Ruanda: un general ante 800.000 muertos – Roméo Dallaire

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Fue testigo de excepción del genocidio de Ruanda de hace 10 años. El general canadiense Roméo Dallaire dirigía las tropas de paz de la ONU, pero su misión se convirtió en una pesadilla de 800.000 muertos. Ahora publica un libro contando cómo el mundo cerró los ojos a la masacre… Enseguida comprobé asombrado que tanto franceses como belgas y alemanes tenían allí consejeros a docenas. Ellos sí sabían lo que pasaba, pero ninguno proporcionaba a la ONU, es decir, a mí, su representante…

Por Sol Alameda

Fue testigo de excepción del genocidio de Ruanda de hace 10 años. El general canadiense Roméo Dallaire dirigía las tropas de paz de la ONU, pero su misión se convirtió en una pesadilla de 800.000 muertos. Ahora publica un libro contando cómo el mundo cerró los ojos a la masacre.

Enseguida comprobé asombrado que tanto franceses como belgas y alemanes tenían allí consejeros a docenas. Ellos sí sabían lo que pasaba, pero ninguno proporcionaba a la ONU, es decir, a mí, su representante.

En Quebec fantaseó un poco. La ONU le ofrecía una misión de paz y él quería saber cómo eran esa clase de operaciones después de la guerra fría. Se imaginó de niño jugando con sus soldados de plomo sobre la alfombra. Incluso esa visión le duró tras llegar a Ruanda, un país que no sabía dónde situar y del que le gustaron los horizontes que se perdían entre montañas azules, el verde intenso, los lagos… Todo era hermoso, primitivo, y él iba a garantizar, con su mandato de la ONU, que el tratado de paz recién firmado entre dos fuerzas combatientes, los tutsis y los hutus, se pusiera en marcha, formaran un Gobierno transitorio y se celebraran elecciones. En vez de eso, asistió a la mayor masacre del siglo pasado tras el holocausto nazi. Vio muertos hasta vomitar. Supo que 800.000 tutsis eran masacrados sin poder hacer nada, y que tres millones de refugiados y heridos vagaban por los senderos de la región mientras los cadáveres flotaban en los ríos y en el lago Victoria. J’ai serré la main du diable (Yo he estrechado la mano del diablo) es el libro donde lo cuenta. Al principio escribió 2.000 páginas, que finalmente han quedado reducidas a 700. Su testimonio es un minucioso informe de cómo actuó la ONU, de qué manera las grandes naciones se encogieron de hombros ante una tragedia inmensa; de cómo los intereses particulares de algunos países se abrían paso chapoteando entre la sangre de los africanos.

Roméo Dallaire tiene los ojos muy azules; un hoyuelo en la barbilla, como Michael Douglas; es alto y fuerte; es decir, tiene la pinta de un militar prototipo, de esos que podrían protagonizar un anuncio de «Venga usted a enrolarse en nuestras fuerzas armadas». Pero también encarna esas virtudes del buen militar que algunos imaginan que pueden desarrollar al entrar en la milicia o que se leen en las novelas. Es valeroso, defensor de los débiles, honrado, sincero. Y sensible. Todo eso, como a veces también pasa con los sueños, le ha costado muy caro. Al regresar de Ruanda enfermó de tal modo que durante años ha permanecido como un zombi. Ha intentado suicidarse varias veces. Ha odiado el silencio, que se le llenaba de cuerpos mutilados y mujeres violadas. Sólo resistía vivir sumido en medio de un ruido ensordecedor. Finalmente escribió su libro, y ahora se dedica a contar, a quien quiera escucharle, lo que ocurrió en Ruanda en 1993 y 1994.

P.- Lo primero que aparece en su libro es la sorpresa que le produjo entrar en el departamento de operaciones de Naciones Unidas para mantener la paz, en Nueva York, la DOMP. Era una oficina donde nada funcionaba, sin un lugar donde ponerse a trabajar.

