Pienso que la despedida debe expresarse en un gran y sencillo acto de reconocimiento, y aun de agradecimiento: esta vida mortal es, a pesar de sus trabajos, de sus misterios oscuros, de sus Sufrimientos, de su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado en gozo y en gloria: ¡la vida, la vida del hombre!…
(I) Una visión luminosa
«Caminad mientras estáis en la luz» (Jn 12, 35). ¡Cómo me gustaría, al terminar mi vida, estar en la luz… Quisiera tener ahora mismo una idea completa y lúcida sobre el mundo y sobre la vida. Pienso que esta idea debe manifestarse en un reconocimiento: todo ha sido don, todo ha sido gracia. ¡Qué hermoso ha sido el panorama por el que hemos pasado!; demasiado hermoso, hasta el punto de dejarnos, a veces, atraer y seducir por él, cuando debía haber sido solamente un signo y un anuncio. Pero, de todos modos, pienso que la despedida debe expresarse en un gran y sencillo acto de reconocimiento, y aun de agradecimiento: esta vida mortal es, a pesar de sus trabajos, de sus misterios oscuros, de sus Sufrimientos, de su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado en gozo y en gloria: ¡la vida, la vida del hombre!
Y no es menos digno de exaltación y de feliz estupor el cuadro que rodea la vida del hombre: este mundo inmenso, misterioso, magnífico: este universo de las mil fuerzas, de las mil leyes, de las mil bellezas, de las mil profundidades. Es una visión encantadora. Aparece una generosidad sin medida.
En esta mirada casi retrospectiva asalta la pena de no haber admirado lo suficiente este cuadro, de no haber observado como merecían las maravillas de la naturaleza, las sorprendentes riquezas del macrocosmos y del microcosmos. ¿Por qué no haber estudiado más, por qué no he explorado y admirado mejor esta habitación en la que se desarrolla la vida? ¡Qué distracción tan imperdonable, qué superficialidad tan reprobable! Quede por lo menos, ya in extremis, un reconocimiento de que el mundo, «qui per Ipsum factus est», es estupendo. En el último instante te saludo y te celebro, sí, con admiración inmensa y, como decía, con agradecimiento: todo es don; detrás de la vida, detrás de la naturaleza, del universo, está la Sabiduría; y además, lo diré claramente en esta luminosa despedida (Tú nos lo has revelado, oh Cristo Señor), ¡está el Amor!… ¡Gracias, oh Dios, gracias y gloria a ti, oh Padre! En esta última mirada me doy cuenta que este panorama fascinante y misterioso es una irisación, es un reflejo de la Luz primera y única. Se trata de una revelación natural de extraordinaria riqueza y belleza, la cual debería ser una iniciación, un preludio, un anticipo, una invitación a la visión del invisible Sol, «quem nemo vidit unquam = que ninguno ha visto jamás» (Jn 1,18); «el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha revelado». Que así sea, que así sea.
(II) El nombre que TU prefieres: eres PADRE
Al agradecimiento sucede el arrepentimiento. Al grito de gloria a Dios Creador y Padre sucede el grito que invoca misericordia y perdón. Que al menos esto yo lo sepa hacer: invocar tu bondad y confesar con mi culpa tu infinita capacidad de salvar. «Kyrie eleison…».
Siempre me ha parecido perfecta la síntesis de San Agustín: miseria y misericordia. Miseria mía; misericordia de Dios. Que al menos ahora pueda yo… invocar, aceptar, celebrar tu dulcísima misericordia.
Y, para no mirar hacia atrás, hago finalmente un buen propósito: hacer voluntariamente, sencillamente, humildemente, fuertemente, el deber resultante de las circunstancias en que me encuentro, como voluntad tuya. Hacerlo pronto. Hacerlo todo. Hacerlo bien. Hacerlo alegremente: lo que Tú quieras de mí ahora, aunque supere inmensamente mis fuerzas y aunque se me pida la vida… Bajo mi cabeza y alzo mi espíritu. Me humillo a mí mismo y te ensalzo a ti, Dios, «cuya naturaleza es la bondad» (San León). Déjame que en esta última vigilia rinda homenaje a ti, Dios vivo y verdadero que mañana serás mi juez, y que te dé la alabanza que más te gusta, el nombre que prefieres: eres Padre.
Pienso, en fin, ahora, ante la muerte, maestra de la filosofía de la vida, que el acontecimiento más grande de todos ha sido para mí, como lo es para cuantos han tenido igual fortuna, el encuentro con Cristo, la Vida. Todo habría que repensarlo ahora con la reveladora claridad que la lámpara de la muerte da a este encuentro. «Nihil enim nobis nasci profuit, nisi redimi profuisset». De nada, en efecto, nos hubiera valido el nacer, si no era para ser redimidos. Este es el descubrimiento del Pregón Pascual, y éste es el criterio de valoración de todo lo que afecta a la existencia humana y a su verdadero y único destino, que no se entiende ni se determina si no es en orden a Cristo. «O mira circa nos tuae pietatis dignatio». ¡Oh maravilloso programa de amor para con nosotros! Maravilla de maravillas, el misterio de nuestra vida en Cristo. Aquí la fe, aquí la esperanza, aquí el amor, cantan el nacimiento y celebran las exequias del hombre. Yo creo, espero, yo amo, en tu nombre, ¡oh Señor!
(III) Don y testamento de amor
«Tradidit semetipsum», se entregó a sí mismo; su muerte fue un sacrificio; murió por los otros, murió por nosotros. La soledad de la muerte se vio llena de nuestra presencia, fue penetrada de amor: «Dilexit Ecclesiam», amó a la Iglesia (recordad el «Misterio de Jesús», de Pascal). Su muerte fue la revelación de su amor por los suyos: «In finem dilexit», hasta el fin. Del amor humilde y desbordado dio al final de su vida temporal un ejemplo impresionante (cfr. el lavatorio de los pies), y de su amor hizo término de comparación y mandamiento final. Su muerte fue testamento de amor. Debemos recordarle.
Ruego, por lo mismo, al Señor que me conceda la gracia de hacer de mi próxima muerte un don de amor a la Iglesia. Podría decir que siempre la he amado; fue su amor el que me arrancó de mi mezquino y salvaje egoísmo y me capacitó para su servicio, y por ella, no por
otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese, y que yo tuviera el valor de decírselo, como una confidencia del corazón que sólo en el momento último de la vida se tiene el coraje de decir.
Quisiera, finalmente, comprender a la Iglesia toda… Quisiera abrazarla, saludarla, amarla, en todo lo que se compone, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la hace resplandecer, quisiera bendecirla. Consciente de que no la dejo, no me salgo de ella sino que me uno y me fusiono más y mejor con ella: la muerte es un progreso en la Comunión de los Santos.
Aquí se debe recordar la oración final de Jesús (Jn 17). El Padre y los míos… ¡Oh hombres! comprendedme: a todos os amo con la efusión del Espíritu Santo, que yo, ministro, debía haceros participar. Así os miro, así os saludo, así os bendigo. Todos. Y a vosotros, los más cercanos a mí, más cordialmente. La paz sea con vosotros.
Y a la Iglesia, a la que la debo todo y que fue mía, ¿qué le diré? Las bendiciones de Dios desciendan sobre ti. Ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión. Comprende las verdaderas y profundas necesidades de la humanidad. Y camina pobre, esto es, libre, fuerte y amorosa hacia Cristo.
Amén. El Señor viene. Amén.
(Del Pensamiento sobre la muerte. Meditación de •Pablo-VI)