De quienes todavía siguen invocando con admiración la Constitución republicana, puede decirse que propenden a coger el rábano por las hojas, es decir, suelen tergiversar su contenido y su práctica
Entre otros extremos, se ha olvidado que tal texto no estuvo en vigor en toda España casi nunca, sobre todo en aquellos de sus títulos más sensibles, como fue el tercero, que albergaba las libertades fundamentales de los españoles. Bien bonitos fueron los derechos a la libertad de expresión, de residencia, de reunión y demás, pero bien fea fue la ley de Defensa de la República (luego Ley de Orden público) que permitía arruinarlos, como en efecto ocurrió hasta 1936, cuando la gran batahola destruye sin más todo atisbo de filigrana jurídica.
Debemos a Manuel Ballbé haber demostrado en Orden público y militarismo en la España contemporánea (Alianza, 1985) la lejanía que existió entre el texto constitucional en punto al ejercicio de los derechos y libertades individuales y la realidad diaria, así como la aguda anotación de que las técnicas jurídicas destinadas al mantenimiento del orden público siguieron estando impregnadas de militarismo. Todo ello condujo a que las limitaciones del derecho de reunión o de expresión fueran desde un principio clamorosas. Miguel Maura cuenta en sus memorias (Así cayó Alfonso XIII, Ariel, 1982), cómo a raíz de un conflicto reunió a los directores de periódicos, «incluso a los suspendidos», para explicarles que «estaban ante un ministro que dispone de plenos poderes en materia de orden público». Y bien que entendieron la advertencia: nadie se atrevió a publicar una línea acerca de los sucesos que el ministro quería ocultar a la opinión pública. Y parecidas referencias son constantes en el propio Azaña. Lo más relevante pues de esta legislación no es su existencia, ya grave, sino su uso continuo, tanto en el bienio social-azañista como en el radical-cedista y, por supuesto, tras la victoria del Frente Popular. Por todo ello, puede afirmarse que, por meses y bien pocos, se cuenta la vigencia de la normalidad constitucional en el conjunto del país. Afirmación que se halla bien documentada y al alcance, en cualquier librería española, del curioso que quiera atenerse a hechos y no a ensoñaciones sectarias.
Por otra parte, en un momento como el presente, en el que a nuestro Tribunal Constitucional tanto se le critica -y con avaladas razones-, conviene recordar el precedente que supuso el Tribunal de Garantías Constitucionales alumbrado por la Constitución de 1931 (y estudiado con rigor, entre otros, por Ruiz Lapeña y Bassols). Su composición nos orienta acerca de la calidad del engendro que salió de la mente de los padres constituyentes que, como se sabe, escribieron el texto en sesiones que terminaban «a la hora de ir a tomar los churros», lo que hizo decir a Azaña que aquella República no era de «trabajadores» sino de «trasnochadores».
En la cúspide de aquel Tribunal republicano había un Presidente designado por el Parlamento. Curiosa la discusión suscitada acerca de los requisitos que debía reunir. Si en el Anteproyecto figuraba el de ser licenciado en Derecho, en el Proyecto del Gobierno desaparece tal mención, sin duda por considerarlo un tiquismiquis o porque, según Alvaro de Albornoz «tampoco necesita serlo el presidente del Gobierno o el ministro de Justicia», afirmación que demuestra el desparpajo con que el político radical-socialista se movía en los mundos de la política y el Derecho. Pero lo bueno es que este caballero fue el presidente del Tribunal de Garantías hasta que dimitió con motivo de los sucesos de octubre de 1934. Le sucedería Fernando Gasset, del partido radical, que también dimitió en julio de 1936, probablemente al advertir que de poco servía el Tribunal cuando ya chorreaban sangre «los muros de la patria mía».
Venían después: dos diputados elegidos libremente por las Cortes; un representante por cada una de las regiones españolas; dos miembros nombrados por todos los Colegios de Abogados; en fin, cuatro Profesores de Facultad de Derecho.
