ROVIROSA, EN SU PALABRA VIVA

1990

Reproducimos algunos escritos de Rovirosa, que nos servirán de pórtico para aproximarnos a su personalidad y a su ideario. Esta mini-autobiografía fue publicada por Rovirosa en Temoignage Chretien (1956) y en la revista ´Imágenes de la fe´ Nº242 en 1990.


RASGOS AUTOBIOGRÁFICOS

TIEMPOS DE NIÑO

Prefiero que el uso de mí nombre sea Guillem, en catalán, a Guillermo que es la versión española. Guillem Rovirosa, nacido en 1897 en Vilanova i Geltrú, en Cataluña. Fui el último de los tres hijos de un hogar de campesinos. Cuando yo vine al mundo nadie me esperaba (mi hermano anterior era siete años más viejo que yo), y mi madre y todas las mujeres que la rodeaban, se habían puesto de acuerdo en que lo que debía nacer era una niña, que era la gran ilusión de mi madre, tener una hija. Hasta el punto de que en el momento de mi nacimiento, y al darse cuenta de que yo era un niño, resultó que nadie había previsto nombre para mí, y los nombres tradicionales en la familia, los llevaban ya mis dos hermanos, Santiago y José. Entonces alguien se acordó que mi bisabuelo había querido que alguno de sus hijos se llamase Guillermo, pero no lo había conseguido, pues los dos niños que se habían bautizado con ese nombre habían muerto en temprana edad. Y ésa es la razón de que yo lleve un nombre que no tiene semejante en toda mi familia.

En un mundo agrícola, con todas sus rutinas y su estrechez de vida, mi padre era una excepción; era abierto y muy deseoso de poner en obra toda la técnica agrícola moderna (de su tiempo), lo que le valió casi su ruina, pues sus colaboradores no podían seguirle. Era en mi opinión, el prototipo de lo que los ingleses llaman un «gentleman farmer». Perdí a mi padre a la edad de nueve años, pero guardando de él un recuerdo muy vivo y preciso, y una gratitud inmensa, pues él ha marcado toda mi vida en lo que voy a decir: De pequeño yo no era como los otros niños, sino diez veces peor que todos juntos; no había maldad de la que yo no fuera el organizador y el principal o único autor. Pues bien; mi padre jamás me pegó; si lo hubiera hecho, estoy cierto hoy, jamás hubiera tenido interés en llegar a ser un hombre honrado. Pero nunca me pegó; él me tomaba sobre sus rodillas y de su boca (rodeada de una barba de patriarca) no salían más que reflexiones, como se le harían a un hombre de treinta años. Comenzaba siempre por una apología de la verdad, que, en su opinión, era la única cosa que hacía verdaderamente HOMBRE al hombre. Y entonces con toda paciencia, me «tiraba de la lengua» a base de besos y caricias, hasta confesar todas mis maldades, no solamente las hechas, sino también lo más íntimo de mi conciencia. Yo jamás fui capaz de mentir a mi padre; absolutamente imposible. Después me conducía a hacer por mi mismo el juicio, a hacerme decir lo que yo debía pensar, de todo ello… La cosa se terminaba siempre en sollozos; yo me cogía a su cuello y le pedía solamente que se callara, que yo ya no lo haría otra vez. Me acuerdo muy claramente que, numerosas veces, en el momento de preparar o de comenzar cualquier maldad, recuerdo de lo que me esperaba sobre las rodillas de mi padre era suficiente (ampliamente suficiente) para detenerme y hacerme cambiar. Si me hubiera pegado… no puedo ni pensarlo y ¡hubiera sido la catástrofe!. Ese culto de la verdad y ese pánico a mi propio juicio es la maravillosa herencia que yo he recibido de mi padre y 1o que me hace bendecir por siempre su memoria. En mi país existía la costumbre de mejorar al hermano mayor en la herencia, y yo no recibí más que una parte mínima de los bienes materiales de mi padre; hoy comprendo lúcidamente que quien ha sacado el gran lote de mi padre he sido yo.

