Editorial: Belleza, Verdad y Bien
Lo específico de la inteligencia es abrirse a la realidad, dejarse sorprender, entusiasmarse. Ver en ella algo que la supera. El entusiasmo no acontece como fruto de lo que se mira, sino que constituye, más bien, una actitud del modo en que se mira, se escucha, se lee. Lo contrario de vivir entusiasmado es vivir ensimismado, atascarse en el sopor y la nada. El que está entusiasmado se deja asombrar permanentemente por la realidad y se deja transformar por la belleza. El asombro por la belleza transfigura lo cotidiano. A menudo se desprecia a la belleza considerándola un lujo o una frivolidad. Algunos incluso sugieren que guiarse por la belleza es una respuesta superficial a la vida. Esto indudablemente nace de no entender qué es la belleza. La belleza es esencial para una vida profunda y llena de significado, para una vida que se ocupa de la justicia.
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La tradición platónica sugiere que belleza, verdad y bien son palabras intercambiables. La palabra hebrea que se utiliza en el Génesis cuando se dice «y Dios vio que era bueno», en referencia a su creación, es tov, que también puede traducirse como «bello». La estética y la ética estarán siempre ligadas. En la realización del bien, en la búsqueda de la verdad, siempre nos encontraremos con la belleza, aunque su apariencia, sufriente y detestable, provoque incluso el escándalo.
Hoy es muy difícil esta experiencia de lo bello que conmocionaría la posición central de un sujeto endiosado. La belleza sufre menoscabo de toda trascendencia, de toda significancia, incluso de todo valor que nos capacitaría para, yendo más allá de lo meramente estético, acoplarse con lo ético y con lo político. La belleza, completamente desacoplada del juicio ético y moral, se entrega a la vorágine del consumo. La cultura de consumo somete cada vez más la belleza al esquema de estímulo y excitación. El consumo y la belleza se excluyen mutuamente. Lo bello no hace propaganda de sí. No seduce ni para el disfrute ni para la posesión. Más bien, invita a demorarse contemplativamente. El arte verdadero no se lleva bien con el capitalismo, que todo lo somete al consumo y a la especulación.
El arte no cambia el contenido de nuestra mente, sino el propio continente; no las cosas que percibimos, sino el aparato de percepción. Lo que el arte nos ofrece no es un nuevo saber, sino una nueva capacidad de comunicación con seres diferentes de nosotros y, en este sentido, participa más de la moral que de la ciencia. El horizonte último de esta experiencia es el amor, forma suprema de relación humana. Según Simone Weil, la belleza exige de nosotros «renunciar a nuestra figurada posición como centro».
Pero no se puede ser ingenuo ¿cómo hablar de la belleza y del brillo de ese algo escondido cuando lo que vemos a nuestro alrededor es odio, violencia, guerra, intereses mezquinos y el deseo del hombre de imponerse a los demás y de explotar a sus iguales? ¿Acaso son compatibles lo uno con lo otro? Sí, lo son. Taxativamente. Dice Victor Frankl que, paradójicamente, soportaban mejor la vida en Auschwitz quienes tenían un extenso mundo interior que les permitía percibir la belleza del mundo aun en esas condiciones de sufrimiento extremo. No los más fuertes físicamente sino quienes no habían perdido la esperanza, la virtud del que cree en el sentido de la lucha por la Justicia, que es la plenitud de la belleza, y se compromete con ella. Con plena conciencia de la aparente derrota, sombría y desalentadora hasta la extenuación, que debe contemplar a cada paso que da.
¿Cómo ser custodios hoy de la belleza en esta sociedad? Salvar la belleza es salvar al hombre. Todo hombre puede decir, en primera persona, que la belleza le interpela y lo implica. De ese modo, el hombre elige. O, mejor dicho, se elige; ejerce su libertad de una manera completa y radical. Se presenta ante él un panorama desconocido y sorprendente que nos puede cambiar la vida.