Su nombre será para nosotros María

2317

Su nombre será para nosotros María. Elegimos este porque es bello y sencillo como el real, y como ella.

Es una tarde de mar. Esta luz que reflejan las aguas enciende su piel negrísima como si fuera lava. Ha sido de joven muy hermosa, aún lo es. Dice tener unos cincuenta años, pero no lo sabe con certeza. Quizá es el tiempo el que ha dejado ese brillo desafiante en su mirada. No parecen ojos que se hayan inclinado a menudo.


Sonríe, ha leído algo de mi pensamiento: …«Lo se, todos creen que soy joven… (ríe)… pero yo ya crío nietos,¡ y muchos nietos!«. La conversación está siendo así, en frases sueltas respondidas sin palabras. Creo que es porque el sonido del mar quiere llenarlo todo, y su luz imanta las miradas, y no nos resistimos. Estamos sentados en un restaurante en la playa. Es un lugar privilegiado, uno de esos paraísos con que África seduce a sus amantes. La terraza donde nos sentamos entierra sus pilones bajo la caricia de las aguas. Nos sostiene sobre el mar.


Y sí, como ella dice, los otros comensales nos miran. Miradas fugaces, a cada rato, que se arrancan por segundos del rojo imán que nos atrapa. El local es elegante, se ocupan las pocas mesas por un puñado de extranjeros, salvo una mesa de africanos vestidos de chaqueta, y otra donde ríen unos militares. Es la imagen habitual en este país que su dictador vende cada día a los blancos. Los blancos están acompañados de mujeres de una belleza inquietante, como el ébano. Sonríen atentas, cercanas a ellos sus manos, pero lejanos sus ojos dulces y grandes. María podría ser su abuela. Algo se anuda a mi corazón. Pero todos sonríen. En estas pocas mesas están los privilegiados de este país atormentado.


Pasan más minutos de mar en nuestra mesa, junto a la barandilla sobre las olas. Pienso que la seriedad de María contrasta en este restaurante lleno de miradas furtivas y risas ajenas. Pero mayor aun contrasta con su ánimo habitual. Porque en el hospital, donde trabajamos, ella es ruidosa, decidida, y su voz y su color (viste africano) forman un torbellino que envuelve a todos y nos lanza al aire para colocarnos de nuevo en el suelo, riendo. Su paso de cama en cama florece sonrisas en los enfermos de sida. Como un sol irresistible enciende las miradas apagadas de los desdichados que yacen en hileras, a veces en el suelo. Ella es un ángel de vida poderoso, que los prohíbe morir, que les ordena curarse. Como curó ella. Si, ella estuvo un día en su lugar. Con autoridad de madre, como si esos hombretones y mujeres delgados fueran niños: «Vamos, toma tu medicina, claro que puedes, no estás tan débil, yo también tengo el sida, pero ya me ves, las tomé y las tomo, y mírame ahora, mírame, no creerías que estuve en los huesos como tú, débil como tú, todos se apartaban de mí, y me sentía morir cada día, como tú, despreciada de todos, pero mírame, mírame, tú también curarás, ya verás…» Y ríe para ellos, o se enfada con sus brazos en jarras. Nada resiste su luz, brillan hasta las paredes sucias de esa sala donde mueren de la enfermedad equivocada en el país equivocado. 







«Vamos, toma tu medicina, claro que puedes, no estás tan débil, yo también tengo el sida, pero ya me ves, las tomé y las tomo, y mírame ahora, mírame, no creerías que estuve en los huesos como tú, débil como tú, todos se apartaban de mí, y me sentía morir cada día, como tú, despreciada de todos, pero mírame, mírame, tú también curarás, ya verás…»


Y sin embargo aquí, en el restaurante de las risas, ella calla, incómoda, molesta. Yo también lo estoy. Hemos venido porque otro extranjero nos ha invitado. Insistió mucho. Ha rodado un documental sobre la lucha contra el sida en el país, ha entrevistado a María. Se deshace en agradecimiento por haber filmado en el hospital, y por haber rodado su valiente declaración. Mientras todos mienten u ocultan sus rostros,  ella no ha callado la verdad («soy seropositiva, y os cuento lo que esta pasando en este país con nosotros…). Esta agradecido y emocionado, pero yo sé que cortará esas imágenes, es un buen hombre, pero sabe que a sus jefes no gustaría oír lo que esta mujer ha dicho. Él trabaja para la Agencia de Cooperación de su país. Y la Agencia del país blanco esta para ganar el favor (y quizá el petróleo) del mismo presidente asesino que mantiene a su país en la miseria. El joven director de cine sabe que sus jefes solo quieren imágenes de negros agradecidos a su gobierno negro y al gobierno blanco que ayuda a su gobierno negro. Así que no, no emitirá la entrevista a María. Pero ha sentido que debía pagar su valor, y nos ha invitado a ella y a mí al restaurante de lujo.


