Por José Luis Muñoz de Baena. Doctor en Derecho y profesor de la UNED.
“VIVIR” (Akira Kurosawa. 1952). El paroxismo de la diversificación funcional
Comencemos por algo muy cercano a nuestra experiencia: el modo burocrático del dominio al servicio de un Estado formalmente democrático, que retrata la asfixiante e inolvidable Vivir (Ikiru), En este filme, considerado entre los más grandes de la historia del cine, se muestra una estructura burocrática de enorme complejidad, capaz de enervar cualquier pretensión diluyéndola en su multiplicidad funcional.
Al comienzo del filme, varias mujeres se personan en la Oficina de Atención al Ciudadano del Ayuntamiento de Tokio, con la pretensión de solicitar que se construya un parque infantil donde hasta el momento sólo hay una charca pestilente. Allí comienza una larga peregrinación ratione materiae: Sección de Parques, Centro de Salud, Sección de Sanidad, Sanidad Medioambiental, Prevención de Epidemias, Control de Insectos, Secciones de Alcantarillado, Carreteras y Planeamiento Urbanístico, Cuerpo de Bomberos, Sección de Educación, Bienestar de Menores. Por último, el concejal reenvía a las mujeres de vuelta a la Sección del Ciudadano. Este resultado contradice al sentido común, pero no es del todo absurdo en términos estrictamente burocráticos. Al fin y al cabo, los criterios que cada uno de los funcionarios enarbola para desviar la cuestión (y su propia responsabilidad) son razonables: la obra del parque tiene que ver con todas esas unidades funcionales, siempre según el criterio que se adopte.
La formalización que está en la base de esa especialización funcional puede abrirse hasta el infinito, porque su referente puede estar en cualquier sitio: las cosas han desaparecido y en su lugar no resta sino un complejo sistema de imputación de funciones y responsabilidades en el que no cabe ya, dada su sujeción a reglas estrictas, la decisión prudencial de alguien que tiene a la vista el problema en su integridad, sino sólo el procedimiento reglado.
La dura lucha del funcionario Watanabe contra la apatía administrativa intenta, si vale decirlo, trazar un by-pass, conectar instancias independientes que funcionan en una total separación, tender el puente que permitirá preservar la unidad de sentido de la petición de las ciudadanas. Su actuación será, por eso mismo, útil desde el punto de vista social, pero disfuncional desde el puramente burocrático, pues el jefe de la Oficina de Atención al Ciudadano, consciente de que se halla ante un mundo escindido y discreto, en su empeño de hacer conexiones entre departamentos y servicios que la lógica interna del sistema ha separado, presiona, insiste más allá de lo prudente. Y al hacerlo pierde la imparcialidad que le caracteriza como funcionario y, por tanto, violenta el funcionamiento normal de la administración. La conclusión del filme no puede ser más desoladora: Watanabe se salva, vive, su memoria perdurará en el parque, pero la situación en la Oficina de Atención al ciudadano del Ayuntamiento de Tokio vuelve a ser la de siempre tras su muerte.
“LA MUERTE DE UN BURÓCRATA” (Tomás Gutiérrez Alea. 1966). La vida social en el totalitarismo
En la excelente película cubana La muerte de un burócrata, se da una vuelta de tuerca: aquí es la burocracia socialista revolucionaria la que se muestra, siempre bajo el prisma de un humor amargo, como una estructura incapaz de dar respuesta a las necesidades del administrado.