R.- Sí. Todo era escaso. La Unicef o el Alto Comisionado para los Refugiados estaban mucho mejor dotados. Había oído comentar que ese departamento estaba formado por personas que trabajaban lo mínimo, a quienes nunca se hallaba en el puesto de trabajo en caso de emergencia. Vi que la actitud era negativa, y las injerencias del departamento de asuntos políticos, constantes. Me resultaba imposible coordinar una reunión para organizar la misión que se me había encomendado. Descubrí que existía toda una cultura de guardarse la información, porque la información es poder. Nadie me decía nada. Ni siquiera me dijeron que la ONU había estado presente en la firma del alto el fuego.

P.- Llegó a Ruanda, en octubre de 1993, con un mapa turístico del país que le dieron en la ONU, y al mando de una misión que desde el principio consideró insuficiente para el trabajo que debía realizar. ¿Por qué aceptó tanta rebaja como se le fue imponiendo?

R.- Me dijeron que la misión debía ser reducida en cuanto a efectivos, y costar lo menos posible. Si no, nunca sería aprobada por el Consejo de Seguridad de la ONU. De todos modos pensé que sería suficiente, que podría ampliarse más adelante… Luego comprendería que al enviar la misión de paz a Ruanda no se trataba de responder a las exigencias de la situación, sino de evaluar estas exigencias en función de los recursos limitados que teníamos. Es decir, de pronto me encontré con un problema moral entre las manos.

P.- ¿Fue ingenuo?

R.- Debía trabajar con una opción y pensaba que era razonablemente viable, aunque la reducción de efectivos a 2.260 soldados implicaba más riesgo. Pero estaba ilusionado, iba a llevar la paz a Ruanda. Luego, cuando todo se complicó, era tarde, pero un soldado no abandona a su tropa.

P.- Cuando fue a Addis Abeba para reunirse con una comisión económica de la ONU que valoraba la situación en Ruanda, cuenta que de pronto, en medio de África, le pareció estar en Ginebra.

R.- Nunca había visto tantos Mercedes aparcados. Los funcionarios llevaban ropa hecha a medida, mientras la pobreza les rodeaba. La verdad es que el cinismo de esa gente me heló la sangre. Alguien dijo, no sé si allí o en otro lugar, que en Ruanda no había materias primas, que no era un lugar estratégico, que sólo había gente. En Kigali, la capital, los diplomáticos se reunían en cócteles. y nunca conseguí que compartieran conmigo lo que sabían. Tampoco lo hacían los principales políticos de los partidos que debían participar en la formación de un Gobierno de transición para preparar elecciones.

P.- Su libro se llama ‘Jlai serré la main du diable’ (‘Yo estreché la mano del diablo’). ¿Sabe cuándo lo hizo por primera vez?

R.- Sí, cuando visitaba y hablaba con esos políticos ruandeses sin saber que algunos de ellos eran los hombres que llevarían a cabo el genocidio. Mientras yo trataba de evaluar la situación junto a ellos, ellos me estaban tomando la medida. Resulta que los partidarios de la línea dura, dentro de los hutus, entre los que había gente del Gobierno provisional y del Ejército, habían comprendido muy bien que Occidente estaba obsesionado por Yugoslavia y por la reducción de sus fuerzas militares en misiones internacionales; que no querían implicarse en el centro de África. Puede que los extremistas nos tomaran, a mí incluido, por unos imbéciles. Yo podía suponer que Occidente no quería consagrar muchos recursos para asegurarse un papel de policía planetario, pero ellos tenían la certeza de que era así. Nos conocían mejor que nosotros a ellos. Cuando prendieron a diez soldados belgas, acusándoles falsamente de haber derribado el avión presidencial, y los mataron, yo me pregunté cómo reaccionaría la comunidad internacional, si me daría más apoyo para parar la locura que iba a desencadenarse o si, como en Somalia, la ONU utilizaría esas muertes como excusa para huir. Ellos, en cambio, sabían que los belgas se retirarían unilateralmente del país y que eso iba a ser un factor determinante para el resto de mi misión. Los mismos oficiales belgas no entendían por qué les sacaban del país cuando más necesarios eran. Ése es el momento que los radicales ruandeses están esperando para iniciar la masacre. Ellos saben que es el momento.