Naturalmente los diputados pertenecían a las distintas formaciones políticas y fueron cambiando en función de las mayorías parlamentarias. Entre los vocales abogados hubo nombres como Calvo Sotelo y César Silió, figurón que fue del maurismo. Y, entre los salidos de las filas de las Facultades de Derecho, deben anotarse los catedráticos Miguel Traviesas, privatista asturiano, Salvador Minguijón, historiador aragonés, Francisco Beceña, procesalista asturiano, y Carlos Ruiz del Castillo, constitucionalista, vinculado a la CEDA y que ocuparía cargos en el franquismo.
Pero el grupo verdaderamente pintoresco de aquellos jueces era el procedente de las regiones españolas. Eran nada menos que 13. Como regiones no había más que una, Cataluña, las demás tuvieron que ser inventadas ad hoc: Asturias, Andalucía, Castilla la Nueva, Castilla La Vieja, Extremadura, Galicia, León, Vascongadas, Valencia… En ellas, al carecer de órganos propios, votaban los concejales de los Ayuntamientos. El proceso de selección se convirtió, sin melindre jurídico alguno, en un asunto político de primer orden. De tal importancia que la derrota que sufrió el Gobierno de Azaña condujo a la postre a la disolución de las Cortes en octubre de 1933. Las derechas se habían organizado y las izquierdas, en el dulce uso del poder, no prestaron la debida atención aunque muchos gobernadores civiles desempeñaron su función muñidora al mejor estilo de los tiempos de Posada Herrera o de Romero Robledo. En sus Memorias, Azaña apenas si quiso dar relevancia a esta contienda que, sin embargo, acabó determinando la caída de su Ministerio.
Una cuestión significativa se planteó. Elegían, como hemos visto, los concejales de los ayuntamientos. ¿Pero qué ocurría cuando los ayuntamientos estaban suspendidos? Porque era práctica corriente en aquella, hoy añorada, República que las corporaciones locales se hallaran suspendidas -sin intervención judicial- y sus órganos de gobierno sustituidos por comisiones gestoras o concejales interinos designados gubernativamente en función de la filiación política. Sólo a lo largo de una ardua discusión se llegó a la conclusión de que tales concejales irregulares no estaban legitimados para votar.
En aplicación de este procedimiento, hubo jueces regionales socialistas, radicales, cedistas, tradicionalistas, radical-socialistas, del republicanismo gallego, tan alejados entre ellos en sus concepciones políticas como unidos por un lazo común: ninguno de ellos necesitó para acceder a la magistratura ostentar el título de licenciado en Derecho.
De este engendro no podía salir más que una jurisprudencia para el olvido: nadie recuerda hoy, en los medios especializados, qué dijo el Tribunal republicano sobre tal o cual cuestión. Un sonrojante silencio ha caído sobre aquella obra, sombra de sombras o verduras de las eras, según prefiera el lector.
Resultado este anunciado pues, ya en su concepción, buenas invectivas había recibido el Tribunal. Desde la derecha, el diputado Royo Villanova, catedrático de Derecho Administrativo, le dedicó discursos demoledores destinados a demostrar que, con el Tribunal Supremo, la Justicia española se sobraba para depurar el Ordenamiento, tal como ocurría en los Estados Unidos. Pero, desde la izquierda, y sin florituras, Indalecio Prieto se despachó afirmando que «el Tribunal equivaldrá en el sistema constitucional al apéndice en el sistema intestinal: no servirá más que para producir cólicos».
Quede dicho lo que antecede, en este otoño de 2008 que la economía apuñala, para aplacar las añoranzas republicanas de tanto incorregible laudator temporis acti o elogiador del tiempo pasado, un latinajo horaciano que, por cierto, recuperó un diputado de la República, el escritor Ramón Pérez de Ayala. El sectarismo tiene que buscar hoy más afinadas fuentes de inspiración histórica