Con sus intensos ojos azules, su barba casi pelirroja, su manera fogosa y precipitada de hablar, su voz, de un inhabitual timbre agudo que contrastaba con sus gestos precisos y calculados, Alexander Solzhenitsyn aparecía como una esfera viva de energía concentrada y orientada hacia una meta.
Así lo vio durante su primer encuentro el disidente académico Andrei Sakharov, y así fue durante toda su vida Alexander Solzhenitsyn: poseía la energía del atleta, la fogosidad del profeta, la tenacidad del clandestino, la precisión del matemático. Había definido aquella meta ya en su adolescencia: decir la verdad sobre la Revolución Rusa de 1917, aquellos nuevos Tiempos Confusos (los primeros causaron la casi desaparición de Rusia, entregada a finales del siglo XVI a los impostores y al invasor polaco). Una vida de lecturas gigantescas, una vida de escrituras gigantescas, un fresco épico sobre el derrumbamiento de la Rusia del final del zarismo: La Rueda Roja, 6.600 páginas en cuatro nudos por los que pasa el destino de un país cayendo en la anarquía, el deshonor, la crueldad.
Pero la detención del capitán Solzhenitsyn en 1945, en el frente, por parte de los servicios de espionaje, le arroja en el inmenso subterráneo carcelario del comunismo; conoce la cárcel para eruditos (El Primer Círculo es el resultado) y después los círculos inferiores y terribles de este infierno dantesco: lo llama El Archipiélago del Gulag (como correctivo, pues el otro archipiélago, el griego, es el que vio nacer a Europa). Lanza al mar, en 1962, una botella con un relato dentro, una obra maestra, Un día en la vida de Iván Denisovitch. Jrushchov da luz verde: el tabú del gulag se rompe y comienza la lucha entre el poder totalitario y un sólo hombre, lo que le conduce al exilio en febrero de 1974.
Occidente cree que se lo agradecerá, pero allí también es el mismo luchador, contemplando un progreso material permisivo que enreda las almas. La Historia le da la razón: el roble soviético se derrumba, él puede regresar, despacio, por Magadán y el gulag del extremo oriental. Escribe 17 años más, sermoneando a su país para que vuelva al buen camino. Y ahora la pomposidad oficial. El luchador ha muerto, Rusia le honra, pero lee poco.
Sus diferencias con Sakharov fueron fundamentales, y explican todo el siglo pasado y el actual: para el disidente académico, se pueden pervertir las lumières, aunque deban guiar el mundo. La humanidad va hacia una gran convergencia social y económica.
Para el escritor ex presidario, en cambio, el humanismo es un error. La verdadera medida es Dios, no el hombre: ni el dibujado por Leonardo, ni el de Descartes, ni el del socialismo, ya sea descrito por Marx o Proudhon. Promulga que el hombre deje de creer a Prometeo, que se autolimite. En su producción, en su consumo personal y colectivo. Esa es la condición para que vuelvan el soplo y la conciencia.
La idea de la autolimitación es una constante en la obra de Solzhenitsyn: la encontró en los viejos creyentes del cisma del siglo XVII, y la cuida. La segunda idea es que el hombre no está predeterminado, sino que decide por sí mismo. Cuando la vida traza a su alrededor un nudo fatal, cuando la línea entre el bien y el mal se borra tan rápido en cada uno como pasó el rayo que sobrecogió a Iván Karamazov durante el juicio de su hermano, sólo entonces el hombre crea. Existe una especie de afinidad con el existencialismo de Jean-Paul Sartre en la obra de Solzhenitsyn, por su oposición total a los sociólogos que ven al hombre precondicionado (Dostoievski también rechazaba la idea de un hombre condicionado por su entorno); había una voluntad increíble que se oponía al Tolstoi del tolstoismo, al Tolstoi que quería decir que los Napoleón no son nadie y que el pueblo lo es todo.
No, responde Solzhenitsyn, no es el pueblo sino los Justos escondidos entre el pueblo: el humilde albañil Iván Denisovitch, trasladado de un campo alemán a otro ruso, que reza antes de comer la asquerosa sopa del campo; la campesina Matriona, que no tiene nada salvo un gato y una vieja higuera pero que da todo lo que le queda; el portero Spiridón de El Primer Círculo, que sabe que «el perro-lobo tiene la razón, pero no es caníbal». En otras palabras, el hombre justo vive, aunque inconsciente de las leyes de Dios, y el hombre injusto vive como un animal.
Solzhenitsyn tenía razón en casi todo. Dijo: «Dejen de mentir», y el régimen se derrumbó. Dijo: «Restrínjanse», y vemos en la actualidad que la única manera de salvar el planeta es seguir su precepto de hace 40 años, cuando los ecologistas aún no habían nacido. Dijo a su país: «Sigan siendo Rusia, aprendan a ser libres sin desaprender lo que significa ser ruso». Rusia reconoce ahora la voz que fustigó tantas veces.
Pero la fuente de su lucha siguió siendo extraña incluso para muchos de sus admiradores. Siempre fue atacado con mezquindad: no dialogaba aunque gritara un coro de amargos o de envidiosos. ¡No tenía tiempo! Las dos catedrales de escritura que dejó son comparables con la labor de Balzac. Su lucha siempre fue solitaria, él solo contra Leviatán; a veces las alianzas valen compromisos, pero él no era un hombre de compromisos.
Alexander Solzhenitsyn fue, sin duda, el último escritor-poeta, después de Voltaire o Tolstoi. Porque ya no le necesitamos y nuestra manera actual de escuchar ha cambiado radicalmente. Hay que ser consciente de ello al despedirnos de este atleta de la lucha, del verbo. ¿De Dios, quizá…?
Georges Nivat es historiador de literatura rusa
y biógrafo de Alexander Solzhenitsyn.