El protagonista entierra a su tío (un delirante escultor que fabrica bustos de Martí en masa) con su carnet laboral, como un postrero homenaje a la causa en la que creyó y a la que sirvió modélicamente. Un error de dramáticas proporciones, pues la máquina estatal exige el carnet como requisito inexcusable para tramitar la pensión a la viuda. El resto muestra con dramática comicidad el destino de una vida artificial, regida por reglas inflexibles: el hombre, ante las trabas de la exhumación y el retraso de meses que le auguran, acaba realizándola ilegalmente, mientras los trámites siguen su curso. Una mezcla de error y torpeza le impide enterrar nuevamente el cadáver, que habrá de guardar en casa de la atribulada tía. Prosigue su calvario, de oficina en oficina, sólo para descubrir que es una pieza de la gran máquina, que su problema no le interesa a nadie y nadie puede hacer nada por él porque las normas que todos obedecen, creadas para evitar la desigualdad de trato, no hacen sino igualar a todos en el mismo olvido. Finalmente, llega el momento: la autorización administrativa. Pero para exhumar el cadáver, cuando lo que él busca no es sino enterrarlo nuevamente. El fin, tan dramático como cabe imaginar, nos pone ante la evidencia del destino humano frente a fuerzas que desbordan su entendimiento y le oprimen pese a que fueron pensadas para liberarle.
La máquina, el sistema que aprisiona todo modo no particular de la voluntad humana y lo encauza, reconduce y, casi siempre, frustra, aparece aquí muy vívidamente: es modélica la escena en que el protagonista, harto de escuchar siempre frases del jaez de eso está hecho, compañero, se encuentra ante una oficina de agilización burocrática… Que genera la mayor de cuantas colas ha padecido hasta el momento.
Atroz paradoja que vemos también en el taller de propaganda política cuya función es diseñar carteles con consignas contra el monstruo burocrático, a la vez que se alimenta de él. Este sinsentido no puede sino traernos a la cabeza la crítica, antes expuesta, de Marx contra la Filosofía del Estado de Hegel; resulta sintomático que, precisamente en nombre de aquél, el siglo XX produjera los mayores monstruos burocrático-totalitarios que recordamos. Nada, por cierto, hay en ello de contradictorio: las reglas que alientan las estructuras burocráticas son en lo esencial las mismas en todas partes. En su continuación de un modo crecientemente artificial de dominio (de esa abstracción imparable que ya caracterizaba al pensamiento liberal), el marxismo no hace sino instaurar una dualidad donde antes había un solo término: igualdad material frente a igualdad formal.
“BRAZIL” (Terry Gilliam, 1985). Otra proyección de la obra de Orwell: 1984
Si en El proceso (película interesantísima de Orson Welles que es también sugerente) la pesadilla de K. sugería una sociedad enferma, presa de procedimientos arbitrarios de los que nada sabía el administrado, Brazil nos sitúa abiertamente ante el modo de dominación burocrático-totalitario en toda su crudeza.
Este filme presenta de modo muy vívido un espacio social en el que nos desazona vernos reflejados porque no es descartable que sea, como el nuestro, sólo formalmente democrático. En un mundo feo hasta la atrocidad, surcado por tuberías, todo se disfraza de personalización para ocultar la uniformidad: al comienzo de la película, un programa de televisión ofrece tuberías al gusto individual. Es difícil no reconocer nuestra realidad en una vida doméstica automatizada, llena de soportes innecesarios que recuerdan la omnipresencia de la tecnología, en la que las condiciones de sujeto y consumidor parecen solaparse. El consumismo desaforado se ha convertido en una auténtica religión; hay obsesión por la cirugía estética y un lujo postizo encubre la estrechez cotidiana.
Por supuesto, existe un Ministerio de Información, cuyo responsable, Helpmann, se defiende contra la acusación de que su gabinete ha crecido demasiado replicando que en una sociedad democrática es necesario dedicar muchos recursos a la lucha contra el terrorismo. Un terrorismo cuyos efectos vemos de inmediato, pero sobre el que llegamos a tener dudas, pues a lo largo del filme se sugiere que no es sino un instrumento del poder para obtener justificación a su política de terror selectivo.