P.- ¿Por qué los extremistas hutus sabían antes que usted lo que la ONU decidía?

R.- Tenían su propio embajador en Naciones Unidas. Como la representación de los países se hace por rotación, su embajador estaba por casualidad en el consejo en ese momento. O sea, que recibían todas las informaciones sobre las negociaciones, las discusiones, tenían acceso a todo lo que pasaba. Pero lo peor es que cuando el consejo se dio cuenta de que se estaba produciendo una destrucción masiva de seres humanos, no echaron al embajador que representaba a los extremistas; lo dejaron seguir en su puesto. A pesar de que varios representantes querían que se fuera, los peces gordos se negaron para no sentar un precedente… Ni siquiera para detener un genocidio se quería sentar un precedente. Ruanda seguía siendo un país soberano, aunque se violara, se exterminara y se cometieran crímenes contra la humanidad.

P.- En Naciones Unidas rechazan una y otra vez todas sus propuestas de actuar, con el argumento de que los ruandeses deben ser dueños de su futuro. incluso cuando pide permiso para decir que la ONU apoya a los moderados de las dos etnias, tutsis y hutus, le contestan que ni hablar, que es una injerencia. Mientras el Consejo de Seguridad se manifiesta de ese modo, en Ruanda hay asesores franceses, belgas, alemanes. Y el jefe del movimiento FPR, de los tutsis, le dice que su ejército estuvo a punto de ganar la guerra contra los hutus, pero que las tropas francesas lo impidieron. Muchas veces se queja y se pregunta si es la indiferencia lo que impide que se pare la matanza o si hay algún tipo de interés por parte de esas naciones. ¿Ya sabe qué era?

R.- Las dos cosas. Los que podían intervenir, después de la derrota de los norteamericanos en Somalia, donde hubo 18 muertos, decidieron que abandonaban la misión. Si no había un valor estratégico en un país -por su situación geográfica o sus recursos, como diamantes o petróleo-, no intervendrían. Es una decisión de los grandes países. Y los países de media potencia, que no tienen capacidad estratégica, dijeron simplemente que el riesgo era demasiado grande y decidieron dejar las cosas como estaban. Así entendí que el negro africano, por sí mismo, no tiene ningún valor para las grandes potencias. Ahora vemos que tienen misiones los británicos en Sierra Leona y los franceses en Costa de Marfil. Pero el Congo está en plena destrucción y nadie quiere intervenir.

P.- Pero si no les interesaba, ¿por qué los franceses impedían que ganaran la guerra los tutsis?

R.- Los franceses se mueven en la zona por la llamada francophonie, por el orgullo de controlar. E invariablemente ayudan a los hutus. Enseguida comprobé asombrado que tanto franceses como belgas y alemanes tenían allí consejeros a docenas. Ellos sí sabían lo que pasaba, pero ninguno proporcionaba a la ONU, es decir, a mí, su representante., la información que poseían. Y al mismo tiempo, esos países que estaban en el Consejo de Seguridad tampoco dejaban a la ONU, a mí, montar mi propia unidad de información, porque, decían, el mandato no contemplaba eso. Incluso cuando tuve constancia de que se pasaban armas de contrabando a través de la frontera de Uganda y pedí permiso para buscarlas, me contestaron que no.

P.- Kofi Annan estaba al mando, junto a otros dos, era un triunvirato, de la organización de la ONU para la paz. ¿A él lo salva?

R.- Yo ni salvo ni condeno. Me limito a contar lo que sucedió. Lo que vi.

P.-La masacre, los asesinatos de tutsis con machete, comienza en marzo de 1993. Entonces empieza a actuar lo que usted

La ONU sólo es un símbolo de que la comunidad internacional ha fracasado, de que no tiene la voluntad política ni los medios materiales necesarios para impedir la tragedia.

llama ‘Tercera Fuerza’. ¿Qué es la ‘Tercera Fuerza’?

