En 1633, Galileo Galilei fue condenado por el Santo Oficio a abjurar de sus hipótesis heliocentristas. Sobre este proceso se ha construido una montaña de falsedades con la única intención de atacar a la Iglesia y a la fe, despreciando, de paso, al propio Galileo, que merece ser reivindicado partiendo exclusivamente de la verdad. En 1992, la Iglesia culminó dicha tarea y pidió perdón por su conducta autoritaria, que hizo sufrir a Galileo como persona y como científico. En cambio, los muñidores de falsedades no solo no han pedido perdón, sino que siguen enturbiando –con daño y desprecio a la verdad histórica– tanto a la Iglesia como la memoria del verdadero Galileo, al que ocultan. El autor es militante del Movimiento Cultural Cristiano.
por Miguel Ángel Ruiz (Publicado en la Revista Id y Evangelizad)
Introducción
Galileo Galilei (1564-1642), matemático, físico, astrónomo, profesor en la universidad de Pisa y devoto católico, construyó, partiendo de sus observaciones astronómicas –con el telescopio que él mismo había mejorado– y apoyándose en las investigaciones de Copérnico, una sólida hipótesis heliocentrista dotada de un riguroso aparato matemático. La Iglesia católica le ordenó, en 1616, no difundir sus teorías y lo condenó, más adelante, en 1633, a abjurar de ellas y sufrir reclusión domiciliaria.
El mito sobre Galileo y sus consecuencias

El proceso a Galileo está abundantemente documentado. Cuando entre 1890 y 1909 Antonio Favaro publicó las obras de Galileo, incluyó los documentos íntegros de su proceso eclesiástico; Juan Pablo II encargó en 1981 una investigación sistemática sobre los documentos disponibles referentes a Galileo cuyos trabajos terminaron en 1992 con varias publicaciones; los archivos del Santo Oficio fueron abiertos al público en 1998 y el Vaticano encargó a un historiador, el profesor Ugo Baldini, una investigación sistemática sobre los documentos referentes a la ciencia en la época de Galileo. Hay, pues, datos suficientes para acercarse honestamente a la verdad.
Sin embargo, la versión más conocida de la historia de Galileo desprecia todas estas fuentes y construye un relato falso –un mito o leyenda negra– destinado a consolidar una idea preconcebida ideológicamente. Según este malintencionado mito, el magisterio de la Iglesia católica, basado en la Biblia, la fe y la teología, era enemigo de la observación objetiva y rigurosa de la realidad y, por ello, sostenía el geocentrismo (la Tierra es el centro del Universo conocido y el Sol y los planetas orbitan en torno a ella); chocó con la ciencia, ejemplificada en la persona de Galileo y con su defensa del heliocentrismo (el Sol es el centro del Sistema Solar); la Iglesia, pese a su esfuerzo por reprimir violentamente la verdad y el progreso (acallando a Galileo por medios infames), perdió finalmente la batalla (aunque se reivindicó con el famoso –aunque también falso– ¡eppur si muove!). Según este mito, la ciencia moderna tiene el mérito de haber disipado las tinieblas del pensamiento oscurantista y medieval o escolástico sostenido por la Iglesia, que negaba los hechos objetivos y la ciencia, en favor de una comprensión puramente elucubrativa e irracional –hasta el punto del autoritarismo y del fanatismo– del mundo y de la sociedad.
Siendo falsa esta afirmación, todavía es peor la conclusión que algunos extraen de la misma: la Iglesia nada tiene que decir respecto al mundo natural o social, pues su único campo de existencia legítima es la fe, que, por otra parte, debe quedar recluida en lo privado. Aún peor es la conclusión a la que otros se atreven: que la fe y la Iglesia están fundados en una creencia irracional, que debe ceder en cuanto la mente se abre a la realidad y los datos que esta nos proporciona (haciéndonos de paso, mejores personas y ciudadanos) y que, por el contrario, la creencia irracional religiosa tiende a imponerse por medios violentos, siendo causa de sufrimiento para la humanidad.
El mito y sus muñidores
Mariano Artigas y William R. Shea en Galileo, mito y realidad (2009) señalan que el marco conceptual-ideológico para construir el mito lo proporcionó Augusto Compte (1798-1857), siendo tres autores, Draper, White y Brecht, quienes lo construyen, deformando la historia de Galileo para que encaje en su tesis preconcebida contra la Iglesia.
