Rescatando al niño que hay dentro del soldado

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Los niños y niñas soldado, son arrancados de sus familias, manipulados y obligados a convertirse en criminales de guerra.

Extracto

Chema Caballero escuchó hace unos años este testimonio de un niño soldado:

«El comandante nombró a quienes debían utilizar el machete para abrirlos en canal y sacarles el hígado y el corazón. Los nigerianos gritaban aterrorizados y aseguraban que les habían obligado a combatir en Sierra Leona. Yo maté a uno, le saqué el hígado y lo coloqué en un puchero. Era obligatorio beber la sangre y utilizarla para lavarse la cara y las manos. No había elección. Te mataban si te negabas. Como teníamos hambre nos comimos las vísceras con pollo y arroz».

El niño tenía 12 años cuando pasó por esta experiencia. A Caballero se lo contó con 16. Desde entonces, cada vez que este misionero javeriano tiene la oportunidad, lo repite en cualquier acto público o entrevista. Es la antesala a una pregunta: ¿qué está pasando para que un niño de doce años, que tenía que estar en la escuela o jugando en su aldea, se convierta en un auténtico criminal de guerra? Después de casi veinte años trabajando en la reinserción de niños soldado conoce de sobra la respuesta. Durante la guerra pasaron por el centro de los javerianos de Sierra Leona más de 3.000 menores pero esa cifra se ha multiplicado después del conflicto hasta llegar a los 8.000. «Hoy ya no hablamos de niños y niñas soldado de Sierra Leona pero sí de jóvenes que fueron soldados. Sin embargo, no podemos olvidar que continúa ocurriendo en otras partes del mundo como el Sur de Sudán, RD del Congo, Somalia, Chad. O en países no africanos como Colombia, México o Brasil. También en países de Asia».

En Sierra Leona, los rebeldes llegaban a las aldeas y se llevaban al mayor número de niños y niñas posible. Les hacían transportar sobre sus cabezas las mercancías robadas en la aldea y caminar durante días, a través de la selva, hasta los campamentos rebeldes. Una vez allí, las niñas se repartían entre los combatientes como esclavas sexuales (los rebeldes las llamaban «esposas de guerra») y los niños eran esclavizados en trabajos de mantenimiento como buscar leña, limpiar o cocinar y por las noches dormían alrededor de las tiendas de los combatientes para protegerles con sus cuerpos en el caso de que hubiese un ataque. Cuando el comandante creía que estaban preparados para ser entrenados como soldados, niños y niñas eran enviados a otros campamentos donde se les enseñaba el uso de las armas. «Eran sometidos a un entrenamiento militar», dice Chema Caballero.

Tras ese periodo pasaban por unos «ritos mágicos«. Se les convencía de que eran invencibles y de que las balas del enemigo nunca les harían daño. «En la mayoría de los casos les hacía volver a la aldea de origen y matar al padre, a la madre o a alguien de la familia», cuenta Caballero. ¿Por qué? «Hablamos de niños de 8, 9, o 10 años que han matado a un miembro de su familia. Si intentase escapar no podría volver a su casa porque no lo aceptarían. Los rebeldes los convencían de que no podían ir a ningún sitio y de que ellos eran su única familia. Estos niños obedecen y crean lazos muy fuertes con sus captores, a los que al final terminan llamando ‘papá’». Ayudados por la cocaína se convertían en «máquinas de matar» que destruían todo lo que se cruzaba a su paso: mataban, violaban o quemaban aldeas. Lo que les mandaran.

El trabajo del centro de los javerianos supuso un cambio radical en los métodos que se habían usado hasta entonces en la reinserción de estos menores. «Antes eran confinados en campos para que no siguiesen combatiendo. En El Salvador o Nicaragua, los menores desembocaron en las maras. En Liberia, la guerra se extendió porque los menores volvían a los grupos de los que habían salido porque no tenían donde ir. Teníamos que aprender de los errores».

