Si sientes dolor, es que aún estás vivo

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Dejamos Agadez a las 10.45h, camino hacia Trípoli. El sol quemaba y el polvo de la arena dañaba aún más nuestra piel. Era necesario tomar agua cada diez minutos para calmar el dolor en nuestras gargantas. Íbamos a viajar durante tres días en estas condiciones.

El camión estaba lleno de chicas y chicos con sus grandes provisiones de agua y no pasó mucho hasta que surgieron disputas y luchas. Nadie podía dormir, salvo cuando había un cambio de conductores; aunque duraba sólo un minuto, lo aprovechábamos para dormir.


Sobre las nueve de la noche, un grupo de hombres armados con fusiles rodeó el camión y nos hicieron bajar. Yo creía que eran tuareg, los habitantes del desierto, o miembros rebeldes de Argelia. Nos obligaron a ponernos de rodillas sobre las rocas y quitarnos toda la ropa. Dispararon tres veces al aire. Después cogieron nuestra documentación, nuestras posesiones y, lo más importante, todo el dinero que teníamos. Si no acatábamos sus exigencias, Dios sabría lo que pasaría.


En vez de llevarnos al desierto, los conductores nos habían llevado hasta donde se encontraban los bandidos, que estaban esperando nuestra llegada, escondidos en los matorrales. Poco sabíamos, pero parece que el kocseur previamente había pactado todo con los bandidos.


Yo había escondido mi dinero dentro de una barra de pan. Una chica de Eritrea que estaba a mi lado sacó el poco dinero que tenía y que había llevado dentro de su ropa interior y se lo tragó. Desgraciadamente, uno de los hombres armados la vio.


Nos separaron entre hombres y mujeres. Vaciaron nuestras ropas haciendo una pila en el suelo mientras iban cogiéndolo todo, principalmente el dinero. Algunas personas habían escondido su pequeña fortuna en la suela de sus zapatos, pero enseguida lo descubrían. Yo decía una y otra vez que no tenía nada y no dejaban de preguntarme: «¿Dónde está?», hasta que un hombre me dio unos golpes brutales en la cabeza, con un arma. Perdí el conocimiento y caí al suelo, y aún me golpearon más veces. Estuve inconsciente durante un rato, hasta que me levanté, muy aturdido. Rápidamente recobré el conocimiento y sabía que si no confesaba dónde estaba mi dinero, iban a matarme allí mismo.


Fuimos obligados a ponernos boca abajo. Nos daban patadas con sus zapatos, que tenían hierro en la suela. Cuando llegaron a mi lado, uno me preguntó por mi nombre. Mi respuesta lo sorprendió, porque su padre también se llamaba Kalilu. Me hizo levantar. Otro hombre me apuntó con el fusil y me ofreció asiento. Me senté y vi cómo interrogaban a las chicas. La chica de Eritrea que había tragado su dinero se puso a llorar y repetía que no tenía nada. Entonces, delante de nosotros, la violaron. Cuando el hombre satisfizo sus necesidades, cogió un cuchillo y rajó el estómago de la chica.


Nunca había presenciado un acto tan brutal, tan bárbaro y tan inhumano. Si aún me quedaba algo de fuerza, la usé para rezar a quien estaba por encima de nosotros.


La chica murió en poco tiempo y ellos sacaron el dinero de sus entrañas.


Inmediatamente después las demás mujeres entregaron todo su dinero sin vacilar y fueron llevadas a una cueva. Nosotros debíamos permanecer fuera. No nos dejaban ponernos la ropa, porque pensaban que no nos atreveríamos a escapar desnudos.


Durante toda la noche, los bandidos se dedicaron a golpearnos y a buscar más dinero. Las mujeres, además, fueron abusadas sexualmente. Desde fuera de la cueva, podíamos escuchar sus súplicas y gritos.