Según Compte existen tres estadios en la aproximación del hombre a la realidad: un primer estadio «religioso» o «mítico», en que se inventan los dioses y fuerzas sobrenaturales para explicar los fenómenos naturales; un segundo estadio «metafísico» o «abstracto», en el que proponen teorías sofisticadas, en forma de filosofía o metafísica para explicarlos; y el tercer y definitivo estadio, el «científico» o «positivo», en el que la ciencia experimental moderna proporciona explicaciones auténticas, basadas en la observación de los fenómenos, evitando todo lo que vaya más allá, lo que no se puede observar.
John William Draper (1811-1882), médico e historiador inglés afincado en los EE. UU., en su obra Historia del conflicto entre religión y ciencia, publicada en 1874, sostiene, según nos dicen Artigas y Shea, que «el hombre primitivo tenía una idea geocéntrica y antropomórfica: la Tierra está en el centro del mundo y todo está en función del hombre. La revelación divina le confirmaría en esa idea, añadiendo el cielo, donde se encuentran Dios y los ángeles, por encima de las estrellas, y el infierno, debajo de la Tierra. Atacar estas ideas, según Draper, equivaldría a sacudir los fundamentos de los grandes sistemas religiosos, pero era inevitable que esto sucediera una vez que el ser humano comenzó a razonar sobre el problema». Por ello, Draper arremete contra el cristianismo acusándolo de despreocuparse completamente de la investigación científica y utiliza a Galileo como ejemplo de sus teorías (previa la falsificación de su historia).
Coetáneo de Draper y partícipe de sus fobias contra la Iglesia fue Andrew Dickson White (1832-1918), historiador y diplomático estadounidense que en 1896 publicó Una historia de la guerra de la ciencia con la teología en la cristiandad. White afirma que la influencia del cristianismo en el desarrollo de la ciencia ha sido siempre negativa y reclama la separación radical de la ciencia y de la religión en la enseñanza. El llamado caso Galileo cumple un papel central en su argumentación, usándolo como una percha en la que colgar sus prejuicios, previa deformación del personaje y de su historia.
Por fin, el tercero de los muñidores del mito es el dramaturgo alemán (y marxista convencido) Bertolt Brecht (1898-1956), quien en su obra de teatro Vida de Galileo (1938) enriquece el mito con su propia ideología preñada de materialismo dialéctico y lucha de clases. No excusa de sus mentiras a Brecht su condición de poeta, pues se esfuerza en crear la apariencia de historicidad de su obra de teatro para explotarla, como buen marxista, con una finalidad política, aun a costa de crear un espantajo ajeno a la verdad histórica. Las mentiras de Brecht, exiliado en EE. UU., se trasladaron al cine en 1975 de la mano de Joseph Losey. En la misma línea, Liliana Cavani dirigió en 1968 su propio panfleto, la película Galileo, sin mayor interés por la verdad.
Brecht presenta a Galileo como un ateo (o, al menos, agnóstico) adelantado a su tiempo, consciente de que su descubrimiento socavaba definitivamente la fe católica y que, además, lo hace en favor del pueblo frente a sus opresores aristocráticos. No es cierto. Galileo era un devoto católico, amigo de la nobleza toscana y de muchos cardenales y clérigos, cuyas hijas fueron monjas de clausura; toda su vida se esforzó por demostrar, con gran respeto por la Iglesia, que sus teorías no eran contrarias a la fe católica. Brecht, por otra parte, presentaba una Iglesia de espaldas a la ciencia y solo obsesionada con mantener una concepción del Universo, el geocentrismo, concebida ciegamente como un puntal imprescindible para la fe y, a través de ella, de sus privilegios. Pero tampoco esto es cierto. La Iglesia estaba al día de la ciencia de su tiempo y quería que Galileo no considerase verdad el heliocentrismo sin pruebas irrefutables, pues el geocentrismo era más armónico con la interpretación bíblica, la teología y las concepciones de la física aristotélico-tomista o escolástica desarrollada durante catorce siglos.
El caso Galileo
En 1616 el cardenal Belarmino –miembro de las Congregaciones del Santo Oficio y del Índice de libros prohibidos–, como consecuencia de la prohibición de un libro de Copérnico sosteniendo el heliocentrismo, comunicó a Galileo que, por orden del papa Pablo V, debía abandonar el copernicanismo (heliocentrismo) o, al menos, no enseñarlo. Galileo acató la prohibición. Hay que resaltar que la postura de la Congregación del Índice de libros prohibidos no era magisterial ni implicaba la «infalibilidad papal», es decir, no sentaba doctrina de modo definitivo. Además, no ponía límites a la investigación científica, aunque condicionaba la difusión de afirmaciones sobre la verdad del heliocentrismo.
