Nada más ser elegido, el Papa Benedicto XVI dijo unas sencillas palabras: «Solo soy un humilde siervo del Señor»… Y empezaron los truenos refiriéndose a que no era sincero. Y empezó un camino marcado por la humildad. Decía palabras, tomaba decisiones, vivía con gran humildad.
Y con gran humildad ha tomado la decisión de retirarse, que marca un cambio para el futuro de la Iglesia y afianza la renovación del Vaticano II, más allá de los profetas de calamidades que sólo ven inmovilismo.
La única verdadera aventura es la santidad. La santidad que se acoge y construye mediante las tareas cotidianas y la vida en común. Pero ninguna tarea cotidiana puede anular esa aventura personal; tampoco la tarea del Papado. En ese camino de humildad Benedicto XVI ha tomado una decisión verdadera que afirma la primacía de Dios y la comunión eclesial, al dejar claro con su retirada voluntaria que en la Iglesia nadie es imprescindible. La misma confianza en Dios y en la comunión que mostraron los papas anteriores al llegar hasta la muerte en su ministerio, sufriendo y rezando, como también destacaba Benedicto XVI al despedirse. ¡Qué lejos ambas posturas de humildad y dolor de lo que tantas veces pensamos y vivimos tantos cristianos en nuestras pequeñas o grandes responsabilidades!
Es más, Benedicto XVI pasará a la historia por avanzar decididamente en la humildad comunitaria e institucional de la Iglesia, algo que tantas veces se ha separado de la necesaria humildad personal. Una humildad que contradice tantas prácticas eclesiásticas muy asentadas y que ha cumplido al continuar la tarea que en 2005 le encomendó Juan Pablo II cuando era Prefecto: asumir la petición de perdón por los pederastas como humildad pública de la Iglesia, insistiendo en la imprescindible conversión y atención de las víctimas de cualquier injusticia. Una humildad que continuó al pedir perdón por el acuerdo fallido con los lefebvrianos (a la vez que compartía fraternalmente su dolor por la actitud de quienes desde otras instancias eclesiales tan duramente le atacaron por ello). La misma humildad dispuesta a cargar con la vergüenza por el pecado de otros que mostró al denunciar las conspiraciones de sus colaboradores de más confianza en torno a la correspondencia.
Esta humildad institucional de la Iglesia, vivida ya en su responsabilidad más alta sigue el camino de Cristo pobre y perseguido (LG 8) de la Iglesia de los pobres impulsada en el Vaticano II. Un camino de encarnación y abajamiento que imprime otra lógica al ministerio petrino, como ya había hecho Juan Pablo II al pedir a la oficina de prensa que informara de sus enfermedades y después padecer en público su ancianidad y muerte, en solidaridad con los que más sufren y son hoy menospreciados por ello.
Una humildad que ha sido la fuerza de la Fe del sacerdote y teólogo Ratzinger, por encima de las conveniencias de la moda teológica y mediática, y de las calumnias sostenidas durante décadas contra su persona. Un humilde servidor entregado a la voluntad de su Maestro, verdadero pastor y guía de la Iglesia, cuya autoridad moral ha sido reconocida universalmente, subrayando con su renuncia lo que ya había transmitido (para sorpresa de tantos) en sus casi ocho años de ministerio.
Fuente: Revista Id y Evangelizad