Se VENDEN NIÑOS para TRASPLANTES en ESPAÑA

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El informe oficial de la UNICEF, titulado El progreso de las naciones, pone de relieve que «los niños son utilizados como mercancías humanas para trasplantes para depósitos criminales en bancos de órganos», y recalca que los menores con los que trafican proceden, fundamentalmente, de las regiones más pobres y deprimidas del planeta». España es uno de los países que, junto a Estados Unidos, Francia, e Israel, entre otros muchos, alberga redes de tráfico de niños.
Conforme a los documentos acreditativos que están en poder de UNICEF, España es uno de los países en los que el tráfico de niños está a la orden del día. Los traficantes de niños destinados a los bancos de órganos, pisan también territorio español, con casi absoluta impunidad.
A finales de febrero fue detenida, en el aeropuerto de Bruselas, una pareja con un recién nacido, secuestrado en Asunción, capital de Paraguay. Los traficantes confesaron que habían «introducido a diez menores en Bélgica clandestinamente, sin que hasta entonces hubieran tenido ningún problema», según la nota oficial del ministerio belga. Los menores eran vendidos, previo concierto, a parejas sin hijos y a hospitales dedicados a trasplantes de órganos, sobre todo en Bélgica, Estados Unidos, España, Alemania e Israel. Por cada niño, los receptores pagaban más de cinco millones de pesetas. Diez años antes, el 4 de agosto de 1989, en Asunción, capital de Paraguay, varios investigadores privados descubrieron que siete niños brasileños recién nacidos habían sido secuestrados para, después, enviarlos a hospitales clandestinos norteamericanos. El descubrimiento destapó el escandaloso mercado criminal, cuyo parangón vejatorIo para el género humano habría que buscarlo en el nazismo alemán. Según la judicatura brasileña, «aquellos niños iban a ser asesinados antes de ser desmembrados para conservar sus partes en bancos de órganos humanos». Con anterioridad, en el libro Niños de repuesto –escrito por José Manuel Martín Medem, editado por la editorial Complutense y avalado por UNICEF, cuyo presidente en España, Joaquin Ruiz Giménez, prologó el trabajo del periodista- el autor denunció públicamente que «niños españoles desaparecidos también habían engrosado el mercado ilegal de órganos». Pero la acusación de Martín Medem «cayó en saco roto y fue acallada cual si se tratara de una conspiración de silencio». La denuncia partió de la brasileña María Inés Amadeus, después de una pelea con su hermana Fátima Aparecida en su lujosa residencia de Asunción, donde los recién nacidos esperaban el traslado al exterior para tan repugnante comercio. Dadas las dimensiones del suceso, fueron detenidos inmediatamente, a instancia de la judicatura, varios ciudadanos paraguayos y brasileños, acusados de «pertenecer a una inexpugnable red de traficantes de niños que tiene ramificaciones en Brasil, Ecuador, Perú, España, Marruecos, Estados Unidos, Suecia, Israel y Francia». La gran difusión,y, sobre todo, el impacto que provocó «el asunto de los siete niños descubiertos en Asunción», hizo que el juez Ángel Campos, instructor del caso y miembro de la Asociación Internacional de Juristas Demócratas, afirmara que «muchas de las criaturas adoptadas van a parar a bancos de órganos clandestinos en Estados Unidos, Inglaterra, España e Israel, donde los menores son sacrificados para el trasplante de órganos».

El embajador norteamericano, Clyde Taylor, declaró que se trataba de «una camapaña de los comunistas contra mi país». Pero lo cierto era que, mucho más allá del denigrante comercio infantil, el hecho sanguinario expone elocuentemente la situación de la niñez y de las familias en los países subdesarrrollados, sobre todo en Iberoamérica, Asia y África. Aunque, en los últimos años, este tráfico criminal se produce también con niños procedentes de los países del Este europeo. Según varias comunicacones durísimas, del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), «en Europa se compran niños bolivianos secuestrados, a razón de diez mil dólares cada uno –es decir un millón seiscientas cincuenta mil pesetas aproximadamente; en Brasil se han vendido criaturas, que deambulan por las calles buscando comida, a más de ocho mil dólares». Sucesos similares se han registrado en Tailandia, República Dominicana, Filipinas, Colombia y Ecuador. En Perú, niños menores de catorce años son raptados y destinados a la prostitución infantil.