En 1632, con la publicación de su propio libro Diálogo en torno a los dos grandes sistemas del mundo, el tolemaico y el copernicano, Galileo desobedeció la orden de 1616 al apoyar la verdad del sistema copernicano y fue por ello convocado a Roma por la Congregación del Santo Oficio y condenado a abjurar de su teoría y quedar confinado en su domicilio.
La falsedad del mito
La Iglesia no cuestionó nunca (como sostiene en cambio el mito) las observaciones de Galileo, ni los datos por él recopilados, ni siquiera las hipótesis heliocéntricas basadas en los mismos. La Iglesia se opuso a que expusiera estas hipótesis como verdades, sin disponer de pruebas irrefutables.
Artigas y Shea aclaran que las observaciones astronómicas de Galileo (que la Luna posee irregularidades como la Tierra, que alrededor de Júpiter giran cuatro satélites, que Venus presenta fases como la Luna, que en la superficie del Sol existen manchas que cambian de lugar, y que existen muchas más estrellas de las que se ven a simple vista) fueron aceptadas como grandes descubrimientos por el Colegio Romano (el precursor del Observatorio del Vaticano), donde los astrónomos jesuitas estaban convencidos de su veracidad y tributaron un homenaje público a Galileo, que fue recibido en la mismas fechas por el papa Pablo V.
La Iglesia tampoco declaró que el heliocentrismo fuese herético, es decir, contrario a la fe (descartando con ello el parecer de diversos teólogos consultados que sí lo habían afirmado en sus informes), sino que era, sencillamente, falso. El cardenal Maffeo Barberini, amigo de Galileo y luego papa Urbano VIII, también sostenía que el heliocentrismo no era una doctrina herética, sino temeraria (por opuesta a la Escritura) y falsa.
Pero al ser una falsedad contraria a las Escrituras (que en distintos pasajes sugiere el geocentrismo) y a la teología basada en ella (que consideraba la interpretación geocéntrica coherente con un mundo creado por Dios para el hombre, en el que Cristo se encarna para su redención), la Iglesia se consideraba obligada a preservar de tal error y mandó a Galileo no exponerla o enseñarla, aunque le dejó seguir investigando.
La Iglesia estaba dispuesta a interpretar de modo no literal diversos «pasajes geocentristas» de las escrituras y a acomodar su teología para dar paso a la teoría heliocéntrica, pero solo si se demostraba de forma irrefutable. El citado cardenal Bellarmino –uno de los teólogos más respetados del momento–, en una famosa carta de 1615 dirigida al carmelita Paolo Antonio Foscarini (quien sostenía la compatibilidad del heliocentrismo con los textos bíblicos), confesaba «que si alguna vez se llegara a demostrar el heliocentrismo habría que reinterpretar los pasajes correspondientes de la Biblia». Pero, concluía, hasta ese momento debía considerarse falsa, aunque pudiera usarse como «hipótesis».
Admitir el heliocentrismo «como hipótesis» no quería decir que se admitiera como «propuesta de verdad», como algo «potencialmente verdadero», o como una «verdad interina» o «hasta que se demuestre lo contrario». Se quería decir que se podía utilizar como un artificio (una especie de técnica o de instrumento científico, como la matemática) para explicar o manejar mentalmente ciertos fenómenos observables (instrumentalismo), pero sin pretensión de que esa metáfora o instrumento mental reflejase una verdad objetiva del Universo. Precisamente, en la citada carta a Foscarini el cardenal Bellarmino aconsejaba utilizar el heliocentrismo como una hipótesis astronómica, sin pretender que fuera verdadera ni meterse en argumentos teológicos. Para volver a publicar el libro de Copérnico Acerca de las revoluciones de las órbitas celestes (1543), prohibido en 1616, se tuvieron que modificar algunos párrafos para aclarar que la teoría heliocéntrica era «un artificio útil para los cálculos astronómicos».