Mi madre era una mujer de una religiosidad y una piedad extremas. Cuando yo tenía solamente unos meses de existencia, fue afectada de una parálisis, reducida a no poder en absoluto moverse. Conservaba en plena lucidez solamente su cabeza, el resto como si estuviera muerta. No me acuerdo de haberle oído nunca ni una queja, ni la más pequeña. Daba gracias al buen Dios de tenerla cerca de sí en la cruz. No podía yo entonces comprender todo esto; en realidad lo he comprendido después, y absolutamente en el sentido opuesto, y el espectáculo de mi madre cuando yo la perdí (a mis 18 años) ha sido uno de los principales motivos de mi apostasía. Mi madre, ni se quejaba, ni pedía nunca nada, había que adivinar sus necesidades y deseos. Pero, en su inmovilidad se preocupaba de todo y todos los detalles, incluso los más ínfimos. En mi espíritu, estúpidamente lógico, aparecía con una nitidez excesiva el contraste entre lo que mi madre merecía y lo que la vida le había concedido. Esta Providencia, de que se me hablaba, era un sinsentido. Mi exigencia de verdad me llevaba a no concebir como verdadera una tal Providencia.

INTERNO EN LOS ESCOLAPIOS

Mi salud precaria durante mi infancia obligó a mi padre a retenerme en el campo, sin poder frecuentar la escuela; así llegué a los 8 años completamente sin saber una letra. A esta edad se me mandó a la ciudad (Vilanova i Geltrú) y me acuerdo muy bien del tormento que era para mi amor propio mi presencia entre niños de más temprana edad. A la muerte de mi padre (cuando yo tenía 9 años), y visto el estado de mi madre, se me internó en una escuela de religiosos escolapios. Comencé mi bachillerato, siendo el menos preparado del grupo; era la risa de los demás, y eso hería mucho mi orgullo. Estudié con rabia y al tercer año era el primero de la clase; los tres cursos finales los hice en dos años, y acabé un año antes que los demás que habían comenzado conmigo. Esa fue la venganza de mi amor propio herido. En ese centro de «formación» tenido por religioso aprendí, entre otras cosas, muchas materias propias del bachillerato, las perversidades sexuales de un lado y los alrededores de la religión del otro. Digo los alrededores para expresar que se me enseño la moral, la liturgia, la Historia Sagrada, etc… Pero que yo salí de allí sin conocer la persona ni el mensaje de Nuestro Señor Jesucristo.

Finalizado el Bachillerato, muerta mi madre, y un poco en desavenencia con mi hermano el mayor, me encontré a los 18 años sin sujeción alguna. Estudié la Técnica Eléctrica (trabajando para pagar mis estudios), y cuando estaba ya muy próximo a su término, cogí una tuberculosis y quedé sin mi certificado de estudios. Pude curar y a los 25 años me casé.

CRISIS RELIGIOSA

A la muerte de mi madre, en contacto brutal con el «mundo», muy rápidamente llegué a la conclusión, muy clara, de que la religión era una engañifa, organizada por astutos, para vivir de las donaciones de la gente que no tenían gran cosa en su cabeza. Yo no sabía entonces nada del slogan «opio del pueblo»; si lo hubiera sabido, ésa era exactamente mi opinión.
Dejé de frecuentar las iglesias y me puse decididamente enfrente. Me burlaba desaforadamente de mis compañeros que practicaban, los ponía siempre en ridículo. Ahora comprendo que ellos eran pobres rutinarios, incapaces de defenderse; habían «aceptado» todo simplemente sin plantearse ninguna cuestión, ni a sí mismos ni a los demás. Esa especie es excesivamente abundante en lo que se llama el catolicismo español. Gregarismo en estado puro. Además de ese estado de espíritu, que se manifestaba cuando las ocasiones se presentaban, en esta etapa que precedió mi tisis, me había entregado completamente a mis estudios técnicos y me desinteresé de todo lo demás. La enfermedad me hizo pensar un poco (muy poco); el giro favorable que tomó rápidamente me lanzó a vivir, más bien que a pensar en la muerte.

Un año después de mi matrimonio sufrí una sacudida muy fuerte; mi cuñado, que tenía exactamente la edad mía, al que yo quería mucho, y con el que había hecho grandes proyectos, murió de una enfermedad muy rápida, y eso me dejó en un total desamparo ante la vida. Encontré que me faltaba alguna cosa esencial (que no podía ser la religión católica, de la cual yo estaba de vuelta) y entonces caí en el espiritismo. La esperanza de poder «comunicar» con mi cuñado y la creencia de haberlo hecho en algunas circunstancias me hicieron apasionarme por esta ideología y viajar en busca de «mediums» extraordinarios. En esta línea yo pude comprobar que el número de adeptos al espiritismo es mucho más amplio en España de lo que se cree. Una de las razones es quizás que los adheridos practican totalmente la regla del sigilo, no hablan de estas cosas nada más que con los iniciados. Vi que cada grupo era una unidad que se bastaba a si misma, casi sin relaciones con los otros grupos; cada «medium» que tenía comunicación directa con el absoluto no tenía interés ninguno en ponerse en relación con los otros y limitar así el círculo que tenía cerrado sobre sus «fieles». Entonces quise conocer una teoría del espiritismo, pues las contradicciones que yo observaba en un grupo frente a otro me hacían dudar hoy de lo que tenía ayer por cierto. Entonces me apliqué a leer, más bien que a asistir a las reuniones. Casi toda la literatura espiritista se basa sobre lo maravilloso y sobre afirmaciones incontrolables. Mi exigencia de verdad (herencia de mi padre) me hacía desconfiar.