Ella mira ahora el menú. Los dos platos cuestan lo que su salario cada mes. Ese salario que su gobierno le debe desde que comenzó su trabajo hace años, como a casi todo el personal sanitario en el país. No, no es un país pobre, este al que todas las agencias y ongs se pelean por ayudar. Es uno de los países más ricos del mundo. Pero las enfermeras no cobran, y los hospitales, sin agua, ni luz, ni retretes, ni camas, ni medicinas, ni médicos…son paredes sucias donde su pueblo muere de tuberculosis y sida. No, no puede el documental hablar de eso, hay que pensar en las relaciones bilaterales, en la financiación de la ‘ayuda’, en el prestigio de los responsables de la Cooperación, y en la imagen de democracia y paz que sus países de blancos necesitan del país de negros para negociar con su presidente y guardar en sus bancos el dinero que él amasa. Así que se emitirá otro reportaje distinto, uno mas ‘adecuado’. Y será tan hermosa la película que a todos gustará. Aplaudirán todos como a los de aquel cuento que gritan: ¡Que hermoso es el vestido que nuestro Rey ha comprado a los extranjeros! (aunque el rey está desnudo).


Nadie se atreve a decir que el Rey es un cruel vanidoso.  Ni que estos timadores compran su favor simulando hacerle vestidos invisibles. La trágica diferencia es que aquí es el pueblo quien al final camina desnudo, mientras su rey es invitado a curar sus dolencias en los hospitales europeos.


Toca pagar la cuenta en la mesa de al lado. Son los militares, ruidosos, borrachos. Se ríen, se niegan. Están allí sentados, y la camarera, de pie entre ellos, aparta su pierna de una mano que la busca aviesa, y al hacerlo, deja caer la bandeja. Mira al suelo avergonzada, y cuando la mano del hombre sentado la busca de nuevo, da otro paso atrás, muy asustada, mirada inclinada, y queda en silencio.


María se levanta al momento, se gira, los mira. Solo por un segundo se cruzan sus miradas. La camarera aprovecha el segundo, echa a correr. Mejor así. Estará bien, no la recordarán, no le habían mirado la cara.


Torpes, riendo, se van. María se sienta de nuevo. El dueño del restaurante, un árabe, los mira salir sin pagar, no dice nada. Cuesta imaginar lo que pasa por la mente de ese hombre viejo y orgulloso, como son los de su raza.


Nuestro acompañante, el joven director, hace tiempo que nos dejó para saludar a unos amigos de otra mesa, son de la embajada, los de la Cooperación. En esa mesa, como en todas, han simulado ignorar la escena. Pero el reforzamiento ahora de sus voces, que se habían apagado, los delata.


A nuestra espalda derrapa al arrancar el coche de los militares, un todoterreno de lujo. María vuelve sus ojos a la carta («será un error, no puede costar esto un pescado»).  Vuelve sus ojos a las otras mesas, a los hombres de chaqueta, a las niñas de Ebano, a los blancos sonrientes. En la playa un hombre cansado sale a pescar en un cayuco que no traerá nada.


Me mira por fin, y encuentra mi pregunta, la que siempre he querido hacerle (yo conozco su historia, no la contaría aquí, hay cosas que solo pueden verse en el Cielo). «María, ¿de donde sacas la fuerza?». Ella me mira honda, y abre su mano. Todo este tiempo apretaba un rosario. «Rezo doctor. Lo llevo siempre, lo rezo siempre».







Todo este tiempo apretaba un rosario. «Rezo doctor. Lo llevo siempre, lo rezo siempre».


«Y  sé que Ella está siempre a mi lado. Cuando quiere aparecer la ira, ella pone un dedo en mis labios, y toca mi corazón. Luego pienso que esta vida pasará, y que Dios nos juzgará». Con un rápido gesto mira de nuevo a los lados. «El juzgará». Silencio.


Algo en mí añade por dentro:  «Y El saciará el hambre de justicia».


Esta conversación ocurrió poco antes de irme de ese país amado y hermoso. Para entonces era ya irremediable que a los hacedores de vestidos invisibles, y a quienes se los compran, les incomodara mucho que comenzase a hablar de sus negocios.


El último día en el hospital, María me despidió con lágrimas en los ojos: «Mejor así, váyase, que este no es país para extranjeros honrados, si te quedas te estropearán, o te harán daño. Yo rezaré por tí. Y tú…Tú no nos olvides».


<<Bienaventurados los que lloran, porque Dios mismo será su Consolador.


Bienaventurados los mansos, porque ellos heredaran esta Tierra.


Bienaventurados los que tienen hambre de justicia, porque serán saciados>>


<<…Pero hay de vosotros, los que ahora reís, porque ya tenéis vuestro consuelo…>>


Tu me has enseñado que son verdad.


Y cuando tu enfermedad o tu valor te lleven al Cielo, intercede por nosotros, y por los que te persiguieron.