‘En algunos momentos la lucha será enérgica contra las instituciones que fomentan la explotación o el egoísmo; en otros casos tomará caracteres más benignos, pero siempre el cristiano distinguirá entre el odio a las instituciones explotadoras del hombre y el amor a toda persona, aunque esté corrompida’. -Guillermo Rovirosa-
Estamos muy acostumbrados a pasar de puntilla por la memoria, trivializando la historia y reduciendo el sufrimiento en cifras y estadísticas. La superficialidad nos hace impermeables y nos reseca el alma. Un antídoto frente a nuestras vidas embotadas son esos momentos que te ofrecen la ocasión de conocer experiencias que te ayudan a ponerle rostros al perdón. De esto va este breve relato.
Al disponernos a visitar hace unos meses el campo de concentración de Dachau, en Baviera, la guía nos da a elegir entre dos opciones: ’¿Desean una visita histórica o un experiencia de vida?’
Era verano, llovía, hacía frío, el cielo estaba encapotado, el camino lleno de fango. Nos disponíamos a entrar en un hecho vital y una manera privilegiada es: con una oración que nos dispusiera en cuerpo y alma poder estar en aquel lugar, sin pretender buscar sólo razones humanas de lo que allí sucedió.
Traducimos a continuación uno de esos textos que nos leyó la guía antes de comenzar la visita. Texto que nos sirvió para comprender algo más nuestra condición. Escrito por Stanislawa Rachwalowa, polaca. En diciembre de 1942 la llevan presa a Auschwitz en donde permanece 3 años hasta su liberación por los americanos el 3 de mayo de 1945 en KZ Ravensbrück, Neustadt Gleve y vuelve a Polonia. El destino quiso que sucediera algo excepcional. Tras su recuperación se compromete en la lucha contra el totalitarismo del régimen polaco y la encarcelan de nuevo por sus actividades contra el comunismo entre 1945 y 46. En la cárcel de Montelupich en Krakow comparten pasillo las que fueran víctima y verdugo en Auschwitz; en celdas contiguas estaban Stranislawa y la que fuera su pesadilla, la carcelera María Mandel.
Este encuentro propicia un testimonio de la capacidad humana para perdonar contra todo pronóstico. Ante el odio, amor como única salida que apunta a la esperanza.
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Todos los presos soñaban en el campo de concentración ver a sus carceleros un día detenidos y degradados. Disfrutar de la libertad, mientras que sus verdugos esperarían su condena poseídos por el miedo y la desesperación. El destino me brindó de forma inesperada ese sueño hecho realidad.
Tras mi liberación en el campo de concentración un tribunal militar polaco me condenó a muerte en 1946 acusada por ser enemigo de un estado comunista y esperaba el cumplimiento de la condena en la cárcel de Montelupich en Krakow. Allí me encontré con María Mandel, SS Oberaufseherin (supervidora junior) en la sección de mujeres en Auschwitz-Birkenau. Una profunda satisfacción me invadió cuando vi a Mandel limpiar los corredores hincada de rodillas.
En una segunda ocasión pasó delante de a mí, iba acompañada con otras dos supervisoras del KZ, avergonzadas y asustadas. Ella me reconoció enseguida pues con frecuencia coincidíamos en el campo de concentración por el tipo de trabajo que me imponía. En una ocasión estaba yo en la cocina ‘organizando’ las patatas y la col. Detrás del barracón cocinábamos una sopa, cuando de repente, apareció Mandel y nos dio una paliza. Nos propinaba patadas y enfurecida, como una bestia, nos golpeaba con el cinturón en la cabeza y en los ojos. Una de sus especialidades era dar patadas en el bajo vientre. Como boxeadora adiestrada golpeaba con una serie de técnicas sin mucho esfuerzo pero que originaba a las presas graves lesiones. Me vi de nuevo, como si pasara delante de mí una película, presa en el campo de concentración en Auschwitz-Birkenau, sucia y andrajosa.
Una vez me exigió la dirección penitenciaria hacer de intérprete e imponer órdenes a las que fueron mis vigilantes en el campo de concentración, tal y como lo hacían ellas con las presas: fuerte, gritando, brutal. Abrieron la celda y ahí estaban sentadas tranquilamente las dos alemanas. Nos miran desafiantes, a mí y a la carcelera que me acompañaba. La ira me cegó y grité: ‘Achtung’. Se levantaron inmediatamente y se pusieron firmes una junto a la otra.
Como una avalancha escupía aquellas palabras como las que esas asesinas lanzaban contra nosotras en el campo de concentración: cerdos, etc. En cuestión de segundos me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo y comencé a golpearlas en sus caras sin compasión.
De repente vi ante mí unas miradas horrorizados, heladas, inmóviles, esperando los golpes con la respiración contenida. No les golpeé. Me di cuenta que ellas también eran prisioneras y que constituía una venganza odiosa golpear a otro preso. Me invadió un sentimiento de vergüenza humana, volví a mi celda, me tiré sobre el saco de paja y comencé a llorar amargamente. Esto no es lo que yo me imaginaba.
Reconocí en mí a esa bestia que todos llevamos dentro y que está al acecho de una ocasión. Enseguida me di cuenta que no podía dar rienda suelta a esa bestia, que bajo otra ley dominante exigía actuar. A Mandel y a mí nos habían instalado en el mismo pasillo. Yo podía contar con la misericordia, ella quizás no.
Una tarde nos condujeron a las dos a las duchas. La carcelera cerró la puerta. El miedo y la intranquilidad se hacían presentes. Era una situación inquietante. De repente observo como Mandel se dirige hacia mí. Ella, que en Auschwitz representaba el máximo poder y yo, la que allí sólo era polvo, nos encontrábamos ahora cara a cara. Ella se me acercó y yo frente a ella estaba presa del pánico, horrorizada, sin saber qué hacer, mojada y desnuda. Este instante me pareció una eternidad. ‘Dios mío’ pensé, ‘¿qué querrá ahora de mi?’.
Pero Mandel se detuvo a dos pasos de mi, mojada, humillada y con lágrimas en los ojos. Dijo lentamente y con claridad, con respiración profunda: ‘Pido perdón’. En ese momento desaparecieron todos los sueños de venganza y odio. Me compadecí de ella. Estreché su mano extendida y dije: ‘Yo perdono’. Cuando se llevaban a Mandel de nuevo a su celda, volvió la cabeza en el último momento, me sonrió y dijo claramente en polaco: ‘Dzinkuje’ (Gracias). Pocos días después la ejecutaron.
En noviembre de 1947, María Mandel fue juzgada y sentenciada a muerte el 24 de enero de 1948. Stanislawa Rachwalowa fue indultada, salió de la cárcel en 1956 y murió en Polonia en 1985 a la edad de 82 años. También en el asfalto pueden nacer flores.