Los libros de Richet, que pretendían dar una base científica al espiritismo, me hicieron una gran impresión al principio; cuando yo quise experimentar fue la gran desilusión, pues había puesto una meticulosidad muy severa. Cuando manifesté mis inquietudes a un compañero, él me orientó hacia la teosofía, me dijo que la precisión y la rigurosidad que yo buscaba estaban precisamente en ella. Me puse en contacto con los grupos teosóficos de Barcelona y me devoré los escritos de Madame Blavatsky y Annie Besan; me quedé deslumbrado ante la síntesis religiosa que pretendía hacer y me apasioné sobre todo por el hinduismo. Fueron unos tres años de intensa actividad en las filas de la Sociedad Teosófica Española. Incluso llegué a formar una pequeña comunidad teosófica agrícola en la provincia de Alicante, que acabó mal. Pero voy a explicar lo que me hizo dudar de la Teosofía y al fin dejarla: fue la creación del Cosmos por emanación. Con un átomo de mi ser yo construyo el Universo y continúo existiendo. Este versículo de los Vedas, del cual se desprende toda la idea del Universo, no podía admitirlo. Ese átomo de Brahma me fastidiaba continuamente. Y finalmente, en 1928, caí en un escepticismo total. Si hubiera conocido entonces el existencialismo, seguro que hubiera entrado en él. Llegué a la conclusión de que no había nada que hacer con todo lo que trascendiera la materia y me apasioné más que nunca por mi técnica, por aquellas cosas que son verdaderamente verdaderas.

En mi matrimonio yo no tuve hijos, y en 1929, tras la muerte de mi suegra, mi mujer y yo, después de haber quemado las naves, dejamos España para correr nuestra aventura en París, a donde llegamos en el mes de mayo. Yo no tuve éxito en mis proyectos, y finalmente entré a trabajar en una fábrica en Compiégne (Oise). Pero fue en París en 1932 cuando se inició mi conversión.

CONVERSION

Un día pasaba por delante de la parroquia de S. José y vi mucha gente agrupada delante de la iglesia, pregunté qué ocurría y me dijeron que el cardenal Verdier hacía su visita pastoral y predicaba en el interior. Entonces se hablaba mucho del cardenal en los papeles, a causa de las nuevas parroquias que hacía edificar por Le Corbusier en las afueras de París. Tuve la curiosidad pueril de conocer a un hombre tan renombrado y pasé al interior. No le oí gran cosa, pero fue suficiente. Retuve estas palabras: De la misma forma que el mejor oculista es aquel que conoce mejor los ojos, así el mejor cristiano es aquel que conoce mejor a Cristo. Entonces me pregunté si yo conocía a Cristo, e incluso si le conocían aquellos que habían querido enseñarme la religión en mi juventud. Mi respuesta fue un no categórico. Y en principio por curiosidad, y sin querer dar una gran importancia al asunto, tomé la decisión de documentarme sobre el caso. Unos días después yo compraba la Vida de Jesús, de Mauriac, que me gustó mucho, pero que no cambió mi escepticismo.

Hay que decir que mi mujer había seguido mis avatares en el espiritismo y la teosofía, pero que tras la muerte de su madre había vuelto a las prácticas religiosas, que yo respetaba, pero que en ninguna manera compartía. Su sencillez me conmovía, pero no podía convencerme. Ella se alegró mucho que yo me interesara por conocer a Cristo, y rogaba, pedía incansablemente. Entonces fuimos a Compiégne. Mi trabajo me dejaba mucho tiempo para leer, y yo leía todo lo de una manera seria se refería este asunto. Cobré una gran simpatía por Jesucristo y ciertos santos, pero había una cosa que de ninguna manera podía admitir: Un hombre es Dios, Dios es un hombre.