Alrededor de las ocho de la mañana, a unos cuatrocientos metros de la cueva, intentamos enterrar el cuerpo de la chica de Eritrea, pero sólo pudimos cubrirlo con dos rocas. Lo que vimos entonces fue aterrador. Si en algún sitio había un cementerio, allí estaba. El área entera estaba cubierta de huesos humanos, tal vez de pasajeros que al igual que nosotros intentaban llegar a Europa. En el Sahara era común ver esqueletos y cráneos blanqueados por el sol tan caliente. Los restos de quienes habían muerto allí no servían de comida para animales, porque en el desierto no hay ningún animal. Así que se iban resecando poco a poco por el sol, hasta quedar sólo los huesos.


A las dos de la tarde liberaron a las mujeres y nos dijeron que podríamos partir, aunque no sabíamos qué dirección deberíamos coger. Los ladrones armados nos devolvieron algo de nuestra comida, incluido mi pan, y diez litros de agua de los veinte que teníamos.


Cuando ya llevábamos un rato caminando, nos enviaron a dos gidos, jóvenes locales que conocen bien el terreno y guían a los inmigrantes por el campo, de un destino a otro, hasta llegar al mar. Hay una cadena muy bien organizada de estos grupos por toda África en las rutas más importantes hacia Europa. Estos gidos nos llevarían hasta Libia. Ingenuamente, pensé que se trataba de un buen gesto de los ladrones, ¡pero qué tonto era! Cada uno de nosotros teníamos que pagarles 10.000 CFA por sus conocimientos para cruzar el desierto. Les expliqué que los bandidos nos habían quitado todo el dinero, así que nos propusieron guiarnos durante cinco días hasta Libia. No se habló más del tema y empezamos a andar.


El kocseur había hecho un trato con los ladrones: nos quitarían el dinero y luego nos acompañarían durante un trecho. Esta táctica la aplicaban con muchos viajeros.


Seguimos caminando durante el resto del día, y nos encontramos con tumbas improvisadas o cadáveres secándose al sol. Cuando se hizo de noche, buscamos un sitio razonablemente seguro para poder descansar y tomar algo de comida.


Al día siguiente, continuamos nuestro viaje muy pronto por la mañana. Los gidos nos llevaron por la montaña, que ascendimos con grandes dificultades. Los rayos de sol quemaban nuestras espaldas, y pronto las chicas empezaron a llorar porque estaban al límite de sus fuerzas. Algunas se quitaban la ropa, pieza por pieza, tirándola a sus pasos.


Sobre las cinco de la tarde, una parte del grupo alcanzamos la cumbre; el resto se había quedado atrás, unos dos kilómetros más abajo, para ahorrar fuerzas. Pedí a los gidos que los esperásemos, así yo podría descansar un poco también. Pasó casi una hora hasta que llegaron todos, ilesos pero muy débiles. Seguimos caminando hasta las nueve, cuando nos permitieron descansar hasta la mañana siguiente. Había sido un camino muy duro y estábamos al borde de la desesperación; si alguno iba a tener un ataque de nervios, ése era el momento.


Pero el tercer día de viaje sería más duro aún: debíamos cruzar el Sahara con una escasa provisión de comida y agua, que no alcanzaba para todos. A las once de la mañana ya habíamos dejado atrás a ocho personas, cinco chicas y tres chicos. A pesar de darles ánimos para que continuaran, no estaban en condiciones de hacer ningún paso más. Poco después de nuestra despedida, algunos estaban casi muertos.


No obstante, nuestro viaje continuaba bajo el fuego del sol del desierto. Pronto perdimos a dos jóvenes más. En total, diez personas de las ochenta y cuatro habían muerto ese día. Hambre, sed, deshidratación y la falta de fe las habían llevado a la muerte. Para los gidos, las muertes continuas eran simplemente un hecho normal en su vida diaria.


El cuarto día era una prueba no sólo para nuestra resistencia física sino también para nuestra fuerza de voluntad. Solamente algunos pocos de nosotros teníamos suficiente agua y comida para afrontar esta etapa del viaje. Debíamos atravesar otra montaña alta. Y sabíamos que no todos lo conseguirían.


