Si queremos la paz, preparemos la paz

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Entre las duras imágenes que van a formar parte de la iconografía de este primer cuarto del siglo XXI, descartado que no sean más que “propaganda de guerra”, es muy posible que esté la imagen del hospital oncológico bombardeado con niños que están siendo atendidos en la calle en la guerra de Ucrania; o la imagen del ataque lanzado por las fuerzas israelíes contra la Escuela de la Sagrada Familia en la ciudad de Gaza. No son las únicas.

Editorial de la Revista Autogestión

En una guerra, niños y niñas son los que más sufren las consecuencias. Uno de cada cinco menores en todo el mundo (aproximadamente 420 millones) viven en zonas de guerra. Que no nos quepa duda, la infancia de estos niños, de una generación completa en muchas áreas del mundo, quedará marcada indeleblemente por una violencia y una destrucción que ningún niño debería ver jamás.

El mundo arde. Guerras y conflictos crecientes le incendian. Y esto no puede ser sólo analizable desde el punto de vista del valor económico o geopolítico. Las consecuencias humanas son terribles. El principal motor de los desplazamientos forzados que necesariamente nos afectan a todos es la incapacidad de preservar la paz en el mundo. A finales de 2023 había 117,3 millones de personas desplazadas por la fuerza en el mundo debido a persecuciones, conflictos, violencia y violaciones a los derechos humanos (*). Estas personas no HUYEN de sus países por la guerra, sino que son EXPULSADAS de sus hogares. HUIR es alejarse deprisa, por miedo o por otro motivo, para evitar un daño, disgusto o molestia. EXPULSAR es echar a alguien, de forma violenta, de un lugar. Hablamos de expulsiones forzosas.

Pero hay algo que hace de esta expulsión un drama mucho más doloroso: la proporción de menores expulsados. El 40% de todos los refugiados registrados el año pasado (unos 50 millones) son niños. En Afganistán, Burkina Faso, Somalia y Sudán la cifra es del 50%. La mayor cifra de niños jamás registrada, y las cifras se han duplicado desde el año 2010. Estos niños no tienen acceso a itinerarios migratorios seguros y sistemáticos y la gran mayoría recurren con frecuencia a rutas irregulares y peligrosas donde con toda seguridad serán víctimas de vejaciones, abuso y explotación. Eso sin contar a los que mueren en ellas, ahogados en el mar o perdidos en el desierto. Ellos son “los nadie”: sus muertes a menudo ni se denuncian ni se contabilizan.

Insistimos: las mayores víctimas de las guerras son los niños. Son niños, niñas y adolescentes, acompañados, no acompañados o separados. Niños y niñas que llegan a las puertas de Europa sin referentes familiares. Son NIÑOS y NIÑAS, no son “MENAS” como despectiva o con “corrección política”, los seguimos llamando.

Hablemos ahora de la Unión Europea. En 2023 casi un millón de personas buscaron refugio en ella. De ellas, 4.000 personas- oficialmente- han dejado su vida en las rutas del Mediterráneo y del Atlántico.

La cifra real es mucho más alta. Este terrible e injusto escenario es seguro que empeorará con la aprobación -el pasado mes de abril- del nuevo Pacto Europeo sobre Migración y Asilo. Este acuerdo, lejos de abordar las deficiencias y las carencias de solidaridad que impiden la construcción de un verdadero Sistema Europeo Común de Asilo, supone nuevos riesgos en términos de protección de las personas. Lo que es seguro es que se va profundizar en la externalización de fronteras a través de la firma de acuerdos con terceros países que no respetan los derechos humanos. Es el caso del Acuerdo UE-Turquía firmado en el 2016 o el de los firmados recientemente entre la UE y Mauritania, Túnez y Egipto. Quedará muy lejos el principio de solidaridad y de responsabilidad compartida invocado con tanta frecuencia.

Las respuestas a estas expulsiones forzadas por decisiones políticas no serán nunca los muros (aunque sean desplazados) y, evidentemente, sólo serán posibles en el plano político. Seguiremos defendiendo que, por encima de cualquier otra circunstancia o interés geopolítico, hablamos de personas, de seres humanos. Y toda persona, y más si se encuentra involuntariamente en situación de refugiada o inmigrante, merece respeto y una vida digna. Creemos que es completamente asumible una regulación viable que garantice la seguridad de estos desplazamientos y defienda su dignidad proporcionándole acogida, integración y una promoción real como persona. Y, junto a esta coordenada, hemos insistido una y mil veces en la necesidad de luchar porque exista de facto el derecho a no migrar. Un derecho tan importante desde la perspectiva de los derechos humanos como el derecho a moverte si no tienes condiciones para poder continuar en tu país. Defendemos lo que siempre hemos defendido en esta revista: EL DERECHO DE VIVIR EN PAZ. Un derecho que asume como prioritario la construcción de la paz desde la justicia y la solidaridad. Si queremos la paz, preparemos la paz.