Después de varios meses no se veía el sol en Compiégne; se hacían incluso rogativas por la detención de la lluvia. Para un español eso tiene una cierta importancia. Entonces yo escupía un poco de sangre a consecuencia de una irritación en los bronquios y, como tenía algunas economías, pedí unas vacaciones de dos o tres meses, para ir a España. Todo ésto ocurría a principio de noviembre de 1933. Fuimos a El Escorial, cerca de Madrid, donde se hallaba el célebre monasterio. Allí mi mujer conoció a un agustino del monasterio, el padre Agustín Fariña (0.S.A.), que quiso concederme algunas entrevistas.

El padre Fariña fue asesinado al principio de la guerra española (agosto 1936) con la casi totalidad de los monjes del Escorial, y he guardado de él un recuerdo muy tierno y agradecido, porque en el orden sobrenatural, el siguió un método muy parecido a aquel que siguió mi padre en el orden moral. Evitó desde un principio en nuestras conversaciones el tema religioso, y nuestras entrevistas trataban de asuntos que nos interesaban a los dos. Me regaló «Las Confesiones», de San Agustín, y me propuso no hablar de religión hasta después que las hubiera leído metódicamente.

Aquí debo hacer una disgresión para decir que, desde mi juventud, cuando tomo un libro, lo hago, no con un prejuicio favorable hacia él, sino como un enemigo con el que voy a batirme lealmente, si él lo consiente. Muchas veces, para mí en cada libro cerrado, hay una carga de ideas que se oponen a las que yo he aceptado y que forman parte ya de mí mismo. El autor intentará hacerlas valer ante mí, y yo voy a defenderme valientemente hasta la última trinchera. Si soy vencido, siempre he considerado un honor el declararlo noblemente. Soy, creo yo, un lector muy exigente, tanto para mí, por lealtad, como para el autor por honestidad.
Con esta disposición, tomé «Las Confesiones» de San Agustín y luché encarnizadamente con él. Entonces toda la dificultad, para mí, estaba en aceptar a Jesús como verdadero hombre. La lucha duró hasta el capítulo VII, al fin del cual tuve la dicha de rendirme con armas y bagajes. Fue el descubrimiento de la humildad, la pobreza y el sacrificio encarnados en la vida de Jesucristo y fundamento de su mensaje de Amor, lo que me hizo ver la originalidad del cristianismo con relación a las otras religiones. Comprendí entonces que ese mensaje no podía ser «pensado» ni dado por un hombre, ni siquiera por un hombre (ni un ángel) enviado por Dios, pues hubiera adolecido de falta de fuerza moral, y con toda razón yo hubiera podido burlarme de él. Ese mensaje no podía partir más que de Dios. Y no hubiera tenido valor para los hombres, si no lo hubiera puesto en un Dios Encarnado. Verdaderamente los profetas hablan de estas cosas, pero nadie les hizo caso; incluso después de Jesucristo casi nadie hace caso, solamente los santos han sido «sensibles». Todas estas cosas sobrepasan la naturaleza humana. La mayor parte de los llamados cristianos dejan estas cosas de lado, y engrandecen los alrededores. Entonces comprendí mi apostasía a los 18 años: Yo había dejado no a Cristo ni al cristianismo, sino un erzatz, que se me había querido hacer aceptar como mercancía «de marca». Pero «la marca» yo no la conocí a los 18 años, la conocí a los 36.

No tuve ninguna necesidad de discutir con el padre Fariña; aquella tarde, cuando yo llegué a su celda, no le dije más que esto: Le pido que me confiese. ¿Cuánto tiempo duró la confesión? No lo sé. Lo que si sé es que en mi corazón no había gran espacio para la atrición y el dolor; tanta era la alegría que lo invadía. Lloré largamente; fui dichoso, plenamente dichoso, y aquellas lágrimas las considero como mi bautismo de fuego.

El día de Navidad de 1933, a las 6 de la mañana, yo hice mi verdadera Primera Comunión, y cada día desde entonces miro mi comunión diaria como la continuación de aquella que fue mis primicias de Comunión Eterna.

Permanecí aún dos meses en El Escorial. Fue un invierno muy nevado. Cada mañana, antes de las 6, en plena noche, yo encontraba ante mi puerta un mantel blanco que limpiaba juntamente con mi mujer para ir a la misa del padre Fariña a las 6 en el altar del sacramento. Casi siempre estábamos solos en esa misa; tras ella se extinguían los pocos cirios de la inmensa Basílica (réplica de la de San Pedro de Roma) y entraba en un silencio total hasta las 7, y en la oscuridad, atravesada solamente por la pequeña llama del sagrario, permanecíamos muy cerca de El. Aquellas mañanas, antes de apuntar el día, yo las miro hoy como los mejores recuerdos de mi vida.

