimos unas pocas monedas y le dijimos que se fuera, con la esperanza de que guardaría silencio.
Oscurecía y seguíamos sin saber nada del gido. Comenzó a hacer frío, y nos abrigamos con algunas ramas secas de árboles caídos.
Cuando ya no teníamos casi esperanzas de que el gido reapareciera, éste volvió diciendo que había estado investigando por los alrededores cuál era la mejor ruta para seguir. Según él, todo estaba en orden y debíamos prepararnos para continuar. Así que el combate se reinició, guiados ahora por dos gidos que tenían teléfonos móviles, y a menudo recibían llamadas. Pero a pesar de que habíamos descansado un buen rato, a mí me costaba mucho más caminar, porque mi pie estaba inflamado.Me fui quedando atrás, hasta el final del grupo, lo cual era muy peligroso porque si uno se perdía, nadie deshacía sus pasos para rescatarlo. Después de ascender una montaña, llegamos a una casa vieja y abandonada. Allí nos encontramos con tres hombres marroquíes que nos estaban esperando con bastones. Entramos en la casa, en absoluto silencio, tal como nos ordenaron. Sólo se oía el sonido de unos perros que ladraban y las voces de los gidos.
Algunos tuvieron un ataque de nervios, lo que provocó que los gidos se enfadaran y les dieran una severa paliza. A mí me llevaron junto a otros veinte, en una habitación que olía horriblemente a orina y excremento, donde nos acomodamos en el suelo. Yo me senté en una esquina para evitar la corriente de aire que venía del portal abierto. Estaríamos allí hasta que llegara un transporte, un par de días.
Las condiciones de la casa no ayudaban a que recuperáramos fuerzas. El suelo estaba muy húmedo debido a que llovía y había muchas goteras en el techo. El baño podía utilizarse sólo de noche y durante el día debíamos usar un contenedor de plástico de veinte litros. Por mi parte, había perdido el apetito, y pasar horas echado en el suelo pestilente me resultaba una pesadilla, como mínimo.
Pasaron unos cuantos días y ni noticias del transporte. Los gidos nunca dormían con nosotros; llegaban cada mañana y recogían nuestros pedidos de comida, que nos vendían al doble de su precio real.
Habían pasado ya diez días cuando finalmente un gido anunció que debíamos prepararnos para el combate*.
Nos indicaron que los siguiéramos hasta un escondrijo, donde nos recogería el transporte. Todos los gidos tenían bastones para guiarnos, tal como si fuéramos un rebaño de ovejas. Si no podíamos seguir el ritmo, nos daban una tremenda paliza. En una ocasión, me oriné encima, y me quedé al final del grupo, que enseguida me sacó una gran distancia. Los gidos se acercaron a toda prisa, me golpearon por todo el cuerpo, luego me tiraron al suelo y me patearon con sus botas de goma. No sé de dónde saqué fuerzas, pero me levanté y me puse a andar.
Después de un par de horas de marcha, nos encontramos con un grupo de conductores junto a sus vehículos, que habían estado esperando nuestra llegada desde hacía un buen rato, a juzgar por lo que se quejaron al vernos. Nos separaron en seis grupos de trece personas, cada uno de los cuales tenía que subir a un coche, distribuidos de esta manera: uno en el asiento delantero, nueve en los asientos posteriores y tres dentro del maletero.
Desde el maletero, podía oír los empujones y movimientos dentro del vehículo, además de los insultos que se decían unos a otros. Así que me sentí aliviado de estar dentro del maletero; aunque había poco espacio para respirar, el ambiente estaba más calmado.
Después de algún rato, me di cuenta de que habíamos salido de la carretera principal y que estábamos viajando por las malezas, seguramente para evitar controles. Dentro del maletero, daba la impresión de que a cada momento el coche iba a volcar. Oí algún disparo ocasional, que sumado a los gritos de los otros pasajeros, no hacían del viaje una experiencia agradable.
A primera hora de la mañana, el vehículo se detuvo, se nos dijo que saliéramos. No fue fácil para mí, ya que la falta de circulación me había dejado las piernas dormidas. Los gidos, que venían en otro coche, nos ordenaron que los siguiéramos hasta un campo donde nos esconderíamos. Hacía mucho frío y llovía; enseguida nuestras ropas se empaparon. Encima, con mi pie inflamado, me sentía como un viejo borracho.
Después de algunas horas de andar por los campos, llegamos a una casa de bloques de cemento grande, que iba a ser nuestro escondite hasta la llegada del siguiente transporte. Por lo menos, estaríamos protegidos del frío.
A pesar de lo cansados que estábamos, fue muy difícil conciliar el sueño. Nuevamente, debimos soportar la incomodidad del olor a orina y excrementos, en un lugar sin ventilación. No podíamos abrir la puerta de la casa durante todo el día, porque había agricultores trabajando en los campos vecinos, que nos podrían ver y delatar a la policía marroquí, que ofrecía una recompensa para todo aquel que delatara a los inmigrantes escondidos.
Nota:
Primer intento de llegar al mar es un fragmento del libro El viaje de Kalilu. El autor cuenta las duras experiencias sufridas en su viaje a España desde Gambia como inmigrante “sin papeles”. Huyendo de la miseria y de las guerras, miles de jóvenes mueren en el camino. Solo llegan el 5% de los que iniciaron el viaje.