La detención de los sospechosos es impecablemente burocrática: los familiares firman por triplicado, pero no hay lectura de derechos ni exposición de cargos. No sabemos cuánto tiempo estarán incomunicados y sin asistencia judicial, pero quizá no mucho más que el permitido por la Patriot Act o la actual legislación antiterrorista británica. Por doquier se multiplican las consignas, ya bajo la forma de lemas publicitarios (vemos una pancarta que reza “consumidores por Cristo”), ya bajo la de propaganda política (en el ministerio puede leerse “la verdad os hará libres”). Todo tiene que ver con la información y su control.
Aplastado por el peso de la ingente información que acumula, el sistema cede pequeñas parcelas, pero siempre extraoficialmente: al fontanero outsider Harry Tuttle le hacen la vista gorda los de servicios centrales, precisamente porque nadie resiste ya el papeleo. Por supuesto, hay trámites ineludibles que entran en el deber de un buen funcionario: el protagonista, Sam, visita a la viuda de un detenido a quien le cobraron de más por el trámite y pretende, pese a los lloros de la mujer, dejar resuelto el problema para que todo cuadre. Los argumentos de aquélla le incomodan, pero le son ajenos, no se trata de su negociado. Realmente, en el mundo por el que deambula Sam las cosas han desaparecido y un impecable sistema de imputación de responsabilidades (troceadas, dislocadas) rige la vida humana: la lógica de la burocracia se impone. Hay ética, sí, pero es la ética del funcionario. Nadie debe jugar a explorador ni atreverse a ver el conjunto de la máquina, porque la máquina es Dios y aunque tenga, como él, el raro privilegio de no existir salvo en nuestra mente, es muy sensible a la blasfemia.
La narración de Brazil no es diferente de la de su original literario 1984, de modo que resulta imposible esperar un happy end: en efecto, el amor termina por vencer a Sam y lo convierte en antisistema, pero el hombre tiene poca experiencia. Capturado y torturado, el final del filme nos lo muestra feliz, ajeno. Al fin y al cabo, el mundo de verdad no importa. Paradójicamente, el recién nacido sentido social de Sam es el que hace de él un idiota, un diferente, otro, ajeno a un mundo donde las relaciones de ese tipo han sido implacablemente trituradas. Su nostalgia de un mundo social real choca con el deseo del poder totalitario de que, tras la pantomima de las relaciones frívolas, no haya ciudadanos, seres políticos, en la acepción griega: al poder le interesa que no exista otra relación que la dada entre cada súbdito y el Gran Hermano. Los modos de dominio de origen teológico tienen estas limitaciones. En un mundo donde las cosas significan lo que decide el poder, la relación social carece de sentido propio. Los dioses coherentemente omnipotentes no exigen concordancia con orden alguno, sino sumisión: si el orden social exige asociales, entonces ser asocial es… Ser social. Sólo un idiota puede habitar un mundo de idiotas y, al hacerlo, dejar de ser tal.
“LA VIDA DE LOS OTROS” (Florian Henckel von Donnersmarck. 2006). La información es poder.
En La vida de los otros, el capitán de la Staatssicherheit (Stasi) Gerd Wiesler es un interrogador modélico, que desenmascara a los enemigos del Estado. Se trata de toda una técnica, con fundamentos científico-técnicos, que incluso explica en la academia, y cuyo ejercicio continuo ha despertado en él la moral de sabueso que el Estado le pide.
Hay que desconfiar, todo el mundo puede ser de los otros. Wiesler no produce, en términos estrictos; mejor dicho, produce información, una mercancía muy valiosa según en qué lugares. Sabemos (hasta la caída de la RDA, sólo intuíamos) que el Ministerio para la Seguridad del Estado infiltró el tejido social permeándolo hasta extremos increíbles, convirtiendo a docenas de miles de ciudadanos en espías de la vida de los otros. Uno de ellos, el ministro de la Seguridad del estado Hempf, conspicuo represor de intelectuales, cita en el filme una frase de Stalin: El poeta es el ingeniero del alma. La ingeniería social, ese viejo anhelo positivista, ha hecho un largo camino hasta llegar aquí…
El sujeto colectivo, el Estado socialista, actúa como un ingeniero social porque ese, y no otro, es el modo de ser un déspota ilustrado en el siglo XX, pero no puede redimir sin medios: el cuerpo social es naturalmente imperfecto y es preciso llevarlo a su forma más elevada. Por eso, el espionaje al autor teatral Dreyman y a su novia Christa-Maria –finalmente convertida en confidente y, tras un arranque de dignidad, en suicida– es algo que sucede por el bien de todos, aunque los afectados no lo sepan.