Fue un deslumbramiento. Había encontrado la clave. Con las ideas de pobreza, humildad y sacrificio, yo me embriagaba del Nuevo Testamento. Todo era maravilloso, radiante, inmenso, era una verdadera apoteosis.

Después fui a Madrid para volver a Francia. Pero cuando iba a tomar mi billete, encontré a un amigo de la infancia, que me propuso que me quedara unos meses para ayudarle en sus trabajos. Acepté; y aquellos pocos meses se prolongaron hasta el presente.

OPCION FUNDAMENTAL

Quiero destacar mi deslumbramiento ante la maravillosa síntesis cristiana: la Encarnación, la Vida y la Doctrina de Jesús, resumida en una palabra: Comunión. Todo montado (para el fiel) sobre la triple sólida base de Comunión de Vida (Humildad), Comunión de toda clase de bienes (Pobreza) y Comunión de Acción (Sacrificio). Sobre esta base colosal, la Caridad. En España se confunde siempre Caridad con limosna, y esta confusión me molestaba un poco, pero rápidamente comprendí que en la limosna, tal como se practica, no hay casi nunca nada de Comunión, por lo tanto nada de Caridad. La Caridad es la cuarta dimensión de las tres coordenadas de Comunión (Humildad, Pobreza y Sacrificio). Y esta cuarta dimensión hace posible la hipóstasis del cielo y la tierra. Ante este bello panorama, todo lo que me había encantado en otras religiones se encontraba comprendido y magnificado hasta el infinito.

Entonces comprendí que, para el cristiano, la base no es la Ley de Moisés (ésa era la base para los judíos, y se puede decir que no han sacado de ello gran provecho), sino la Ley del Amor expresada en el Mandamiento de Jesús, que permanece aún absolutamente nuevo (e inédito). A la luz del Mandamiento Nuevo de Jesús yo me he posternado ante la grandiosidad de San Pablo y San Agustín, que han sido mis dos grandes maestros, y lo son todavía; cada día se hacen nuevos descubrimientos, más grandiosos que los anteriores, en la inmensidad de nuestra fe. Cuando otros cristianos se limitan a poner en el lugar de honor la Ley de Moisés, su división en sectas es inevitable, y es que no son aún cristianos, sino pre-cristianos. Cuando el Mandamiento Nuevo se coloque en el lugar de honor que merece, la unidad de la Túnica Sagrada se hará automáticamente. Los cristianos estamos divididos porque no somos aún cristianos. Si lo fuéramos no podríamos estar divididos. Cristianos divididos es un sinsentido; más aún, un imposible metafísico. Comprendo muy bien la oración de nuestro capellán general: Por la conversión de los cristianos.

Después de mi apostasía y mi conversión religiosa vino mi apostasía y mi conversión a la sociología católica. Quiero confesar, en primer lugar las cuestiones sociales ni habían interesado nunca más; ni por mi inclinación ni por los acontecimientos de mi vida habían atraído nunca mi atención. Pero la necesidad de rescatar mis años malditos me impulsó a buscar dónde y cómo podría aprovechar yo mejor los años que me quedaban de vida.

No tuve que dudarlo mucho tiempo; vistas mis circunstancias personales, y oída la voz apremiante del Papa (entonces Pío XI), comprendí inmediatamente que mi lugar estaba en las filas del Apostolado Obrero. Pero yo no entendía nada del asunto, y era preciso prepararse.

Tuve entonces noticias de que se iba a inaugurar un «Instituto Social Obrero» (era entonces el otoño de 1934) e hice en él mi inscripción. Lo frecuentaba todas las tardes (de 7 a 9) a la salida de mi trabajo. Y así permanecí durante tres meses, pero salí disgustado; mis exigencias de Verdad, no se satisfacían, y el panorama sociológico que se me había mostrado me turbaba profundamente. No, no me comprometería yo en eso. Se me había presentado una sociología católica en la que no se trataba de comunión, ni de Humildad, ni de Pobreza, ni de Sacrificio, ni de Mandamiento Nuevo. Yo ahí no me reconocía. Entonces tomé la decisión de olvidar la sociología católica, de desinteresarme totalmente de ella. Buscaría otro espacio para laborar en la viña del Señor.