R.- Sí, y aparecen los cadáveres flotando en los ríos y en el lago Victoria. Desde Burundi, donde había habido un golpe de Estado, llegaban miles de refugiados; 300.000 en unos días. La Tercera Fuerza no es algo que se improvisa o que surge de modo espontáneo. Fue organizada durante meses. El partido hutu, extremista, estuvo entrenando a grupos de jóvenes desde hacía tiempo. No es algo que surge. Se trata de un método, de un plan ideado para exterminar a los tutsis. Son escuadrones de la muerte a los que enseñan el uso de armas y la forma de asesinar. Todo está organizado, los espías extremistas están infiltrados en la armada gubernamental, en las fuerzas de la ONU. Mientras, la radio lleva emitiendo mensajes racistas durante meses. Sólo se espera una señal para empezar a matar a los tutsis y los hutus moderados.

P.- De todas las atrocidades que vio, ¿cuáles le han perseguido más después?

R.- Las escenas de violaciones. Les introducían palos y botellas que rompían; les cortaban los pechos. Todas esas escenas con mujeres, para mí, con mi cultura, me parecían lo peor que se puede imaginar. Aun muertas, veías en los ojos de esas mujeres el horror y el sufrimiento, la indignidad que habían padecido. Muchas veces mataban a los niños delante de sus padres, les cortaban las extremidades y los órganos genitales, y les dejaban desangrarse. Luego también mataban a los padres. Había gente que pagaba para que les pegaran un tiro en vez de ser matados con machete. Pagar por cómo morir…

P.- Cuenta en el libro algo sorprendente: que algunos extremistas que dirigían las masacres se habían educado en Occidente. ¿Para qué sirve la educación?

R.- Es cierto. El extremista, o el africano que está en la estructura política de élite, es una persona muy bien educada, estudia en las mismas escuelas que nosotros y conoce muy bien la política internacional, cómo llevar su país, cómo manipular los medios de comunicación. Están extraordinariamente bien formados intelectualmente. El problema es cómo se les puede inculcar el sentido del humanismo, el respeto de los derechos humanos… Por ejemplo, uno de los jefes de los extremistas estaba en Canadá durante las crisis entre Quebec y Canadá, y pudo ver cómo actuábamos nosotros. Simplemente con la educación no se puede garantizar que toda su historia y su pasado se eliminen. Pero hay que trabajar en ese sentido. El hijo de Habyarimana (jefe extremista hutu) estaba en el colegio con mi hijo en Quebec, en 1994.

P.- Después de su experiencia en Ruanda, ¿ha perdido la fe en la humanidad?

R.- Para nada. Soy optimista porque si no lo fuera, estaría muerto. Pero es un optimismo que he adquirido con los años, cuando me he dado cuenta de que todo esto sólo puede cambiar con mucho tiempo, con muchos esfuerzos individuales; quizá necesitemos siglos. Yo creo que con los movimientos de los derechos humanos, con la implicación cada vez mayor de las ONG, con la creación de instituciones como la Corte Penal Internacional, pienso que tal vez dentro de dos o tres siglos dejaremos de autodestruirnos por nuestras diferencias. Y creo que tardará sólo tres siglos si trabajamos duramente. Porque si no, ni siquiera entonces lo lograremos. Pero un día todos los hombres serán tratados con dignidad y serenidad, y sus hijos tendrán la posibilidad de recibir educación y podrán seguir avanzando. Pero eso pasará cuando el 20% de los países desarrollados ofrezca los recursos necesarios para que el 80% que sigue en el barro y el sufrimiento alcance un nivel de dignidad y respeto.

P.- Usted es de Quebec, pero después de haber visto lo sucedido en Ruanda ha dejado de ser nacionalista.

