Que los niños no importan mucho políticamente estaba claro antes del Covid-19 y lo sigue estando durante y después.
Durante el confinamiento de los meses de Marzo, Abril y Mayo, los niños llegaron a reclamar los derechos de los perros. Cuando comenzó la desescalada, las terrazas, las discotecas y las playas pudieron recuperar “la normalidad”, pero a finales de junio los docentes aún esperaban unas instrucciones mínimas para ponerse en marcha.
Sin embargo, la tramitación de una nueva ley orgánica de educación no puede esperar a que acabe lo más posible la anormalidad.
En la puesta en marcha de los centros educativos lo fundamental no está siendo ofrecer el mejor servicio educativo posible a los niños sino ofrecer el mejor servicio posible a la explotación de los padres sin que estorben los hijos. Tomemos de referencia las tres variables más importantes que se han conjugado en la vuelta al cole: reducción del número de alumnos que debe asumir un tutor (ratio), presencialidad o no de la enseñanza, y normas sanitarias de prevención. De las tres variables, la única que ha prevalecido es la de presencialidad. Que todos los niños se beneficien de una enseñanza presencial puede ser comprensible y tiene argumentos sobrados para sostenerse. Lo que ya no lo es tanto es que de repente, sin nada que lo justifique, hayan dejado de ser importantes las otras dos variables, las que en principio velaban por una enseñanza más de “calidad”. Lo dicho, lo que al final había que conseguir es conciliar una economía del descarte o precarizada con una escuela que no pasará de ser una “guardería laboral” para los precarizados o los descartados.
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Resulta además tremendamente paradójico que un Estado que le ha dicho a las familias que no tienen derecho a decidir qué educación deben recibir sus hijos, cuando ha decretado el cierre de las escuelas ha mandado a los hijos a ser atendidos por sus familias. Y éstas, mira tu por dónde, no lo han hecho peor que una escuela que mantiene en el fracaso a un porcentaje altísimo de niños. Las estadísticas pueden variar de un país a otros, pero en todos se da esta correlación entre la brecha cultural y económica que padecen las familias y la brecha del fracaso escolar… La escuela tiene mucho que avanzar en su función subsidiaria, compensadora de la desventaja que a todas luces supone la injusta y criminal desigualdad social.
Las prioridades en lo que se refiere a niños y educación parecen claras: están subordinados a los intereses de la economía y la ideología relativista dominante. Se da por supuesto en este país que no puede haber pacto de Estado en educación al tiempo que se clama, a voz en grito y bajo amenaza de apocalipsis, que es necesario un pacto de Estado en economía.
En realidad, no está ocurriendo con el sistema educativo nada distinto a lo que está pasando con el sistema sanitario. Mantendremos las pugnas ideológicas, cíclicamente avivadas, entre que si “publica” o “privada”; o entre si “clase de religión” o “no clase de religión”, sin encarar el verdadero problema de fondo: que ninguna opción política que ha accedido al poder jamás ha cuestionado ni se ha salido de las directrices supranacionales (OMC- UE) que llevan más de cuarenta años trabajando por la “liberalización y privatización de los servicios públicos” y por una cultura radicalmente relativista e insolidaria que la legitime.
El sistema económico no ha hecho otra cosa en los últimos cuarenta años que requerir del Estado una escuela mucho más adecuada para preparar el perfil del “precariado” del siglo XXI, que tiene que dominar competencias digitales. De modo que la innovación en la escuela prepare para el “autoemprendimiento” que, en el marco actual, es lo mismo que decir la autoexplotación. Las empresas tecnológicas se están frotando las manos. Estaban preparándose para esta oportunidad y han sido las primeras en reaccionar.
Es cierto que el Covid-19 lo único que ha hecho es tirar de la manta y dejar destapado lo que ya se sabía. Pero estamos ante el peor de los escenarios porque los que seguro que van a aprovechar y seguirán aprovechando esta oportunidad son los que llevan años trabajando por la mercantilización y la privatización de la enseñanza. Lo contrario de una enseñanza concebida como servicio al bien común, sin la cual no puede ser pública.
La otra opción pasa por luchar por la dignidad de los niños, lo que es inseparable de la lucha por la dignidad de todas las personas. Esto implica una Escuela auténticamente subsidiaria y compensatoria de tantas brechas y abismos. Una escuela que trabaje para y con las familias, para fortalecer la sociedad y su protagonismo.
Editorial de la revista solidaria Autogestión
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