En este estado de espíritu vino la guerra española, que me cogió de sorpresa. Yo entonces me interesaba muy poco (o nada) por cuestiones políticas, y sobre todo me ocupaba por profundizar en el pensamiento cristiano. Habitaba en un suburbio de Madrid en un lugar que llegó a ser frente de combate. Tuve que evacuar mi residencia hacia el interior de la ciudad, y la Providencia hizo que cayese en un sótano, en el cual se habían amontonado (en espera de quemarlos) los libros de los padres jesuitas de «Fomento Social» (era algo muy semejante a la «Acción Social», de París). Era toda una biblioteca de sociología muy al día, y principalmente de libros franceses. En aquel momento hubiera preferido otra cosa; pero me creí en el deber de ponerlos en orden y comencé a interesarme. Mi interés aumentaba a medida que podía profundizar en el pensamiento de Pío XI y de ciertos sociólogos. Finalmente, me apasioné, y durante dos años, casi todas las tardes y numerosas noches, yo las consagraba a la profundización de la sociología cristianas, considerada como una exigencia de
Comunión y no como un derivado de la Ley de Moisés en el Pentateuco.

Lo repito: fue mi segunda conversión, y representa con la primera un conjunto armonioso. La primera, me hizo encontrarme a mí mismo en Cristo; la segunda, me hizo sumergirme en el Cuerpo Místico. Los aspectos personal y social se complementaban el uno al otro. La creación (sobre todo el hombre) eran, entonces los veía así, como una gran maravilla. Incluso el Pardito Socialista Belga y Mao-Tse-Tung, podría decir hoy, y Nasser, si queréis. Terminada nuestra guerra yo ofrecí mi vida al Señor para quemarla en el fuego de su servicio; me puse en las manos de su Providencia para no rehusarle nada, pidiéndole cada mañana que me dijera lo que quería hacer de mí. Comprendí claramente el gran daño que me había hecho en mi juventud una versión burguesa, farisaica y judaizante del catolicismo, y el gran mal que me hizo en la edad adulta una versión, con las mismas taras, de la sociología católica. Pero había podido salir del abismo y llegar a la plena luz, mientras que, a un número incalculable, los veía (y los veo todavía) engullidos por ese abismo en el que yo había permanecido durante 18 años. Y me entregué a la tarea ¡nada fácil , sin duda!

Es un combate agotador, pues, con aquellos que se designa frecuentemente como los enemigos de la religión, el convencerles del cristianismo de Cristo es extremadamente fácil (lo que cuesta es contactar con la profundidad de su ser), pero los que son duros, son los que se llaman los fieles, aquellos mismos que me perturbaron a mí en mi juventud. Estos últimos son en general de una gran buena fe, pero su buena fe, no es de la buena, pues se apoya sobre todo en la rutina, y la razón no tiene ahí nada que hacer. Pero lo que es imposible a los hombres es fácil a Dios, y de una parte y de otra, yo vi surgir por todas partes cristianos de Comunión. Algo formidable. Al fin de la guerra, el Señor aceptó mi oblación, y pasé por la prueba de que poco después Franco me pusiera en prisión durante 11 meses. La prisión fue para mí la escuela que me faltaba, y doy de ello siempre gracias a Dios.

A la salida, volví al trabajo; durante tres años seguí los cursos del Instituto Central de Cultura Religiosa Superior para Laicos, de Madrid, donde pude sistematizar el bagaje disperso que yo portaba. Los libros y las conferencias me enseñaron mucho, ciertamente; pero la gran enseñanza yo la saqué de la vida y del gran libro por antonomasia: el Nuevo Testamento.

Después he entrado en la Acción Católica dispuesto a no rehusarle nada. Así me encuentro totalmente comprometido en la Acción Católica Obrera de España. Las circunstancias de mi vida han evolucionado de tal manera, que hoy mi única razón de vivir es la ACO. Finalizadas las vinculaciones familiares, finalizados los trabajos profesionales (aunque haga algo como «aficionado» para no entorpecer completamente), finalizadas las preocupaciones de todo género, mi vida se gasta en desenmascarar el catolicismo burgués capitalista-farisaico en uso.

Yo no me he hecho jamás tarjetas de visita, pues no sabía que poner debajo de mi nombre. Hoy no me haría tampoco tarjetas de visita, pero sí que sé el título que pondría debajo de mi nombre: sería éste:


ROVIROSA
Entusiasta