Algunos íbamos por delante incluso de los gidos. Pero la ascensión sin agua pudo con muchos otros. El sol quemaba literalmente. Era como atravesar el fuego. Cuando se acabó el agua, bebimos nuestra propia orina, a la que añadimos sudor para hacer el sabor menos desagradable.


Sobre las dos de la tarde, perdimos de vista a unas veinte personas; se habían quedado muy atrás y quizás se habían desorientado. Los gidos se negaron a esperarlos, porque ellos también tenían poca comida y agua. Nos dijeron que, en el caso de que llegáramos a Libia, tardaríamos como mínimo un día y medio más. Así que no había más opción que seguir.


Llegamos al quinto día del viaje. Al contar el número de personas, éramos cuarenta y cuatro en vez de los ochenta y cuatro que habíamos partido juntos. Quedaban sólo cuatro mujeres. Habíamos perdido a cuarenta personas. Los gidos dijeron que habíamos llegado a la etapa final de este viaje. La esperanza de llegar a Libia nos hizo caminar todo el día y toda la noche a su ritmo, que no era nada lento. No había que pensar en las piernas cansadas ni en el sol, sólo caminar. Alguien alguna vez me dijo que si sientes el dolor, es que aún estas vivo. Afortunadamente, no había que subir más montañas, pero el sol nos quemaba durante el día y los vientos nos congelaban por la noche. Nunca había visto la película Lawrence de Arabia, pero sabía de las pruebas que los personajes habían debido superar en el desierto, que seguramente se parecerían a las que debíamos superar nosotros. Claro que lo nuestro no era una película sino la pura realidad.


Nuestros pasos se volvieron incluso más rápidos, debido a que el calor de la arena quemaba nuestros pies. A las dos de la tarde, los gidos nos dejaron descansar un poco, porque algunos chicos daban señales de estar a punto de morir. Me esforcé en orinar en una botella que aún tenía un poco de azúcar y les di la botella para que bebiesen, pero desgraciadamente no era suficiente ni para apagar la sed de una sola persona. De pronto, los gidos se levantaron y nos informaron de que las personas que querían seguir tenían que marcharse inmediatamente, y los demás, que esperasen a que sus almas pudieran descansar en paz. Los que decidimos seguir dejamos atrás a los cuatro chicos que quedaron a la espera de una muerte totalmente cruel.


Caminamos durante cinco horas sin parar, hasta que siete personas cayeron al suelo, entre ellas una joven. Como de costumbre, los gidos no tenían tiempo que perder e insistieron en que siguiéramos caminando, ya sabíamos cuál sería el desenlace con estas pobres víctimas deshidratadas y no podíamos permitirnos perder tiempo solo para acompañarlas. Así que seguimos andando.


A lo lejos, se oía el eco de las personas abandonadas que decían: «Por favor, ayudadnos, no nos dejéis solos aquí, por favor ayudadnos». No pudimos ayudarlos, los gidos lo habían prohibido. Además, los pocos que habíamos quedado teníamos que pensar en nuestras propias vidas y desafortunadamente no estábamos en condiciones de ayudar a nadie. Después de todo, estábamos huyendo de nuestros países para poder sobrevivir.


Durante la noche, apretamos el paso. Llegar a Libia era la fuerza que nos empujaba. Hambre y sed se tenían que borrar de nuestras mentes. Tras una caminata de cuatro horas, de la nada y como un regalo del cielo, apareció una luz tenue en la distancia. Era la frontera con Libia. Y fue el estímulo que necesitábamos para llegar a nuestra meta.


Mientras tanto, los gidos aumentaban su velocidad, conscientes de que aún faltaban como mínimo tres horas más para llegar a territorio libanés. Caminamos en un silencio absoluto, imprescindible teniendo en cuenta las altas medidas de seguridad en las fronteras. Después de hora y media, alrededor de las cinco de la madrugada, llegamos a Ghat, una población cercana a la frontera.