Como en la utopía rousoniana, el ser humano es en la RDA a la vez soberano y súbdito, sujeto público y privado, y sólo al sujetarse a la voluntad general se hace libre; sus deseos e intereses que no coincidan con dicha voluntad han de ser reprimidos, como manifestaciones asociales que son. Los espiados, detenidos, coaccionados, torturados, sufrirán como sujetos particulares pero eso los enaltecerá como partícipes del todo. La voluntad general escribe derecho con renglones torcidos, el gobierno del pueblo tiene razones que la razón no entiende. La información es la gracia de los nuevos dioses, el tesoro que su ejército de burócratas persigue. Todo es información, todo puede serlo. Y eso es un problema, según como se mire.
Recordemos a Funes el memorioso, el siniestro personaje borgiano, víctima de su tenaz imposibilidad de olvidar, que le convierte en retrasado mental. No cabía otro destino, pues sólo recordamos sobre el fondo de nuestros olvidos. Pero ¿cómo elegir cuando la sospecha es la savia del Estado totalitario, cuando la hipertrofia del aparato burocrático reclama nuevas áreas de intervención con que justificar el crecimiento de sus fondos? Cualquier información puede ser relevante. Como dice un personaje de El péndulo de Foucault, se puede leer entre líneas hasta una señal de dirección prohibida. Por eso es necesario el concurso de multitud de agentes e informantes: la información está por todas partes. ¿Por todas partes? Depende.
Durante una comida con Wiesler, un teniente coronel de la Stasi le ruega a un joven oficial que le cuente el último chiste sobre el camarada secretario general Honecker. Después de escucharlo, le solicita nombre y graduación y le amenaza con la expulsión para, a renglón seguido, reírse a carcajadas y contar él mismo otro chiste mucho más subversivo. La información sólo es tal cuando se decide que lo sea, cuando la voluntad que alienta tras la máquina decide otorgarle relevancia. El poder de los elegidos está, precisamente, en su capacidad de dar sorpresas, en la posibilidad de perdonar cuando deben condenar o viceversa.
Aquí el estado burocrático totalitario se muestra un digno heredero de su remoto precedente, la teología nominalista: ningún orden, ni siquiera el lógico, puede oponerse a la voluntad omnipotente del dios. La sustancia del Estado y su maquinaria de dominación parece disuelta, pues, en los puros flujos de información, pero eso tampoco es novedoso. El modo burocrático del dominio es exactamente eso. Hay, sí, una finalidad, siempre la hay; el problema no es ése sino el sentido de ese fin, que acaba siempre por conducir a la autorreproducción de la estructura. La exacción impositiva, la prestación de servicios sociales requieren, claro está, mucha burocracia, pero el sentido profundo del modo burocrático es la evitación del horror vacui, el movimiento de un organismo que está hecho para moverse.
«CUBE» (Vicenzo Natali. 2000). El sistema sin finalidad ni sentido
En Cube, una formidable estructura mecánica nos pone en contacto con el límite del horror, un espacio geométrico sin referencia alguna a los ciclos naturales o sociales donde la abstracción con respecto a cualquier modo social, experimento científico, solución técnica o decisión política es absoluta.