R.- Lo que impide que la humanidad avance es la soberanía y el nacionalismo. Porque la soberanía ha sido lo que los países han utilizado para no acabar con los regímenes autoritarios. En nombre de la soberanía, usándola como excusa, se puede justificar el racismo y se hacen cosas espantosas. El nacionalismo es una espada que corta por los dos lados. Es bueno para dar ánimos a los ciudadanos, para enaltecer, pero cuando se utiliza como arma política se identifican las diferencias que aseguran que la gente es diferente y que deben defender esa diferencia. Y en este contexto la humanidad no avanza. El racismo no es otra cosa que considerar que hay seres humanos que no son tan humanos como nosotros, lo cual significa que no somos todos iguales. Yo lo que digo es que somos todos iguales.

P.- Una de las personas que peor quedan retratadas en su libro es el enviado personal del entonces secretario general de Naciones Unidas, Butros Butros-Gali.

R.- Se cruzó de brazos, no actuó ni me dejó hacerlo. Decía que no había que comprometer el proceso político. Incluso llegó a cambiar uno de mis informes y a escribir que todo progresaba, lenta pero constantemente.

P.- Otro momento de gran enfado suyo se produce cuando se presenta uno de los fundadores de Médicos Sin Fronteras para llevarse huérfanos a Francia, porque, dijo, la opinión pública francesa estaba consternada con lo que ocurría en Ruanda.

R.- Sí. Le solté muy enfadado que lo que quería era calmar las conciencias… Llegó rodeado de periodistas. Él mismo volvió más tarde, ya con mandato de la ONU, para establecer una zona de seguridad. Era una actitud muy hipócrita, porque yo sabía que los franceses estaban al corriente de que sus aliados eran los responsables de las masacres.

P.- ¿Cuánto costó que la ONU aceptara denominar genocidio lo que ocurría en Ruanda?

R.- Los norteamericanos fueron los que se opusieron con más fuerza. Se negaban a que se usara ese término. Yo me preguntaba qué diferencia había entre lo que estaba ocurriendo allí y lo que hicieron los nazis en Alemania. No podía entender que después de que los occidentales dijeran tantas veces que eso no podía volver a pasar ocurriera de nuevo. Por lo visto, nos estábamos refiriendo a los blancos, pero no a los negros. La ONG OXFAM fue la primera en usar la palabra genocidio. Yo lo consulté a Nueva York, y nadie me respondió jamás. Pero nunca pude imaginar la controversia que iba a producirse por ese motivo. A mí siempre me pareció la palabra exacta y comencé a usarla.

P.- Después de leer su libro, la ONU se muestra como algo ineficaz.

R.- El genocidio ruandés es la prueba de la incapacidad de la humanidad para atender a la llamada de un pueblo en peligro. La ONU sólo es un símbolo de que la comunidad internacional ha fracasado, de que no tiene la voluntad política ni los medios materiales necesarios para impedir la tragedia. Pero las potencias mundiales desgraciadamente no han cambiado desde Ruanda. Hace falta una voluntad inflexible y los medios precisos para pasar del siglo XX de los genocidios al siglo del respeto a la humanidad. Para ello, la ONU debe renacer, cosa que los burócratas o el secretario general no pueden hacer solos. Los países miembros deben pensarse su papel. Si no, la esperanza de acceder a una nueva edad de la humanidad morirá. Sé que una ONU fuerte e independiente no le interesa a nadie. Ni con una reputación envidiable. Quieren que sea débil para poder culparla de sus fracasos. Pero la necesitamos y hay que luchar por transformarla. Está debilitada porque los cinco países permanentes, y sobre todo los norteamericanos, la quieren así. Ya empieza a ser hora de que las potencias medias (como España, Canadá, Italia … ) tomemos nuestras responsabilidades y demostremos a los grandes de Naciones Unidas que se pueden resolver los problemas (como Irak) de otro modo. Yo no creo en las coaliciones conducidas por las grandes potencias. Porque no son transparentes. Sinceramente, sólo les mueven los intereses. Pero en Naciones Unidas todavía hay suficientes personas que creen en la humanidad y hay que apoyarlas.

P.- ¿Tuvo presiones para no publicar este libro?

