Un viernes estaba en un lugar muy reconocido de la ciudad con unos amigos. Estábamos esperando un pedido para celebrar el cumpleaños de uno ellos. Estaba concentrada en escribir un mensaje para un acto importante y de pronto escucho la voz de una niña que dice: ¡estamos pidiendo una colaboración! Cuando alzo la mirada, veo a una niña de mi salón de clases. El asombro fue mutuo. La niña jamás se imaginó encontrarse a su nueva maestra de 4to grado en ese lugar y yo jamás pensé encontrarme a una alumna del barrio en ese sitio y de esa manera. Entonces echó a correr y se escondió como a diez metros de distancia.
Yo traté de disimular delante de los presentes pero se dieron cuenta y me preguntaron la causa de su reacción. Dije susurrando: ¡yo le doy clases a esa niña! Ellos me quedaron mirando con cara de asombro. El hecho me dejó confundida y me preguntaba: qué hace aquí ella si vive en el barrio? ¿Con quién anda? Al mirar a mí alrededor vi a muchos niños. Por su manera de actuar intuí que se trataba de niños de la calle. Observé a lo lejos que la niña me veía y se escondía, entonces decidí llamarla haciéndole gestos con la mano de una manera discreta.
Cuando decidió acercarse, lo hizo con mucha vergüenza, yo intenté no poner cara de asombro sino actuar con naturalidad. Ella se excusó por haber faltado ese día a clases y me prometió que el lunes iría, yo le sonreí y ella me dio dos caramelos, se despidió y salió corriendo con los demás niños.
Me quedé pensando en lo ocurrido y en esas criaturas. Era de noche, estaban solos, desprotegidos y me dio mucho dolor, sentí angustia. Pensé en las palabras de Jesús: “Dejen que los niños vengan a mí”.
El lunes actué como si nada, la saludé como a los demás niños y le sonreí para que no sintiera vergüenza. Al terminar la clase se acercó a mí y me preguntó qué hacía yo el viernes en ese lugar. Le dije que compartiendo con unos a amigos y le pregunté lo mismo a ella. Me respondió: Estaba con mi mamá y mi hermano entregando caramelos y estampas a cambio de colaboraciones voluntarias que la gente nos quiera dar. Nos vamos a las tres o cuatro de la tarde y regresamos a las diez u once de la noche todos los días. Por eso no asistí el viernes a clases, porque me quedé dormida.
Continué preguntándole con nudo en la garganta: ¿y esos niños que estaban contigo? ¿Quiénes eran? Me respondió: son mis amiguitos, ellos viven en la calle. Viven solos y se cuidan unos a otros. Piden colaboraciones y con eso compran pan para comer. Una de ellas salió embarazada y le quitaron a su niña en el hospital porque le dijeron que como era de la calle no podía cuidar a su hijo y ella sufre mucho y llora. Me impresionó la naturalidad con la que hablaba y la inocencia. Es una niña sensible y valiente. Me contó historias de esos niños que parten el alma y que son difíciles de olvidar.
Salimos juntas del colegio porque vivimos casi en la misma dirección. De camino compró dos helados. Me brindó uno y le dije con cariño que se lo comiera ella, pero insistió y me dio pena, entonces, me lo comí con dolor porque era consciente del sufrimiento y sacrificio de esa niña y de su familia para poder obtener algo de dinero. Recordé las palabras de un sacerdote amigo: “Los más pobres son los más generosos”. El que menos tiene más comparte, es el milagro de la solidaridad.
Por Elimar Portuguez