Entramos en Libia después de haber caminado siete días cruzando el desierto del Sahara. Sólo quedaban muy pocos de nuestro grupo y los que habíamos sobrevivido el auténtico calvario estábamos en unas condiciones lamentables. A nuestra llegada, nos encontramos con un hombre de Malí quien amablemente nos llevó a su fuwai, como se llama a los barracones abandonados donde viven inmigrantes en su ruta hacia Europa. Hay numerosos fuwais en Libia, Argelia y Marruecos. A veces albergan hasta ciento cincuenta personas y más, en condiciones higiénicas muy precarias.


Antes de darnos comida y agua, nos pidieron que nos tendiéramos en el suelo en línea. El hombre de Malí nos cubrió con un mantel grande y nos echó agua fría. De ese modo, la humedad duraría más tiempo en nuestros cuerpos. Nos quedamos así durante una hora o más. ¡Qué placer y alivio el agua fría en nuestras espaldas! Aún tendidos en el suelo, el hombre de Malí nos trajo una sopa y media taza de agua caliente para cada uno. Estábamos tan agotados, que pasaron dos horas más antes de que todos pudiéramos abrir los ojos y hablar propiamente. Poco a poco fuimos recuperando nuestra fuerza.


No fue antes de las ocho de la mañana siguiente cuando fuimos capaces de tomar un poco de comida sólida y de mascullar algunas palabras. Por mucho que intentábamos comer, no era una tarea fácil, porque nuestras bocas y cuellos estaban irritados y secos. Aún estábamos muy agotados y por lo tanto relajarnos era lo único importante en aquel momento.


En el fuwai había ciento diez habitantes habituales y otros veinticinco que eran viajeros en tránsito hacia Trípoli. Algunos de los hombres que estaban a cargo de los fuwais llevaban muchos años viviendo en Libia. La mayoría había venido de países de África occidental, con la intención de ir a Europa.


Por la noche, el jefe del fuwai llegó del trabajo y nos convocó a una reunión de urgencia para discutir nuestra situación. Nos explicó cuáles eran las reglas dentro de los fuwais, y la más importante era que cada persona debía ir al fuwai destinado para su país. Cuando preguntó cuánta gente había de Gambia, yo fui el único que levantó la mano. Veinticinco eran nigerianos y el resto de Malí. Entonces procedió a enseñar a cada grupo dónde estaban sus correspondientes fuwais. Como yo era la única persona de Gambia, me invitaron al de Malí. Después de que todos los recién llegados encontramos nuestro sitio, nos compraron algo para el almuerzo, que comimos en pocos minutos.


Durante el día, los nuevos no nos movimos de nuestros sitios, porque nuestras piernas estaban hinchadas todavía, y nuestros pies se habían quemado andando en la arena descalzos. La gente de Malí eran expertos en primeros auxilios para quienes habían resistido el Sahara. Cogieron una cuchilla de afeitar y suavemente abrieron la piel de nuestras piernas para dejar salir algo de sangre y así estimular la circulación y evitar coágulos.


A los dos días, ya era capaz de ponerme en pie y mantener el equilibrio. Pasé una semana junto a la gente de Malí y en consideración a sus cuidados les entregué dos dinares, la moneda de Libia, por cada día que había estado allí, para contribuir en los gastos de los malienses, que tenían que pagar el alquiler de los barracones. Nos habían cocinado, lavado, curado y, lo que era más importante, sanado nuestras almas.


Después de algún tiempo en el fuwai, pedí al jefe organizar un transporte para los que teníamos dinero para pagar el viaje a Sabha. Sólo podía ser en un vehículo de contrabando, porque si no la policía nos detendría. Después de realizar el pago y fijar el día de salida, todos estábamos preparados.


*Extracto del libro EL VIAJE DE KALILU. El autor relata las experiencias sufridas en carne propia, cuando llegar «al paraíso» es un infierno. De Gambia a España: 17.000 Km. en 18 meses. Huyendo de la pobreza y de las guerras, muchos africanos acaban muertos. Sólo llegan a nuestras costas el 5% de los que emprendieron el camino.