Tener autoridad frente a los hijos

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Tener autoridad, que no autoritarismo, es básico para la educación de los hijos. Debemos marcar límites y objetivos claros que le permitan diferenciar qué está bien y qué está mal, pero uno de los errores más frecuentes de padres es excederse en la tolerancia. Y entonces empiezan los problemas. Hay que llegar a un equilibrio, ¿cómo conseguirlo para tener autoridad?

30/06/2005

Actuaciones paternas y maternas, a veces llenas de buena voluntad, minan la propia autoridad y hacen que los niños primero y los adolescentes después no tengan un desarrollo equilibrado y feliz con la consiguiente angustia para los padres. El padre o la madre que primero reconoce no saber qué hacer ante las conductas disruptivas de su pequeño y que, después, siente que ha perdido a su hijo adolescente, no puede disfrutar de una buena calidad de vida, por muy bien que le vaya económica, laboral y socialmente, porque ha fracasado en el «negocio» más importante: la educación de sus hijos.

Estos son los principales errores que, con más frecuencia, debilitan y disminuyen la autoridad de los padres:

La permisividad.

Es imposible educar sin intervenir. El niño, cuando nace, no tiene conciencia de lo que es bueno ni de lo que es malo. Somos los adultos los que hemos de decirle lo que está bien o lo que está mal. Un hijo que hace tratadas y sus padres no lo corrigen, piensa que es porque ellos no lo valoran negativamente. Los niños necesitan referentes y límites para crecer seguros y felices.

Ceder después de decir no.

Una vez que usted se ha decidido a actuar, la primera regla de oro a respetar es la del no. El no es innegociable porque de lo contrario sería un error y perjudicaría a sus hijos. Cuando usted vaya a decir no a su hijo, piénselo bien, porque no hay marcha atrás. Si usted le ha dicho a su hijo que no puede realizar alguna tarea porque no concluyó sus deberes, su hijo no podrá realizar esta tarea aunque le pida de rodillas y por favor, con cara suplicante, llena de pena, otra oportunidad. Hay niños tan entrenados en esta parodia que podrían enseñar mucho a las estrellas del cine y del teatro.
En cambio, el sí, se puede negociar. Si usted piensa que el niño puede ver la televisión esa tarde, negocie con él qué programa y cuanto rato.

El autoritarismo.

Es el otro extremo de la permisividad. Es intentar que el niño/a haga todo lo que el padre quiere anulándole su personalidad. El autoritarismo sólo persigue la obediencia por la obediencia. Su objetivo no es una persona equilibrada y con capacidad de autodominio, sino hacer una persona sumisa, sin iniciativa, que haga todo lo que dice el adulto. Es tan negativo para la educación como la permisividad.

Falta de coherencia.

Ya hemos dicho que los niños han de tener referentes y límites estables. Las reacciones del padre/madre han de ser siempre dentro de una misma línea ante los mismos hechos. Nuestro estado de ánimo ha de influir lo menos posible en la importancia que se da a los hechos. Si hoy está mal pintar en la pared, mañana, también lo estará.
Igualmente es fundamental la coherencia entre el padre y la madre. Si el padre le dice a su hijo que se ha de comer con los cubiertos, la madre le ha de apoyar, y viceversa. No debe caer en la trampa de: «Déjalo que coma como quiera, lo importante es que coma».

Gritar.

A veces perdemos los estribos. De hecho todo educador sincero reconoce haberlos perdido alguna vez en mayor o menor medida. Perder los estribos supone un abuso de la fuerza que conlleva una humillación y un deterioro de la autoestima para el niño. Además, a todo se acostumbra uno. El niño también a los gritos a los que cada vez hace menos caso: Perro ladrador, poco mordedor. Al final, para que el niño hiciera caso, habría que gritar tanto que ninguna garganta humana está concebida para alcanzar la potencia de grito necesaria para que el niño reaccionase.
Gritar conlleva un gran peligro inherente. Cuando los gritos no dan resultado, la ira del adulto puede pasar fácilmente al insulto, la humillación e incluso los malos tratos psíquicos y físicos, lo cual es muy grave. Nunca debemos llegar a este extremo. Si los padres se sienten desbordados, deben pedir ayuda: tutores, psicólogos, escuelas de padres…

No cumplir las promesas ni las amenazas.

El niño aprende muy pronto que cuanto más promete o amenaza un padre/madre menos cumple lo que dicen. Cada promesa o amenaza no cumplida es un jirón de autoridad que se queda por el camino. Las promesas y amenazas deben ser realistas, es decir fáciles de aplicar. Un día sin tele o sin salir, es posible. Un mes es imposible.

No negociar.

No negociar nunca implica rigidez e inflexibilidad. Supone autoritarismo y abuso de poder, y por lo tanto incomunicación. Un camino ideal para que en la adolescencia se rompan las relaciones entre los padres y los hijos.

No escuchar

. Unos buenos padres son los que escuchan a sus hijos aunque estén hablando por teléfono. Muchos padres se quejan de que sus hijos no los escuchan. Y el problema es que ellos no han escuchado nunca a sus hijos. Los han juzgado, evaluado y les han dicho lo que habían de hacer, pero escuchar… nunca.

Exigir éxitos inmediatos

Con frecuencia, los padres tienen poca paciencia con sus hijos. Querrían que fueran los mejores. Con los hijos olvidan que nadie ha nacido enseñado. Y todo requiere un periodo de aprendizaje con sus correspondientes errores. Esto que admiten en los demás no pueden soportarlo cuando se trata de sus hijos, en los que sólo ven las cosas negativas y que, lógicamente, «para que el niño aprenda» se las repiten una y otra vez.