R.- Ninguna presión en el contexto diplomático. Lo que sí me pidieron es que me esperara hasta después de testificar en el Tribunal Internacional de crímenes contra la humanidad en Ruanda.

P.- ¿Cómo fue su vida después de Ruanda?

R.- Regresé a Canadá, me hicieron comandante adjunto del Ejército, di muchas conferencias sobre Ruanda. Después de unos años empecé a decaer, necesitaba dormir. Estaba lleno de imágenes de Ruanda y en 1998 me sentía completamente aplastado. Fui a testificar, pero cuando regresé estaba tan cansado emocionalmente que no pude trabajar durante seis meses. Después volví a trabajar. Los médicos, al cabo de un año, dijeron que no avanzaba en mi terapia porque estaba todavía demasiado implicado con Ruanda y que mi objetivo era suicidarme trabajando. No podía ir al dormitorio porque el silencio era enorme y me resultaba insoportable; me quedaba en mi trabajo. En casa me caja de cansancio en el sofá, pero necesitaba siempre mucho ruido a mi alrededor. Todas aquellas imágenes me venían a la mente. En abril de 2000 me licenciaron de las fuerzas armadas.

P.- Creo que pensó en el suicidio.

R.- Lo intenté varias veces. Y si no lo conseguí fue porque no me dejaron solo. Siempre venía alguien. Sufría de una herida que siempre ha estado considerada como no honorable. Una herida en el brazo es honorable, pero una herida en la cabeza, entre las orejas, no lo es; en las estructuras militares se es valiente o se es cobarde. No se entiende el traumatismo que daña el cerebro y que nos imposibilita para continuar porque hemos perdido la confianza, la capacidad de concentración, porque no podemos seguir. Ha sucedido en todas las guerras. Y hay que ocuparse de esos soldados heridos. A nosotros, en Canadá, se nos considera como veteranos heridos igual que a los que han perdido un brazo, y recibimos compensaciones y tratamientos. Pero hemos luchado ocho años para lograr ese derecho.

P.- ¿Cómo se encuentra ahora?

R.- El libro está escrito, la historia está ahí. Fui al tribunal a presentar mis informaciones contra el diablo. Estoy aliviado y vivo un poco como una persona diabética, que necesita tomar insulina todos los días para estar en un estado normal. Yo tomo unas cuantas pastillas al día para estar, digamos, normal. Pero estoy herido…

P.- Cuando dejó Ruanda, ¿fue a pedir explicaciones a alguien?

R.- No, lo que hice fue escribir un informe detallado sobre las lecciones aprendidas y los puntos que yo consideraba como errores. Después formó parte del informe Brahimi, que es un informe sobre reformas de los oficios de la paz. Nunca fui a buscar culpables, yo ya tenía mis ideas al respecto: quién tenía responsabilidades, quién tomó decisiones. Viví con eso y seguí trabajando en mi casa. Por eso tardé siete años en empezar el libro y luego tres más en escribirlo.

P.- Y ahora va por el mundo contándolo…

R.- Sí, ya lo he hecho en EE UU y en el Reino Unido. Doy muchas conferencias a los militares, a ONG y a estructuras gubernamentales.

P.- General, ¿usted sabe por qué mataban con machete en vez de disparos? Un escritor y periodista polaco, Kapuscinski, cuenta en uno de sus libros, ‘Ébano’, que lo del machete se hacía para que todo el mundo estuviera involucrado en el crimen, con las manos manchadas de sangre…

R.- Creo que eso es un poco de imaginación. Los extremistas asustaban a las personas a través de la radio, la radio era la voz de Dios, y la voz de Dios les decía que mataran con el machete, porque las balas son muy caras y las reservaban para luchar. Los machetes venían de China. No distribuyeron armas de fuego hasta un mes antes del principio de la guerra. La gente allí es muy hábil con el machete; es un instrumento de la agricultura. Les pareció la solución ideal. Así que usaban el machete o un palo pequeño con algo así (dibuja un pequeño pico) en el extremo, que sirve para excavar en la tierra, y los clavaban en la cabeza y abrían los cráneos