Un grupo de personas, atrapadas en ella, conjeturan el sentido de su presencia allí. Evidentemente se trata de un juego, una suerte de diabólico cubo de Rubik en el cual el autor del modelo que realiza las rotaciones parece disfrutar haciendo que interpretemos sus designios. El precio es la salvación, pues una buena parte de los cubos matan de modo espantoso a quienes entran en ellos.
En Cube, la incertidumbre viene dada por el carácter de la máquina, que, como en las pesadillas kafkianas, oculta un orden no conocido. Cada nuevo paso, cada avance hacia otra celda, entraña riesgo, pero también el placer de eludirlo. En El cubo, la percepción del tiempo y del espacio se disloca y la desorientación es total: no se sabe cómo se ha llegado allí ni qué se ha hecho o dejado de hacer, tampoco quién detenta el poder, porque el poder es el sistema, está dado en la mera relación de las partes y el sentido de esa relación no puede percibirse desde el interior.
Ante la evidencia de cuanto ignoran, los protagonistas del drama, cuya elección no parece casual, interpretan la situación de diferentes modos. La explicación de la médico es racional, típica de una mentalidad moderna: “Todo es la misma máquina, ¿entiendes? El Pentágono, las empresas multinacionales, la policía…”. “No podemos ver el cuadro desde aquí dentro”, dice el policía. “Los dos somos parte del sistema: yo diseño la estructura exterior y tú haces la ronda…. Nadie quiere ver todo el cuadro”. El nihilista, que diseñó el armazón, pero ignora el funcionamiento interno, rompe con esa explicación: no hay nada, ningún gran hermano vigila.
Si el mundo puede ser descrito en un lenguaje matemático, El cubo debe estarlo. La estudiante de Exactas vuelve, pues, a Descartes: los números son coordenadas, los cubos giran y han de calcular la rotación completa del sistema. En una hora, el giro terminará y será posible pasar por el puente que conduce a la salida. Sólo hay un problema: “¿Cómo vamos a saber cuánto es una hora?”. “Una hora será el tiempo que yo diga”, contesta el policía. Siempre la voluntad para respaldar un discurso cuyo orden no está en él mismo.
La matemática ha explicado el mecanismo (ya que no ha sido capaz de comprender su sentido), pero las disensiones internas del grupo no permiten que sus integrantes eludan la muerte. Finalmente, el intento del policía de forzar a la chica, enfrentado al del nihilista de defenderla, los conduce a la destrucción mutua. .
Inquietante, en cierto modo blasfemo, pero lógico. El nuevo dios, el sistema, no nos pide (acabamos de verlo con motivo de Brazil ) un esfuerzo de bondad dirigido al prójimo, sino lo que piden siempre los dioses: obediencia, sujeción a sus reglas. Es un dios moderno, lo dijimos, pues su voluntad está escrita en clave matemática, como el mundo cartesiano y galileano que hizo suya la modernidad.
En esas condiciones, la vieja ética de la médica está fuera de sitio, porque tiene a los otros como destinatarios y a la deidad que los ha puesto en ese mundo sólo le importa la relación de todos con El cubo, su designio es ajeno a la carne. Los personajes no corren mejor suerte por ser cooperativos o maximizadores, benévolos o malvados: sólo sus razonamientos abstractos los acercan a la salvación. No puede, por tanto, haber ética en ellos, sólo fe.
Cube no es una película sobre la burocracia, pero, después de todo, no estamos hablando ya sobre ella. Hemos arrojado la escalera después de usarla para subir. El modo burocrático de dominación no es sino una perspectiva privilegiada para entender el imparable proceso de abstracción con respecto a lo real que caracteriza a la modernidad y, muy señaladamente, a los dos últimos siglos. Es ese proceso de formalización de lo real para dominarlo, de sometimiento de la naturaleza a leyes y de la vida social a reglas cada vez más complejas, así como a otras reglas que garanticen el cumplimiento de aquéllas y su interpretación el que se halla en la base misma del totalitarismo, que suele ser platónico y, por tanto, formalizador, reductor a la Idea, geométrico.


