Necesitamos renovar muchos conceptos con los que hemos venido operando, y los sindicatos no deberían quedar rezagados en estos aspectos… Trabajo como derecho. Trabajo como emancipación. Emancipar el trabajo implica desmercantilizarlo. Implica poner la economía al servicio de las personas y no al revés.
Por J.Subirats, catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona
El pasado mes, volvieron a producirse las tradicionales manifestaciones del Primero de Mayo, centradas esta vez en denunciar y combatir la aplastante losa de la precariedad. Los cambios a los que hemos asistido en los últimos decenios en relación con la reestructuración del modelo de acumulación de capital (introducción masiva de nuevas tecnologías, reorganización y flexibilización de los procesos de trabajo, etcétera) han ido provocando una menor necesidad de mano de obra que ya no es tan necesaria, en muchos sectores, para sostener o incluso ampliar la producción. Negocio y fábrica se han ido desconectando, y no es nada inhabitual contemplar como la Bolsa saluda la reducción de las plantillas de una empresa con incrementos en las cotizaciones de las acciones. A caballo de todo ello, se ha ido confundiendo flexibilización con precariedad, y la situación en España es en este punto dramática, sobre todo entre los jóvenes, las mujeres y los inmigrantes. Son precisamente los trabajadores con contrato temporal los que acumulan las dos terceras partes del millón de accidentes laborales ocurridos en España en el último año.
Mucha gente ya no tiene trabajo, pilla y despilla trabajos. La actividad laboral exige nuevas caracterizaciones. André Gorz, Claus Offe y Jeremy Rifkin nos han hablado de ello, y con matices distintos nos invitan a repensar la visión moderna del trabajo, aunque su diagnóstico puede resultar hoy incierto. Estamos acostumbrados a que el trabajo clasifique a las personas en posiciones concretas en la escala social, y que simultáneamente facilite los recursos necesarios para subsistir. En ese contexto, si uno no trabaja; es decir, si no cobra por lo que hace, de alguna manera deja de contar. Esa persona aparentemente deja de tener identidad, deja de ser valiosa para sí misma y para los demás. Pero, como bien sabemos, no siempre ha sido así. La gente trabajaba y trabaja no solamente buscando cómo sobrevivir, sino también educándose, educando, cuidándose, cuidando, y tantas otras cosas. La reducción del concepto de trabajo a la búsqueda de la supervivencia es reciente y no tenemos por qué considerarla universal. Marcos Arruda nos propone una definición de trabajo bastante más amplia y omnicomprensiva: “Toda acción o proceso transformador, creativo, liberador, orientado hacia el desarrollo de la persona, de los demás y de la sociedad humana, personal y socialmente responsable en un sentido integrador consigo mismo y con los demás, con la sociedad y con la naturaleza”. En este sentido, todo aquello que beneficie a las personas es trabajo. Y en esa línea podríamos pensar en organizar el trabajo no a la taylorista, dividiendo, fragmentando, para competir mejor, sino como colaboración, distribución, diálogo y planificación en que todos los implicados participen.
Es evidente que el trabajo entendido de esta manera puede permitir situar a la persona en el mundo, en la sociedad. Puede servir para satisfacer sus necesidades y sus aspiraciones. Reafirma su personalidad y le confiere identidad. En cambio, sabemos que en los últimos siglos el trabajo se ha ido reduciendo a pura mercancía. De hecho, en los últimos decenios, ello no sólo no se ha modificado, sino que se ha ampliado, subproletarizando y precarizando a personas y condiciones de trabajo. El debate sobre estabilidad y precariedad necesita plantearse en ese contexto más amplio. La lucha por el pleno empleo tiene el riesgo de convertirse en la lucha por extender condiciones de trabajo cada vez más deficientes, sobre todo cuando los empresarios siguen vinculando estrechamente competitividad a flexibilidad, precariedad, alargamiento de jornadas laborales, aprovechando a fondo la presión de los sin trabajo. El profesor de la Universidad de La Laguna Jorge Rodríguez Guerra lo argumenta en un reciente libro en el que aborda la pérdida de centralidad del trabajo, aunque al mismo tiempo sostenga que sin los trabajadores no habrá cambio social. El problema no es librarse del trabajo, y tampoco es del todo cierto que el taylorismo haya desaparecido. Algunos hablan del taylorismo computarizado para referirse al creciente estrés que domina muchos ámbitos productivos. Sabemos bien que el taylorismo se ha deslocalizado en forma de maquiladoras o de plantas industriales en los países asiáticos emergentes. Lo significativo es que todo ello ha provocado y provoca un deterioro muy grave de los derechos sociales y laborales, y no cabe sino esperar un recrudecimiento de la lucha de los trabajadores de todo el mundo por mejores condiciones de vida. Ejemplos de ello no nos faltan estos días.
Necesitamos renovar muchos conceptos con los que hemos venido operando, y los sindicatos no deberían quedar rezagados en estos aspectos. Ya no hay, ni volverá a haber, una única vía o verdad transformadora. El trabajo ha perdido su centralidad. Es más variado, diverso y precario. Por tanto, no nos obsesionemos con el empleo, y reivindiquemos trabajo, otro trabajo. Trabajo como derecho. Trabajo como emancipación. Emancipar el trabajo implica desmercantilizarlo. Implica poner la economía al servicio de las personas y no al revés. Supone distribuir tareas y responsabilidades. Supone redistribuir bienes y atribuciones. Implica recuperar el placer de trabajar, de crear, de hacer surgir nuevas ideas y conocimientos para aplicarlos a la transformación de nosotros mismos y del mundo. ¿Es ello posible? La probabilidad del trabajo emancipado deriva de la falta de certezas en la que estamos, y del hecho que podemos actuar para generar nuevos escenarios de trabajo. Frente al paro estructural creciente, a la exclusión cada vez mayor de trabajadores de su empleo formal, sin atisbos de políticas reguladoras y compensatorias eficaces, deberíamos valorar en su justa medida y reforzar las experiencias que van surgiendo o resurgiendo de economía social y solidaria. Con nuevas vías de articulación y generación de redes. Es en ese punto en el que nuestra tradición cooperativa debería ser recordada y apoyada en todo lo que tiene de renovada esperanza.