Cuando conversamos no solemos poner nuestro interés y nuestra atención en descubrir y captar la parte de verdad y de razón que pueda poseer nuestro interlocutor para aceptarla y enriquecernos con ella, ni pretendemos conocer más y mejor el ser íntimo del otro para poderle comprender, sino todo lo contrario.
Para amar… lo que sea, hay que tener previamente algún conocimiento de aquello que se ama. Hay que saber, antes que nada, que “aquello” existe. Pero no basta saber que “algo” existe para amarlo. Es indispensable conocerlo. Una de las “cosas” que los hombres podemos conocer es a los otros hombres. Este es, seguramente, el conocimiento más interesante de todos.
En los hombres lo más importante es la personalidad de cada uno, que hace que cada hombre sea un ejemplar único en la creación, que nunca tuvo su igual antes ni lo tendrá después. Esta personalidad es la que da la originalidad a cada hombre.
Una de las reglas que se suelen dar para conocer a los hombres es la de observar sus obras. El mismo Señor nos dejó dicho: Por los frutos se conoce al árbol. Esto es una gran verdad, pero, como toda comparación, solamente es exacto a medias. Para conocer las personas hace falta, además de conocer sus exterioridades (sus hechos), conocer su interior, que es seguramente lo más interesante… y lo más difícil.
Cuando conversamos no solemos poner nuestro interés y nuestra atención en descubrir y captar la parte de verdad y de razón que pueda poseer nuestro interlocutor para aceptarla y enriquecernos con ella, ni pretendemos conocer más y mejor el ser íntimo del otro para poderle comprender, sino todo lo contrario. Nuestro afán (de manera inconsciente, con toda seguridad) se centra en que el “otro” reconozca y acepte nuestra parte de verdad, con lo que (en caso de conseguirlo) no habríamos progresado en nada, y nuestro esfuerzo tiende a que los demás nos comprendan a nosotros.

Cada cual lleva sus “verdades” tan convencido y seguro de ellas que para él el único interés de la conversación puede radicar en que el “otro” la reconozca y las acepte. En vez de una atención profunda a las palabras del “otro” para captar la parte de verdad que puedan contener y para conocerle profundamente, no hay más que las interrupciones constantes para imponer nuestra parte de verdad, y para tratar de ser comprendidos “a fondo”.
Lo que pasa es que lo que defendemos es verdad, pero sólo una parte, que podría enriquecernos con la parte de verdad del “otro”. Lo malo es creer que nuestra parte de verdad es toda la verdad. Y aparece el sectario.
En las palabras (y los hechos) del “otro” hay siempre una manifestación más o menos velada del “ser” del otro. Pero esto no es todo, ya que hay también la Providencia del Señor que se manifiesta. He de escuchar al “otro” con una doble atención: mirar sus miserias y sus fallos, no para criticarlos a sus espaldas, sino para compartirlos y compadecerlos, ya que el ojo limpio no ve más que limpieza, y el que es veraz no concibe que otros mientan; por consiguiente, tirando los defectos ajenos y sabiendo que los que les vemos son nuestros propios defectos, se establecerá una corriente de solidaridad para ayudarnos a llevar la cruz, que es una misma cruz. Y al mismo tiempo, mirar sus excelencias y cualidades, que son precisamente la presencia de Cristo en él.
Si pudiéramos escucharnos así, la humildad cristiana estaría en puesto de honor, y el conocimiento de la propias miserias, junto con la grandiosidad de la acción del Señor en nosotros, nos llevaría necesariamente al Amor Trinitario: en Cristo, por Cristo y con Cristo.
Guillermo Rovirosa. Extractos del artículo Escuchar. Libro El año de la comunidad. Ediciones Voz de los sin voz.


