Elena tiene 25 años, trabaja desde los 18 pero desde hace tres años ha comprobado que la realidad laboral no es como esperaba. De lunes a domingo, compatibiliza tres empleos para ingresar unos 800 euros al mes. Su sueldo y la falta de estabilidad le impiden plantearse planes a largo plazo: «Tengo tres trabajos, pero ninguno me garantiza nada. En febrero se me termina uno de los contratos y no sé qué pasará».
Su historia se repite en su entorno y, al ver que los casos se multiplican, reclama la atención de los demás: «Se conoce la cantidad de gente que está en el paro, pero nadie presta atención a los precarios». Varios compañeros de la tienda en la que trabaja tienen otros empleos que se vinculan con las aspiraciones que les llevaron a formarse en la universidad: «Para nosotros es normal. Cuando nos despedimos y nos decimos ‘que descanses’, nos respondemos ‘no, que me voy al otro lado’, es normal».
«A mis padres les doy pena»
Cuenta con el apoyo de su pareja, mientras son sus padres los que le aconsejan no exigirse tanto y dejar el empleo que menos ingresos le da. Ella ni se lo plantea porque quiere mantener los lazos con su vocación: la enseñanza. Las horas libres que le quedan después de cenar las dedica a preparar una oposición.
A pesar de todo, dice, se siente «afortunada». Tiene amigos sin trabajo y otros que compatibilizan empleos cobrando todavía menos que ella. Por eso, cada vez que escucha a los políticos que celebran la recuperación no puede contenerse: «Siento un enfado tremendo, me indigna totalmente. Tendrían que estar en la calle para ver el día a día de cada uno. Desde la vida del que no tiene nada, a la del que tiene que tener tres trabajos para tener un sueldo normal».