Sobre el carácter no probado de la hipótesis de Galileo la Iglesia tenía razón. Por una parte, sus observaciones astronómicas no probaban directamente el heliocentrismo: las fases de Venus demostraban que este planeta giraba alrededor del Sol, pero no que lo hiciera la Tierra. Además, podía explicarse mediante la hipótesis alternativa de Thycho Brahe –considerado el más grande astrónomo en el período anterior a la invención del telescopio– según la cual la Tierra seguía colocada en el centro del Sistema Solar y en torno a ella giraba el Sol y los demás planetas que, simultáneamente, giraban alrededor del Sol. Por otra parte, Galileo no tenía una prueba del movimiento de la Tierra, que era la consecuencia inevitable del heliocentrismo. La prueba de las mareas que aportó en 1632 estaba equivocada, pues las mareas se deben a la gravedad de la Luna, tal como había intuido Kepler, y no al movimiento de la Tierra. Es más, este movimiento requería explicar por qué no suceden cosas que debieran suceder si la Tierra se moviera: proyectiles tirados hacia arriba caerían atrás, no se sabe cómo estarían las nubes unidas a la Tierra sin quedarse también atrás, se debería notar un movimiento rápido…
La Iglesia exigía una demostración irrefutable y definitiva del heliocentrismo que, en ese momento, no era posible. Pero lo mismo ocurría con el geocentrismo sostenido por la Iglesia. Sin embargo, en este caso, eran ciertamente la Biblia y la teología las que inclinaban la balanza de la verdad a favor de la Iglesia. Y si el geocentrismo era verdad, el heliocentrismo debía ser falso. Faltaba todavía una cabal comprensión de la función de las hipótesis como propuestas de verdad que pueden sostenerse lícitamente hasta que se demuestre experimentalmente su falsedad. No se concebía que pudiera haber dos hipótesis (dos propuestas de verdad) sobre el Universo si una de ellas contaba con apoyo en la Escritura y era coherente con la teología. Sostener dos interpretaciones de la Biblia era más complejo todavía en plena contrarreforma, con los protestantes proponiendo una interpretación libre de los textos bíblicos. Por último, el geocentrismo se había sostenido desde Ptolomeo; tenía, por lo tanto, catorce siglos de vigencia y era coherente con el Universo tal como se percibe en la experiencia común, en la que vemos que se mueven el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas. Y esta observación por los sentidos era muy relevante en la filosofía aristotélico-tomista.
Así pues, la Iglesia «pecaba» de conservadora, pero no de irracional, de anticientífica o de inmovilista. El marco de pensamiento escolástico o aristotélico-tomista en que se movía (y que se articulaba bien con la teología) no era ni anticientífico ni inmovilista. Como señala Thomas Kuhn –citado por Artigas y Shea– «Todas las nuevas teorías científicas de los siglos XVI y XVII tienen su origen en los jirones del pensamiento de Aristóteles desgarrados por la crítica escolástica. La mayor parte de estas teorías contiene asimismo conceptos claves creados por la ciencia escolástica» y, añade Kuhn, «los científicos modernos han heredado de sus predecesores medievales una fe ilimitada en el poder de la razón humana para resolver los problemas de la naturaleza». En el mismo párrafo, Kuhn cita al gran matemático y filósofo Whitehead cuando afirma que «la fe en las posibilidades de la ciencia, engendrada con anterioridad al desarrollo de la teoría científica moderna, es un derivado inconsciente de la teología medieval».
Más allá del mito: el emotivismo sensacionalista
Lamentablemente, para algunos no bastaba con sembrar –a sabiendas de su falsedad– un mito intelectual sobre la relación entre la ciencia y la Iglesia (o, incluso, entre la ciencia y la fe). Era necesario introducir elementos emotivos e irracionales capaces de crear una animadversión lo más arraigada y visceral posible hacia la Iglesia. Por ello, difundieron que Galileo fue torturado por la Inquisición, que murió en una prisión o que fue quemado en la hoguera. Esta estrategia, aun siendo burda, funciona. Según encuestas citadas por Antonio Messori (Leyendas negras de la Iglesia, 2001) el 30% de los estudiantes de ciencias en la UE piensa que Galileo fue quemado en la hoguera y el 97% cree que fue torturado.
Draper miente respecto de la condena de Galileo, afirmando que fue enviado a prisión y tratado con cruel severidad el resto de su vida. Como señalan Artigas y Shea, Galileo «ciertamente fue condenado a prisión, pero no estuvo en la cárcel ni un solo día». Su condena a prisión fue conmutada y se le permitió residir, en una especie de arresto domiciliario, en su propia casa, donde siguió investigando hasta su muerte. En 1638 publicó su obra más importante, los Discursos y demostraciones en torno a dos nuevas ciencias, donde «expone los fundamentos de la nueva ciencia de la mecánica, que se desarrollará en ese siglo hasta alcanzar, 50 años más tarde, con los Principios matemáticos de la filosofía natural de Newton, obra publicada en 1687, la formulación que marca el nacimiento definitivo de la ciencia experimental moderna».
