Quebrantos (extracto)

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Zimbabwe registra la muerte de un niño cada quince minutos, y la tasa de mortalidad infantil ha aumentado un 50% en los últimos años.

Todos los lunes, en África mueren más de 12.000 niños. Los martes, otros tantos, y los miércoles. Así todos los días de la semana, incluidos los domingos, porque aquí los desastres no cierran por descanso al séptimo día. Así todas las semanas, todos los meses del año; las ayudas internacionales, los programas de la ONU, las visitas ilustres no han servido para cambiar el rumbo del fenómeno (¿podría llamarse masacre, genocidio?) que suma cada año más de 4 millones de niños menores de cinco años muertos sólo en el África Subsahariana. Los datos son de fuentes occidentales; cabe suponer que no están todos los que son, porque en algunos rincones la estadística aún no está muy prestigiada.

Zimbabwe, por citar el ejemplo de un territorio remoto, registra la muerte de un niño cada quince minutos, y la tasa de mortalidad infantil ha aumentado un 50% en los últimos años, según las cuentas de Unicef. Todo eso, sin hablar de las contingencias en el crecimiento de los que logran sobrevivir.

En este contexto, puede parecer normal que cuando alguna organización invita a salvar niños africanos, la gente no haga preguntas; lo más urgente sería rescatar al menos a unos cuantos. La oscura operación de un grupo francés en Chad con más de 100 niños, la única que en las últimas semanas consigue titulares en los periódicos europeos, refleja la cantidad de mentiras sin fronteras que es capaz de almacenar la conciencia occidental en su desesperado afán de solidaridad. La respuesta del Gobierno chadiano, convirtiendo la causa en un juego de poder para reforzar la posición del militar de turno en la región, retrata además la deriva de las diplomacias occidentales, tan ágiles sin embargo a la hora de vender obsoleta tecnología nuclear a los países del Sur. Ambos casos, el de los niños del Chad y el de la apuesta francesa por la energía nuclear en Marruecos, Libia y Argelia (los contratos hasta ahora conocidos), marcan el rumbo del desarrollo en la región, siguiendo la ruta de una verdad insostenible por mucho que les pese a los profetas de Al Gore.

Las mentiras, incluso las mentiras de estado, terminan donde se asoma la realidad con sus quebrantos. Lo saben desde Fernando Alonso con sus carreras millonarias hasta la tripulación española retenida en Chad, en apariencia inocente por no hacer preguntas. En África, el peso de la muerte equivale a su producto interior bruto; no hay comercio que valga 4 millones de niños muertos. Ni estrategia que los oculte.