Pero el destino brutal de los niños traficados y secuestrados no se limita única y exclusivamente a los casos conocidos y aún menos a los mencionados. La adopción clandestina, el transporte de drogas y las aberraciones sexuales sobre criaturas de familias pobres tercermundistas se multiplican anualmente. Según el anuario de la Oficina Internacional del Trabajo (OIT), en Bangkok, Tailandia, ejercen la prostitución más de doscientos mil jóvenes, la mayoría de ellos vendidos a los proxenetas antes de cumplir los diez años. En este mismo anuario se denuncia que, cada día, mueren en el Tercer Mundo más de cuarenta mil niños «sin haber cumplido los doce meses, lo que, multiplicado por 365 días, arroja la aterradora cifra de casi quince millones de muertos al año». Según este organismo internacional, el aumento de la Deuda Externa y las millonarias inversiones en la carrera armamentista, «obligará a las familias pobres de los países subdesarrollados a desprenderse de sus propios hijos. Muchos de ellos serán abandonados, vendidos a otros y muchos más morirán de hambre o serán destinados a la más repugnante prostitución».

La vida no vale nada

Otro de los casos de secuestro y tráfico de menores, que sacudió a la sociedad brasileña, es el de la niña Bruna González Vascoseles, aparecida después en Israel con el nombre de Carolina Turgeman. EL caso de Bruna, o Carolina, comenzó en Curitibia, Brasil, donde fue raptada por una joven que trabajaba cuidando niños y que pertenecía a una red de traficantes. La niña, de cuatro meses, fue trasladada a Paraguay, primero, y a Madrid después; en Asunción esperaban sus «compradores», y con ellos se trasladaron a la capital española, viajando con dos intermediarios, alojándose todos ellos en el madrileño hotel Ritz, donde entregaron «la mercania humana a sus padres adoptivos», los israelíes Yaacov y Simone Turgeman. Desde allí, «con la documentación precisa», los tres se trasladaron a Tel Aviv, «aunque permanecieron unos días en España antes de emprender viaje a Israel, culminando la operación ilegal en el hotel Rey David, en el que se alojaban», según afirma el sumario abierto a raíz de que fue descubierto el rapto de la niña brasileña, y así lo refleja el libro Niños de repuesto. «Era tal la amplitud de la ‘filial brasileña’ entre los israelíes en busca de niños, que las operaciones de este tráfico humano fueron descubiertas por un equipo de la televisión británica mientras realizaba un reportaje. Así explotó la historia, cuando en marzo de ese mismo año, la brasileña Rosalinda González Vascon- seles, de 34 años, viendo el reportaje en una cadena de televisión, reconoció a su pequeña hija, secuestrada dos años antes, pero ahora vestida de rosa y paseando por las calles de Lod, cerca de Tel-Aviv, con sus padres adoptivos».

«Siempre pensé que Carolina era en realidad mi hija Bruna», manifestó Rosalinda González cuando la Corte Suprema de Israel reconoció que ella era la madre de aquella niña. El Tribunal basaba sus conclusiones en la investigación realizada por el Servicio de Microbiología del hospital Hadassah, en Jerusalen, y por el Departamento de Investigaciones Genéticas de la institución hospitalaria. Sin embargo, los jueces Menachen Eilon, Moshé Beisky y Hanoch Ariel, de la Corte Suprema israelí, «ante la complejidad de un cruel juicio de Salomón, se han tomado un tiempo adicional para reflexionar sobre la conveniencia o no conveniencia de devolver a la niña a su legítima madre, toda vez que los señores Turgeman viven un auténtico infierno». Mientras tanto, el padre adoptivo declaraba que «Carolina (Bruna) sólo habla hebreo y nosotros somos los únicos parientes que conoce; cuando sea mayor de edad, nosotros le explicaremos su adopción y ella escogerá libremente».

Pero el caso de Bruna González o Carolina Turgeman, puso sobre el tapete la legitimidad y legalidad de la adopción de niños por parte de más de dos mil parejas israelíes, así como el trasplante de órganos provenientes de otros niños nacionalizados en Israel, cuyos padres «ceden las vísceras sanas después de un accidente o una enfermedad, pero que en realidad proceden de niños brasileños, españoles, paraguayos y argentinos, a los que asesinan después de secuestrarlos, destinándolos al engrose de bancos de órganos humanos», según las investigaciones de Martín Medem, reflejadas en sus libros. «Es muy importante destacar –dice José Manuel Martín Medem- el papel cómplice de las autoridades policiales y políticas españolas en este entramado criminal del tráfico de niños, tanto para destinarlos a las adopciones ilegales, como a bancos de órganos para los millonarios de cualquier parte del mundo, o a las redes de prostitución infantil y trabajos duros e inhumanos».

