Primero el ser humano, luego el dinero

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Entrevista a Grégoire Ahongbonon, de la asociación San Camilo de Lellis para enfermos mentales

A los 19 años me fui a Costa de Marfil y me convertí en reparador de neumáticos. Gané mucho dinero, compré cuatro taxis y dejé de ir a la iglesia.

¿Satisfecho?

Sí, hasta que bruscamente lo perdí todo. No podía alimentar a mis hijos y tuve que huir de casa porque me perseguían los acreedores. Empecé a llevar una vida miserable e intenté suicidarme.

¿Qué lo salvó?

Los olvidados de los olvidados  es la historia de miles de enfermos mentales y un loco. Cuando Caparrós, el director de este magnífico documental, vio las condiciones en las que malviven estos enfermos y cómo el loco de Grégoire los desencadena y se los lleva, estalló en llanto. La humildad y la bondad de este africano es sobrecogedora no sólo por lo que hace, sino por lo que transmite. Un día se detuvo a observarlos mientras rebuscaban en la basura: «Descubrí que eran hombres, mujeres y niños que ansiaban ser amados como todo el mundo». Hoy tiene quince centros (Costa de Marfil, Benín, Burkina Faso), los acoge y les da un oficio antes de devolverlos a la familia.

Un misionero me acogió y me llevó de peregrinación a Jerusalén. En una homilía dijo que cada cristiano debía poner una piedra en la construcción de la iglesia. Me obsesionó esa idea: «¿Qué piedra podía poner yo?».

Ha puesto más de una.

Formé un grupo de plegaria, íbamos al hospital a rezar con enfermos, pero descubrí una sala en la que estaban los que no podían pagar la medicación; gente abandonada.

¿Y se hicieron cargo de ellos?

Sí, de lavarlos, de comprarles la medicación. Nos convertimos en su familia. Me descubrí a mí mismo a través de ellos: ocupándome de ellos me ocupaba de mí. Prácticamente dormía en el hospital.

¿De dónde sacaba el dinero?

Cuando volví de la peregrinación, mis negocios empezaron a ir mejor. Dos años después decidimos ir a visitar a los presos.

Descríbame qué vio.

La prisión estaba construida para 150 personas y había 500. Dormían en una gran sala. No había enfermería, ni lavabos, hacían sus deposiciones en una esquina y las recogían con la mano para tirarlas fuera.

Nadie va a visitarlos. En África, que alguien acabe en prisión es una vergüenza para la familia. Nos hicimos cargo de la prisión: construimos lavabos, una enfermería, pero seguían muriendo más de cien por año.

Eso es mucho.

El día que fui a servir la comida lo entendí: lo que les daban no se lo daría usted ni a un animal. Decidí que los enfermos mentales cocinarían para ellos y la ratio de mortalidad bajó a cinco o siete por año.

¿Cómo llegó a los enfermos mentales?

Vi a uno desnudo buscando comida en la basura. Los había visto muchas veces, pero ese día me detuve y decidí, con mi mujer, repartirles comida y agua fresca por las noches.

Me emociona usted.

La gente decía que yo también me había vuelto loco, porque nadie se acerca a un enfermo mental, un poseído por el demonio.

Creó un centro para ellos.

Tengo 59 años. Nací en Benín. Casado, tengo seis hijos y cinco nietos. Soy reparador de neumáticos. Los enfermos mentales en África son los olvidados de los olvidados, nadie se ocupa de ellos, para nuestras autoridades son lo último de lo último. Soy cristiano.

Lo primero es lavarlos y cortarles la maraña de pelo llena de piojos, darles medicación y actividades para hacer. Conseguimos buenos resultados, lo que llamó tanto la atención que vino el ministro de Sanidad y me dijo que quería que mi asociación se repartiera por todos los hospitales del país.

¿Es usted un ángel?

No, yo soy un hombre como cualquier otro, consciente de que Dios habita en todos y que dejar a un enfermo a su suerte es abandonar a Dios. Pronto religiosos de otras zonas comenzaron a llamarnos y fue entonces cuando descubrí la tortura, imágenes que no pertenecen a esta época.

Cuénteme.

Hombres y mujeres encadenados a los que sólo la muerte podía liberar simplemente porque habían caído enfermos. Una de las primeras imágenes que vi fue un joven de 21 años, al que la familia tenía encerrado en un cuarto, que estaba podrido, con gusanos por todos lados, pero todavía vivo. Tenía los brazos y pies atados con alambre a un tronco. El alambre había entrado en la carne.

Murió, pero lo hizo dignamente y sonriendo. A partir de entonces empezamos a ir por los pueblos y descubrimos todo tipo de métodos de encadenamiento. Pero no culpe a la familia, no saben qué hacer.

¿No hay hospitales psiquiátricos?

En toda Costa de Marfil sólo hay dos y son de pago. Lo que me indigna son las sectas, los encadenan a árboles, los golpean y no les dan agua ni comida para que salgan los malos espíritus de sus cuerpos. Liberé a una mujer que estuvo 36 años encadenada, no se puede erguir. Pero donde hemos construido centros nos los traen. Estoy contento.

¿No hay enfermos violentos?

Es el hecho de tratarlos mal, como ocurre con un perro, lo que los convierte en violentos. Hace falta amarlos, han perdido la confianza en sí mismos, sólo con medicamentos no salen adelante. En nuestros centros son los enfermos recuperados los que acogen a los nuevos tras haberse diplomado en enfermería. La vida con ellos es mejor que con la gente sana, su amor es sincero.

¿De dónde saca el dinero?

Cuando volví de Jerusalén, mi negocio remontó. Lo que gano arreglando neumáticos lo destino íntegramente a ellos; y hay amigos que me ayudan. Creo en la providencia. Primero el ser humano, luego el dinero. Nunca pienso en el mañana, hago. Siempre estamos con lo mínimo.

Es usted especial.

Lo que yo hago es más fuerte que yo. Si Dios ha permitido que una persona como yo, sin estudios, que no vale nada, se ocupe de estas personas, es para que todos podamos abrir los ojos y cambiemos la forma de ver a estos enfermos incluso en Europa, donde un enfermo me dijo: «Con usted en África los enfermos trabajan, aquí nos encierran para que no molestemos».