Revista Autogestión 146: «La paz es fruto de la verdad, la justicia y el perdón»

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La paz es obra de la verdad, la justicia y el perdón

EDITORIAL

Mientras escribimos estas líneas seguirán muriendo por causas no naturales absolutamente evitables más de 100.000 personas por hambre y miseria, permanecerán en campos de refugiados huyendo de la guerra más de 80 millones de personas (un número superior al que se alcanzó después de la segunda guerra mundial), seguirán lejos de sus familias y hogares de forma forzosa más de 200 millones de personas. Y podríamos seguir.

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Nuestra vida diaria, personal y colectiva, tiene su motor en una violencia estructural: el triunfo del más fuerte sobre el más débil. Y esta lucha sin piedad siempre termina de una de estas dos maneras: llevándose el botín como trofeo de su victoria o, no contento con eso, convirtiendo al vencido en esclavo. Lo que ha evolucionado de esta primacía del Capital sobre la Persona han sido los medios. Si antes predominaba la brutalidad, ahora la tecnología permite una combinación del “poder duro” y del “poder blando”: la ingeniería de la conciencia y la ingeniería social.

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Este es un sistema que genera hambrientos en serie, explotados laboralmente en serie, consumidores voraces en serie, desahuciados y descartados en serie, esclavos- niños incluidos- en serie. La conquista de la riqueza y la conquista del poder, no conoce límites en su violencia. Si es necesario recurrir a la desestabilización política de un país, al golpe de estado o a la guerra, así se hace. Si hay que dejar determinadas zonas del planeta a merced del terrorismo y la violencia de las mafias, tampoco pasa nada. La esfera política y la cultural no hacen sino legitimar y apuntalar esta violencia. Aparecen directrices y leyes por doquier, de soberanía incierta, pero que autorizan a dar la espalda al que se ahoga en el mar o a deportar al desierto a quién se estima “ilegal”. Aparecen “el derecho” a matar a quién se gesta en el vientre de una madre, al que se estima desechable por débil, enfermo, inútil e inservible; y, al mismo tiempo, “el derecho” a defender el bienestar de nuestras mascotas. Es la banalización del mal, un estado de conciencia sometido a la dictadura del relativismo, que es la dictadura del más fuerte.

A esta violencia estructural, le sucede la violencia de los que la padecen. El que sufre la explotación de una precariedad que le impide vivir en condiciones dignas, pese a todo el esfuerzo puesto en la supervivencia, termina impregnándose de dinámicas igualmente destructivas o autodestructivas: el abuso y el maltrato a los que son más débiles que él, las evasiones que acaban en adicciones a todo tipo de drogas, la desobediencia de las normas elementales de convivencia, la apatía y la indiferencia hacia los problemas de los demás, la delincuencia, y hasta un hastío de la vida que conduce a muchas formas de suicidio personal y social.

No será posible la Paz, como la posibilidad de convivir como hermanos (Gandhi), si no somos capaces de revertir estos procesos y lógicas. Por eso es comprensible que no hayamos renunciado a hablar de algo tan necesario como la verdad, la justicia y el perdón.
La verdad no pide venganza ni olvido, pide memoria. Memoria de los hechos, reconocimiento de las víctimas de la violencia, afrontar con valentía y coraje el dolor y sufrimiento causado por la mentira y la injusticia. La justicia no pide darle la vuelta a la tortilla, de manera que las víctimas ahora tengan el poder de convertirse en verdugos. La justicia pide la restitución de lo robado, de lo expoliado. Reparación de daños. Y, sobre todo, impedir que los mecanismos que han producido la injusticia se mantengan intactos. Habrá que ver cómo y tendremos que ensayar nuevas formas solidarias y autogestionarias de organizar la convivencia con la mirada puesta en el bien común. El trabajo debe ser el valedor de la dignidad inalienable de todo ser humano.

Pero ni la verdad, ni la justicia pueden revertir lo que, destruido, ha dejado de existir. No hay justicia posible para tanta sangre, tanto sufrimiento, tantas humillaciones, tantas muertes, … Y por eso emprender el camino de la Paz es también emprender un camino de reconciliación, de perdón. No hay recetas. Hay muchos ensayos y signos. En este número de esta revista podemos leer alguno.

La Paz no sólo es el fin, sino el camino. La fraternidad es su principal fundamento. El amor de servicio, desinteresado, es el único motor que funciona en esta lógica. Sólo un largo proceso educativo, transformador de nuestra mentalidad cainita, promocionante, nos hará a los unos responsables de los otros. Por vocación. Por voluntad propia. El diálogo y la noviolencia, la amistad cívica, requieren un largo aprendizaje. La colaboración y la cooperación, la solidaridad como determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, requieren de un largo proceso. Y, sin embargo, este es el camino más corto para la Paz.