También White, en 1896 insistió en que Galileo fue amenazado varias veces con la tortura. Lo cierto es, dicen Artigas y Shea, que solo fue amenazado una vez y que se trataba de un mero formalismo procesal que ni el mismo Galileo podía considerar seriamente. El historiador del derecho Italo Mereu incluso afirma –en su libro Historia de la intolerancia en Europa (1974)– haber demostrado que Galileo fue torturado. No es cierto: en su libro no aparece absolutamente ninguna demostración de la tortura, tan solo elucubraciones. Los documentos disponibles (y son muchos, incluidas actas judiciales y cartas personales de Galileo relatando aquellos días) indican, al contrario, que fue siempre bien tratado.
Perdón y reconciliación
La Iglesia, por supuesto, no debió obligar a Galileo a abjurar de sus creencias públicamente en 1633 en contra de su conciencia, ni someterlo a arresto domiciliario, privándolo de su libertad, por haber desobedecido la orden de 1616. Tampoco fue correcto calificar de «falsas» sus hipótesis heliocéntricas, aunque fuera legítimo considerarlas no probadas. De estas conductas el papa Juan Pablo II –junto al cardenal Poupard–, pidió perdón el 31 de octubre de 1992, al clausurar los trabajos de la comisión sobre Galileo creada once años antes, y de nuevo pidió perdón (aunque sin nombrar a Galileo) el 12 de marzo de 2000 al presentar el documento «Memoria y reconciliación» elaborado por la Comisión Teológica Internacional y el Cardenal Ratzinger.
Pero nada de esto permite sostener el mito de que la fe y la ciencia son incompatibles y que la Iglesia católica ha sido enemiga del progreso científico quemando y torturando a quienes la contradecían en materia científica. Por ello, aún estamos esperando la petición de perdón de todos los que han jaleado y aún jalean desde múltiples instancias mediáticas y políticas las mentiras de Draper, White, Brecht, Losey, Cavani y tantos otros, ocultando la verdadera dimensión del caso y la persona de Galileo, convirtiéndolo en una caricatura al servicio de sus intereses.
¿Tenía razón la Iglesia en algo?
Al rechazar la hipótesis de Galileo, la Iglesia trataba, de modo implícito, de preservar un marco de pensamiento, una forma de concebir la razón de forma no cientifista. El enfoque de Galileo conllevaba una determinada filosofía de la ciencia mecanicista y atomista. Para Galileo, la realidad es materia en movimiento que interacciona físicamente y se organiza. Nuestros sentidos nos engañan, porque debajo de la apariencia solo hay materia. La matemática, en cambio, puede explicar cómo se comporta esta materia en movimiento.
Por contra, para la concepción aristotélico-tomista el mundo no solo es materia, sino materia y forma (hilomorfismo) y el principio organizador no proviene de la materia sino de la forma, que la dota de una naturaleza o esencia distintiva (forma substancial) que, además, podemos percibir y comprender. Es decir, concibe un mundo real y accesible por el ser humano (“a la medida del hombre”) y no mera materia en movimiento que existe “detrás de las apariencias de nuestros sentidos”. En el mundo también existen potencialidades y finalidades que lo dotan de sentido y, por ello, de moralidad. Por tanto, si bien se admitía de buena gana que con su enfoque Galileo pudiera crear hipótesis astronómicas o modelos matemáticos para hacer predicciones o dar explicaciones prácticas de fenómenos -instrumentalismo-, no se admitía de tan buena gana que estos modelos sustituyeran al aristotelismo como filosofía o sabiduría sobre el mundo (cosmología).
Aunque la concepción escolástica contenía muchos errores, la nueva ciencia propuesta por Galileo no podía suplantarla sin más. Como dice Artigas en su artículo «Lo que deberíamos saber sobre Galileo» (Scripta Theológica, 2000), «aunque las críticas de Galileo al aristotelismo se redujeran a aspectos concretos de la física que, ciertamente, debían abandonarse, parecía que la nueva ciencia pretendía arrojar fuera, como suele decirse, al niño junto con [el agua de] la bañera». Y este problema no ha sido superado con la ciencia moderna. De nuevo Artigas: «en el fondo del caso Galileo, se encuentran algunos problemas que son reales, siguen siendo actuales, y esperan todavía una solución… Son muchas las voces que piden un serio esfuerzo para integrar el progreso científico dentro de una visión más amplia que incluya las dimensiones metafísicas y éticas de la vida humana…».