En otra zona de la geografía iberoamericana, en Guatemala, estallaba, en marzo del año pasado, el escándalo de la «exportación, secuestro y tráfico de niños, destinados al suministro de bancos de órganos humanos, venta y adopción, al ser recuperados por la policía veinticuatro menores, con edades comprendidas entre un mes y dos años, en una mansión regentada por Ofelia Rosal de Gama, cuñada del que fue dictador guatemalteco, general Oscar Mejía Víctores», denuncia el libro Niños de repuesto. Conforme a las investigaciones reflejadas en la «carpeta 21 B-76/94», los niños secuestrados y comprados «serían enviados a familias de Estados Unidos, Suecia, España, Israel y Francia». Según este informe, Ofelia Rosal de Gama depositaba «los dólares en dos bancos madrileños, viajando frecuentemente a España para sus bisnes» (sic). «Las investigaciones iniciadas, que fueron diluyéndose hasta desaparecer, demostraban que la práctica de comprar niños a familias de pobreza absoluta, a través de redes de secuestradores, para luego revenderlos en el extranjero, no era nueva en Guatemala. En la misma información, puntualmente silenciada, se asegura que «parte de los infantes estaban destinadas a dos clínicas de Masachussets, donde serían utilizados como donantes de sus órganos vitales».

El negocio de la muerte

En febrero de 1998, el periodista Mariano Antonio Aguilar, del matutino mexicano Excelsior, escribía que, «de algunos años a la fecha, el mercado estadounidense ha estado exigiendo órganos humanos de distinta índole: ojos, riñones, corazones, pulmones, hígados, sangre sana y otras partecillas del cuerpo de esos evadidos de la zoología que andan en dos pies», agregando que «a esa demanda se ha respondido con una oferta de dimensiones criminales: el tráfico tradicional, con el fin de la adopción de niños, por familias de Estados Unidos, se hacía ahora para que los órganos de los infantes se utilizaran en ‘prestigiados’ hospitales de aquella poderosa nación». Las denuncias sobre este aberrante y criminal tráfico, se han venido multiplicando desde entonces, tanto por partidos políticos, como por organizaciones humanitarias, médicas o jurídicas, asegurando que los recién nacidos «son cotizados hasta en diez mil y quince mil dólares a los intermediarios», en tanto que la Asociación Internacional de Juristas Demócratas consignaba, en marzo de este mismo año, que por «un solo órgano se pagan finalmente ciento setenta y cinco mil dólares en territorio americano». El semanario Newsweek denunciaba, hace unos años, que «mafias de mercaderes de niños están enriqueciéndose en países como Chile, Argentina, Estados Unidos, Francia, España, Israel y Sri Lanka, donde comerciantes sin escrúpulos han cosechado altos beneficios de parejas occidentales, cobrando hasta veinticinco mil dólares por niño»; la publicación aseguraba, inmediatamente después, que «jueces corruptos, abogados y funcionarios de inmigración se han asociado al negocio, cobrando a parejas estranjeras altos honorarios para proporcionarles papeles de falsa adopción por sus niños». Otro eslabón de este escándalo inacabado, que recuerda prácticas de los campos de concentración hitlerianos, tuvo lugar en Ecuador. A raíz de la toma de posesión del presidente Rodrigo Borja, en agosto de 1988, «se supo que el tráfico de niños ecuatorianos, con destino a clínicas y familias extranjeras, era una práctica frecuente, y que las investigaciones fueron archivadas por órdenes del Gobierno de León Febres Cordero», tal cual recoge textualmente el libro Niños de repuesto. Acorde a las diligencias practicadas por la Comunidad Cristiana de Ecuador, «en este tráfico humano están implicados policías, militares, jueces y familiares del anterior presidente, y que muchas de las criaturitas pagadas y raptadas estaban destinadas a Estados Unidos, Israel, Francia, Suecia y España». Según la denuncia, archivada posteriormente, -escándalo que el presidente Rodrigo Borja prometió «investigar hasta el fondo», pero del que nunca más se supo-, «los beneficios del tráfico criminal de bebés se depositan en las cuentas de bancos de empresas ecuatorianas radicadas en España, vinculadas a familiares del anterior Señor Presidente de la República». Sin embargo, esta exportación clandestina del «género humano» debe ser contemplada en el contexto más vasto y horroroso de la explotación mundial de niños, ahora que se ha cumplido el décimo aniversario (1 de octubre de 1989) de la Convención Internacional de los Derechos de la Infancia y cerca de cincuenta y un años (14 de diciembre de 1948) de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Porque el reverso de esta terrible realidad es mucho más complejo, pues si en muchas ocasiones los traficantes se hacen con los niños a través del rapto y del secuestro, otras veces son los mismos padres quienes entregan los niños «en supuesta adopción a familias ricas para mitigar el hambre del resto de sus hijos, sin saber jamás cual va a ser su destino o su paradero».