En sus proyectos, los niños y niñas pasaban por una primera fase muy disciplinaria y completa de actividades para que «no pensasen» en su pasado. «Te levantas a las seis, te lavas, limpias la habitación, desayunas, vas al colegio o a los talleres de formación profesional, vuelves, comes, lavas tu ropa, otra vez al colegio o a los talleres, deportes, cenas, actividades como el cine o teatro». El objetivo era que los menores se abrieran y contasen su experiencia. «Con el tiempo se sienten seguros. Te buscaban por la noche, cuando se sentían más protegidos, para contarte sus historias: ‘estaba cansado de la guerrilla pero no me quería morir sin ver a mi madre’ o ‘no quería morir sin matar al que me secuestró’. Poco a poco van saliendo los sentimientos de añoranza, venganza…». Hasta que no llega esa ruptura, dice Caballero, no se puede hacer nada con ellos. «Ahí es cuando se puede empezar a trabajar y establecer un pacto personal con cada uno en el que se le ofrecen oportunidades a cambio de dejar la violencia, las drogas y empezar a colaborar».

En ese punto es cuando se planteaba el problema de la inserción. «Muchos querían volver con sus familias, pero imagina lo que supone decirle a una madre que sabe que su hijo mató a su marido que el hijo quiere volver a casa. ¿Qué dice la madre, qué dicen los hermanos? Hicimos un intenso trabajo en concienciar a las familias. Campañas de radio, encuentros con las familias, vecinos, líderes religiosos, las mujeres de los mercados, teatros callejeros… Todo para que estos niños dejaran de ser vistos como victimarios y empezaran a ser vistos como víctimas. Explicábamos que habían cometido atrocidades pero que habían sido manipulados para cometerlas.

Nuestra experiencia dice que todos aquellos que pudieron recuperar a sus familias son los que mejor se han integrado».

¿La reinserción llega a conseguirse plenamente? «No lo sé, pero hacen el esfuerzo y hacen que sus hijos no sufran ni sean unos infelices. Se han sentido queridos y aceptados. Los que no fueron aceptados o no se encontró a su familia terminaron en pisos tutelados y en esos casos en los que sienten el rechazo de sus familias les cuesta más integrarse». En el caso de las niñas, dice Caballero, había que añadir la falta total de autoestima. «Las mayoría cuando volvían a casa o iban a piso tutelados no tenían fuerza para enfrentarse con los conflictos diarios que pudieran surgir con la familia o los amigos. Muchas huyeron y terminaron en la prostitución en un tiempo en el que había 17. 500 soldados de Naciones Unidas y más de 500 ONG internacionales en Sierra Leona».

Una vez que acabó la guerra, el proyecto continuó Hoy ya se han beneficiado más de 5.000 personas.

Dibujos publicados en el libro «Yo no quería hacerlo. Los niños soldados de Sierra Leona se expresan a través del dibujo, de Fátima Miralles Sangro y José María Caballero Cáceres.

En Sierra Leona empiezan a cerrarse las heridas pero en casi una treintena de países del mundo hay reclutados más de 300.000 niños y niñas soldado. «Se les usa porque son fáciles de manipular y se les remplaza fácilmente. Se gasta muy poco en entrenar a un niño y si muere se busca a otro que se lance al combate. ¿Por qué esto no cambia? Tenemos los datos, los informes, la Convención del Niño, y leyes internacionales que protegen sus derechos».

Para Caballero, se debe a tres motivos fundamentales.

«Primero, porque miramos a África como el continente que nos proporciona todas las materias primas que necesitamos para nuestro bienestar. En Sierra Leona son los diamantes, en la República Democrática del Congo es el coltán para nuestros móviles, en el sur de Sudán es el petróleo y en Níger es el uranio, solo por poner algunos ejemplos. Donde no hay una materia prima que Occidente no necesite no hay guerra. Se puede decir que son nuestras empresas y gobiernos los que mantienen estos conflictos.

El segundo es que las armas que se utilizan en estos conflictos no se fabrican en África sino en Occidente. No olvidemos que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas está formado por los principales exportadores de armamento del mundo, y en sexto lugar viene España. Es un gran negocio.

Y El tercero, es la falta de voluntad política. Sabemos que las causas por las que estos niños luchan están más en Occidente que en sus propios países y no hacemos nada para que eso termine».